En julio de 1954, Riumin fue juzgado (en Moscú) y fusilado. ¡Y Abakúmov continuó preso! Durante su interrogatorio le soltó a Térejov: «Tienes los ojos demasiado hermosos, ¡qué pena me va a dar fusilarte! Apártate de mi sumario, márchate por las buenas». [105] 9En una ocasión, Térejov lo mandó llamar y le dio a leer un periódico donde se comunicaba que Beria había sido desenmascarado. Por aquel entonces, aquello era una noticia sensacional, casi cósmica. Pero Abakúmov lo leyó sin que le temblaran las cejas siquiera, pasó de hoja ¡y empezó con la sección de deportes! En otra ocasión, cuando asistía al interrogatorio un importante funcionario de la Seguridad del Estado, hasta hacía poco subordinado de Abakúmov, éste le preguntó: «¿Cómo habéis podido consentir que el sumario de Beria no lo lleve el MGB sino la fiscalía? (¡Siempre remachando el mismo clavo!) ¿Y crees que me van a juzgar a mí, al Ministro de la Seguridad del Estado?». «Pues, sí.» «Entonces ya te puedes ir poniendo la chistera, [106]¡se acabaron los Órganos!» (Aquel inculto correo militar, qué duda cabe, se tomaba las cosas demasiado a la tremenda.) Dentro de la Lubianka, lo que Abakúmov temía no era que lo juzgaran, no, lo que temía era que lo envenenaran (¡otra muestra de que era digno hijo de los órganos!) Por eso empezó a rechazar rotundamente la comida de la cárcel y sólo se alimentaba con los huevos que compraba en la cantina (su preparación técnica era insuficiente: creía que los huevos no se pueden envenenar). De la riquísima biblioteca de la Lubianka sólo tomaba libros... de Stalin (¡el que lo había metido en la cárcel!). Bueno, seguramente eso era una pose, o quizás un cálculo, pensando que los partidarios de Stalin acabarían tomándose la revancha. Se pasó dos años en la cárcel. ¿Por qué no lo soltaban? No es una pregunta tan ingenua. Si contamos sus crímenes contra la Humanidad, la sangre le cubría más arriba de la cabeza, ¡pero es que él no era el único! Y en cambio, todos los demás seguían como si nada. Aquí topamos con otro misterio: corre el sordo rumor de que, en su día, había dado una paliza a Liuba Sedij, la nuera de Jruschov, la esposa de su hijo mayor, condenada en la época de Stalin a un batallón disciplinario, donde murió. Ello explica por qué Abakúmov, encerrado por Stalin, fue juzgado por Jruschov (en Leningrado) y fusilado el 18 de diciembre de 1954. [107] 0
Sus temores fueron en vano: los Órganos tampoco murieron de ésta.
* * *
Como aconseja la sabiduría popular: quien con lobos anda, a aullar se enseña.
¿Y cómo surgió esta raza de lobos entre nuestras gentes? ¿Acaso no tiene nuestras mismas raíces? ¿Acaso no es de nuestra sangre?
Antes de embozarnos precipitadamente con el blanco manto de los justos, que cada cual se pregunte a sí mismo: si mi vida hubiera dado un giro distinto, ¿habría sido también yo un verdugo como ellos?
La pregunta es terrible si se pretende responder a ella con honradez.
Recuerdo el tercer curso en la universidad, en el otoño de 1938. El comité local del komsomol nos llamó hasta dos veces —a nosotros, unos crios komsomoles— y casi sin pedir nuestro consentimiento nos puso en la mano unos cuestionarios para que los rellenásemos: basta de matemáticas, de física y de química, para la Patria es más importante que ingreséis en las academias del NKVD (y es que siempre es igual: no se trata de lo que precise éste o aquél, sino la patria y lo que a ésta conviene sólo lo sabe el jefazo que en nombre de ella habla).
