Andréyushkin, un miembro del grupo, envió a un amigo de Jarkov esta sincera carta: «Creo firmemente que habrá el terror más implacable [en nuestro país], e incluso en un futuro no muy lejano... El terror rojo es mi pasión... Me preocupa mi destinatario (¡No era la primera de esas cartas que escribía! - A.S.)... si a él le ocurriera lo que yo me creo, también a mí podría ocurrirme, lo que no sería deseable, pues conmigo arrastraría a mucha gente de valía». En Jarkov, la búsqueda para averiguar quién había escrito esa carta sellada en Petersburgo se hizo sin prisa alguna y se prolongó cinco semanas. El nombre de Andréyushkin no fue descubierto hasta el 28 de febrero, ¡y el 1 de marzo, los terroristas, provistos ya de sus bombas, fueron detenidos en la avenida Nevski justo antes del momento previsto para el atentado!
El despacho de mi juez de instrucción, 1.1. Yézepov era alto de techo, espacioso y claro, con un grandísimo ventanal (el edificio de la compañía de seguros Rossía no se había construido para torturar). Aprovechando la generosa altura del techo (cinco metros), se había colgado un cuadro vertical de cuatro metros con el retrato de cuerpo entero del poderoso Soberano al que yo, un granito de arena, había hecho objeto de mi odio. A veces, el juez se ponía de pie ante él y juraba histriónicamente: «¡Estamos dispuestos a dar la vida por él! ¡Somos capaces de echarnos bajo los tanques por él!». Ante este retrato, de una majestad casi sacramental, mi balbuceo sobre no sé qué de purificar el leninismo debía de parecer patético, y yo, sacrilego blasfemo, no era digno sino de la muerte.
El contenido de nuestras cartas constituía por sí solo, en aquella época, materia suficiente para condenarnos a ambos; desde el momento en que dichas cartas habían empezado a llegar a la mesa de los agentes operativos encargados de la censura, el destino de Vitkévich y el mío estaba decidido, y si nos habían dejado que siguiéramos en el frente era para que aportáramos alguna utilidad. Pero esto no era lo más grave: hacía un año que cada uno de nosotros llevaba —siempre encima, en el portamapas, para que pasara lo que pasara se conservara una copia si uno de nosotros sobrevivía— un ejemplar de la «Resolución n° 1» que habíamos redactado durante uno de nuestros encuentros en el frente. Esta «Resolución» era una densa y enérgica crítica de todos los sistemas de engaño y opresión en nuestro país, y luego, como todo programa político que se precie, describía en líneas generales un plan para la reforma de la vida pública, que concluía con la frase: «La consecución de todos estos objetivos es imposible sin la existencia de una organización».Incluso sin que el juez de instrucción lo tergiversara, era el documento fundacional de un nuevo partido. A eso se añadían ciertas frases de nuestra correspondencia sobre cómo después de la victoria íbamos a hacer «una guerra después de la guerra». Por eso, mi juez no necesitaba inventar nada sobre mí, y sólo tuvo que preocuparse de echar el lazo a todos aquellos a los que yo había escrito algún día, o que me habían escrito a mí, así como de averiguar si en nuestro grupo de jóvenes había algún instigador de más edad. En mis cartas a los chicos y chicas de mi quinta yo había manifestado ideas sediciosas con una audacia que rayaba en la fanfarronería, ¡y mis amigos, no se sabe por qué, continuaban manteniendo correspondencia conmigo! Y también en sus cartas de contestación aparecían expresiones sospechosas. [97] 5Ahora Yézepov, como un Porfiri Petróvich, exigía de mí una explicación coherente. Si hablábamos así en unas cartas que pasaban por la censura militar, ¿que no diríamos cuando estábamos a solas? No podía pretender que se creyera que sólo manteníamos este tono agresivo en las cartas. Y he aquí que ahora, con la mente embotada, tenía que hilvanar algo muy verosímil sobre mis encuentros con los amigos (en la correspondencia se hablaba de reuniones) para que coincidieran con el tono de las cartas, y a la vez no rebasaran el límite de lo que se consideraba política para caer de pies en el Código Penal. Además, era preciso que estas explicaciones brotaran de mis labios como una exhalación y convencieran a un juez que ya había oído de todo, de que yo era un simplón muy poquita cosa y sincero de la cabeza,a los pies. Y que —lo más importante— mi perezoso juez no se sintiera tentado a examinar la dichosa carga que había traído en mi dichosa maleta: cuatro cuadernos de notas, junto con mi diario de guerra, escritos con lápiz pálido y firme, haciendo una letra minúscula como las cabezas de alfiler, y que empezaba a borrarse en algunas partes. Ese diario representaba mi ambición de llegar a ser escritor. No creía en la fuerza de nuestra asombrosa memoria, y mientras duró la guerra procuré anotar todo cuanto veía (aunque esto no era lo más grave) y todo cuanto oía decir a la gente. De manera temeraria, había reproducido relatos enteros de mis compañeros de regimiento sobre la colectivización, el hambre en Ucrania, el año 1937, y con la escrupulosidad de quien nunca se había pillado los dedos con el NKVD, indicaba diáfanamente los nombres de quienes me habían contado todo aquello. Desde el momento del arresto, desde que estos diarios habían sido arrojados en mi maleta por los agentes operativos y precintados con lacre, desde que se me devolvió la maleta para llevarla yo mismo a Moscú, unas pinzas candentes me atenazaban el corazón. Y todos estos relatos, tan naturales en primera línea, ante la faz de la muerte, se encontraban ahora a los pies de un Stalin de cuatro metros, olían a húmeda cárcel para mis compañeros de armas, puros, valerosos y rebeldes.
