Un mes antes, en otra celda de Butyrki, que era casi una enfermería, apenas había puesto yo el pie en el espacio entre los catres, mucho antes de que hubiera podido encontrarme un sitio, salió a mi encuentro un joven pálido y amarillento, de una manera que hacía previsible, si es que no la estaba implorando, una enconada conversación. Tenía el rostro dulce de los judíos, y pese a que estábamos en verano iba envuelto en un capote de soldado ajado y lleno de balazos: estaba tiritando. Se llamaba Boris Gammerov. Empezó a hacerme preguntas y nuestra conversación acabó encauzándose por un lado hacia nuestras biografías, y por otro, hacia la política. No recuerdo por qué, traje a colación una oración que rezaba el presidente Roosevelt, entonces ya difunto, que habían publicado en nuestros periódicos ;y añadí, como si cayera por su propio peso, esta valoración:
—Bueno, esto es mojigatería, naturalmente.
Temblaron las claras cejas del joven, mientras contenía sus pálidos labios —creo que se incorporó— y me hizo esta pregunta:
—¿Por qué? ¿Por qué no cree usted posible que un hombre de Estado pueda creer sinceramente en Dios?
¡Y no dijo ni una palabra más! Poco importaba aquí Roosevelt, sino más bien ¡de dónde venía esa recriminación! ¡Semejantes palabras en labios de alguien nacido en 1923! Habría podido responderle con frases muy convincentes, pero en las cárceles mi seguridad había empezado a tambalearse y había además algo capital: en nosotros vive un sentimiento puro, ajeno a las convicciones, y éste sentimiento estaba diciéndomc que esa opinión mía no era producto de mi convicción, sino de algo inculcado desde fuera. Y no fui capaz de replicarle. Sólo pregunté:
—Y usted, ¿cree en Dios?
—Naturalmente —me respondió con serenidad.
¿Naturalmente? Naturalmente... Sí, la juventud del Komsomol se estaba deshojando, estaba deshojándose en todas partes. Y el NKGB fue de los primeros en advertirlo.
Pese a su juventud, Boria [312]Gammerov había servido como sargento en una batería antitanque de esas piezas de cuarenta y cinco milímetros bautizadas «¡Adiós Patria mía!», había sufrido una herida en un pulmón, una herida mal curada que le había producido un proceso de tuberculosis. Tras ser licenciado por invalidez, Gammerov ingresó en la Facultad de Biología de la Universidad Estatal de Moscú y de este modo se trenzaron en él dos hilos: uno, el de su vida de soldado, el otro, la vida estudiantil de finales de la guerra, una vida que nada tenía de estúpida ni de ociosa. Tenían un círculo de estudiantes que se reunía para pensar y reflexionar sobre el futuro (aunque nadie se lo había encomendado), y el ojo experimentado de los Órganos se fijó en tres de ellos y los apresó. En 1937 el padre de Gammerov había muerto apaleado en la cárcel o lo habían fusilado, y ahora el hijo andaba por el mismo camino. Durante la instrucción sumarial recitó al juez algunos de sus versos con mucho sentimiento. (Lamento mucho no haber memorizado ninguno de ellos ni saber cómo dar con ellos ahora, de otro modo los habría reproducido aquí.)
En el curso de unos meses, mi camino se cruzó con el de los tres encausados en ese mismo sumario: en otra celda de Butyrki conocí a Viacheslav Dobrovolski. Después, en la iglesia de Butyrki se incorporó a esa misma celda Gueorgui Ingal, el mayor de todos ellos. Pese a su juventud era ya miembro aspirante a la Unión de Escritores. Su pluma era muy atrevida y su estilo estaba lleno de fuertes contrastes. De haber sido más dócil políticamente se habrían abierto ante él unos caminos literarios tan brillantes como vanos. Tenía ya casi lista una novela sobre Debussy. Pero los primeros éxitos no lo habían castrado y en los funerales de su maestro Yuri Tiniánov tomó la palabra para decir que lo habían matado de tanto hacerle la vida imposible, y con esto se ganó ocho años de condena.