Un año antes, este mismo comité local había querido reclutarnos para las academias de aviación. Y también nos habíamos resistido (nos dolía abandonar la universidad), aunque no con tanta firmeza como ahora.
Pasado un cuarto de siglo uno podría pensar: naturalmente, sabíais de los numerosos arrestos que estaban prodigándose a vuestro alrededor, sabíais cómo torturaban en las cárceles y en qué inmundicia os estaban intentando meter. ¡No! Los furgones rodaban de noche, mientras que nosotros éramos los que salían de día, los de las banderas. ¿De qué íbamos a saber que había detenciones? ¿Cómo se nos podría haber ocurrido pensarlo? ¿Que habían reemplazado a todos los dirigentes regionales? A nosotros nos daba exactamente igual. ¿Que habían encarcelado a dos o tres catedráticos? Bueno, tampoco es que nosotros fuéramos de baile con ellos, y además, tanto mejor para aprobar los exámenes. Nosotros, los veinteañeros, marchábamos en las columnas de los nacidos con Octubre y como tales nos esperaba el más radiante porvenir.
Lo que nos impedía aceptar el ingreso en el NKVD era un sentimiento íntimo y carente de fundamento lógico que no resulta fácil precisar. No venía inspirado por las lecciones sobre materialismo histórico, porque en ellas quedaba bien claro que la lucha contra el enemigo interior seguía siendo un frente abierto, una misión honrosa. Por lo demás, este sentir estaba reñido con nuestra conveniencia práctica: en aquella época, una universidad de provincias no podía ofrecernos más que una escuela rural en un rincón perdido y un parco salario, mientras que las academias del NKVD nos prometían obvenciones y un salario doble, cuando no triple. No había palabras para expresar lo que nosotros sentíamos (y de haberlas habido, por temor, no las habríamos pronunciado). Lo que se resistía dentro de nosotros no tenía que ver con la cabeza sino más bien con el pecho. Pueden gritarte por todos lados: «¡Es preciso!», e incluso tu propia mente: «¡Es preciso!», pero el pecho lo rechaza: «¡No quiero!, ¡me revuelve las tripas!». Allá vosotros, pero no contéis conmigo.
Era una sensación que venía de antiguo, quizá de Lérmontov, [108]de decenios y decenios de vida rusa durante los cuales siempre se proclamó en voz alta y sin ambages que para un hombre decente no había servicio peor ni más ruin que el de gendarme. No, aún venía de más lejos. Sin saberlo, nos estábamos redimiendo —tan poco como podría nuestra calderilla de cobre contra una pieza de oro de nuestros antepasados— ante aquella época en que la moral aún no se consideraba relativa, cuando para discernir entre el bien y el mal bastaba el corazón.
Pese a todo, por entonces reclutaron a alguno de nosotros, aunque creo que, si nos hubieran presionado con mucha fuerza, todos habríamos cedido. Y ahora se me antoja imaginarme qué curso habría tomado mi vida si el inicio de la guerra me hubiera cogido llevando insignias de teniente sobre galones azules. Naturalmente, me queda el consuelo de pensar que mi corazón no lo habría soportado, que me habría rebelado y me habría marchado dando un portazo. Sin embargo, tendido en los catres de la cárcel tuve ocasión de repasar mi trayectoria de oficial tal como fue y quedé horrorizado.
No llegué a oficial directamente de las aulas, con la cabeza abotargada por las integrales, sino que antes pasé medio año oprimido como soldado raso. Ello me hizo sentir en mi propio pellejo lo que significa estar siempre dispuesto, con la barriga encogida, a someterte a personas que quizá no te parecen dignas. Luego me estuvieron martirizando otro medio año en una academia militar. Quizás el frío en la piel y los sabañones debieran haberme servido para asimilar de una vez por todas el amargo servicio del soldado, pero no fue así. Cuando me resarcieron enganchándome dos estrellitas en los galones, después una tercera y una cuarta, ¡me olvidé de todo!