Estos diarios eran mi principal lastre durante la instrucción del sumario. Y con tal de evitar que mi juez de instrucción se obcecara y hasta sudara con ellos para dar con un filón como era la libre cofradía del frente, me arrepentí de todo cuanto fuera preciso y reconocí tantos errores políticos como fueran necesarios. Me mantuve, aunque agotado, en el filo de la navaja hasta que vi que no traían a nadie para un careo; hasta que aparecieron claros indicios de que la instrucción tocaba a su fin; hasta que, al cuarto mes, todos los cuadernos de mi «diario de guerra» fueron arrojados a las fauces infernales de la estufa de la Lubianka, hasta que no se retorcieron las rojas virutas de otra novela más asesinada en Rusia, y hasta que convertidos en negras mariposas de hollín salieron volando por la chimenea más alta.
Bajo esa misma chimenea paseábamos nosotros, en un cajón de cemento, en la azotea de la Gran Lubianka, al nivel del quinto piso. Y del sexto piso aún subían unos muros, hasta una altura de tres personas. Nuestros oídos palpaban un Moscú en el que los automóviles mantenían conversaciones a bocinazos. Pero lo que es ver, sólo veíamos la chimenea, un centinela en la garita del piso sexto, y el infeliz pedazo de cielo de Dios al que le había tocado en suerte colgar sobre la Lu-bianka.
¡Ay, el hollín! Durante aquel primer mes de mayo la posguerra no cesaba de caer. Veíamos tanto en cada paseo, que entre nosotros llegamos a imaginar que la Lubianka estaba acaso quemando veintisiete años de archivos. Mi «diario de guerra» asesinado era solamente una efímera nube en medio de aquel hollín. Y me acordaba de una fría pero soleada mañana de marzo en la que estaba ante el juez de instrucción. Como de costumbre, formulaba preguntas groseras y al anotar las respuestas tergiversaba mis palabras. El sol jugaba sobre las filigranas, ya medio derretidas, que el hielo había formado en el espacioso ventanal, un ventanal por el que a veces sentía grandes impulsos de arrojarme, para así por lo menos aparecer como un destello sobre Moscú y despanzurrarme desde el quinto piso contra el pavimento, del mismo modo que —siendo yo niño— hiciera un desconocido precursor en Rostov del Don (que había saltado de la casa número «Treinta y tres»). Por los trozos deshelados del cristal podían verse los tejados de Moscú y, sobre ellos, alegres columnas de humo. Pero yo no miraba hacia allí sino hacia el montón de hojas manuscritas que ocupaba todo el centro de aquel despacho medio vacío, de treinta metros cuadrados, un montón que acababan de descargar y que aún no habían clasificado. Cuadernos, carpetas, encuademaciones caseras, fajos cosidos o sin coser y simples hojas sueltas se apilaban como un túmulo sobre la tumba del espíritu humano. Su punta cónica superaba en altura el escritorio del juez y casi me ocultaba su figura. Sentí compasión fraternal por las cuitas de aquel desconocido al que habían detenido la noche anterior. El botín del registro lo habían apilado de madrugada sobre el parquet del despacho de las torturas, a los pies del Stalin de cuatro metros. Desde mi asiento intentaba adivinar: ¿Qué vida singular habrían traído aquella noche al martirio, al descuartizamiento y a la hoguera?