En la iglesia se nos unió finalmente Gammerov, y a la espera del traslado a Krásnaya Presnia tuve que enfrentarme con tres puntos de vista que hacían causa común. Fue un choque que no me resultó nada fácil. En aquella época yo era muy devoto a cierta concepción del mundo incapaz de admitir un hecho nuevo ni de tener en cuenta otras opiniones sin antes haberles encontrado una etiqueta al uso: ora «la vacilante duplicidad de la pequeña burguesía», ora «el nihilismo combativo de la intelectualidad desclasada». No recuerdo que Ingal y Gammerov atacaran a Marx en mi presencia, pero sí recuerdo cómo arremetían contra Lev Tolstói, ¡y desde qué flancos! ¿Que Tolstói rechaza la Iglesia? ¡Claro, como que no se detiene a considerar su papel místico y organizador! ¿Que rechaza la doctrina bíblica? ¡Como si la ciencia más moderna hubiera podido descubrir contradicciones en la Biblia! ¡Ni siquiera en las primeras líneas en que se habla de la creación del mundo! ¿Que rechaza el Estado? ¡Pero no se da cuenta de que sin Estado sobrevendría el caos! ¿Que aboga por que en el hombre se aunen el trabajo intelectual y el trabajo físico? ¡Pero si esto sería una nivelación absurda de facultades! Y por último, que la arbitrariedad de Stalin había demostrado que un personaje histórico puede convertirse en un ser omnipotente, ¡mientras que Tolstói se mofaba de esa idea!
En los años que precedieron a mi encarcelamiento y en los que pasé en prisión, yo también mantuve durante mucho tiempo la opinión de que con Stalin la evolución del Estado soviético había tomado una dirección funesta. Mas he aquí que Stalin muere pacificamente, ¿y ha cambiado mucho el rumbo de la nave? Si Stalin dejó un sello propio y personal en los acontecimientos fue tan sólo su inepcia desconsoladora, el despotismo y la autoglorificación. En lo demás siguió exactamente, paso a paso, el camino trazado por Lenin, y lo hizo guiándose por los consejos de Trotski.
Aquellos chavales me recitaban sus versos y exigían a cambio oír los míos, pero por entonces yo no tenía. Me leían sobre todo muchos poemas de Pasternak, al que idolatraban. En otro tiempo había leído Mi hermana la viday no me había gustado, lo encontré demasiado alejado de los sencillos caminos humanos. Pero gracias a ellos descubrí las últimas palabras de Schmidt ante el tribunal. Y me llegaron al corazón, podría haberlas pronunciado cualquiera de nosotros:
Treinta años me ha inspirado la devoción a mi suelo. Quedaos con vuestra indulgencia. No la espero, ...no la quiero. Ingal y Gammerov compartían ese fulgurante estado de ánimo: ¡No necesitamos vuestra indulgencia! No nos pesa estar encerrados,¡nos enorgullece! (Aunque ¿quién era realmente capaz de no apesadumbrarse? La joven esposa de Ingal renegó de él a los pocos meses y lo abandonó. Gammerov, absorbido por sus búsquedas revolucionarias, aún no había encontrado a la persona amada.) ¿No es aquí, en las celdas de una cárcel, donde se nos revela la auténtica verdad? Estrecha es la celda, ¿pero no es más estrecho aún el mundo libre?¿No es nuestro pueblo, martirizado y traicionado, el que yace a nuestro lado, bajo los catres y en los pasillos?
Más hubiera de pesarme no alzarme con los míos. ¿Cómo he de arrepentirme del camino recorrido?
La juventud encerrada en celdas por artículos políticos nunca es la juventud media de un país, sino una juventud que va muy por delante. En aquellos años, al grueso de la juventud le aguardaba la «descomposición», la desilusión, la indiferencia, el gusto por la buena vida, y luego quizá, pudiera ser, desde tan cómodo asiento —¿al cabo de veinte años?— emprender la amarga ascensión hacia nuevas cimas. En cambio, los jóvenes presos del año 1945, condenados por el Artículo 58-10, habían salvado de un solo paso todo ese futuro abismo de indiferencia y ya levantaban orgullosos la cabeza bajo el hacha.