Se llevaron de traslado a mi vecino de litera, un antiguo militante de la Schutzbund. (En 1937 a todos los de la Schutz-bund, que creían asfixiarse en la Austria conservadora, la patria del proletariado mundial acabó de asarloscon diez años cada uno. Todos ellos encontraron su fin en las islas del Archipiélago.) Ocupó su lugar un hombrecillo moreno, de cabello azabache, ojos femeninos como oscuras cerezas, aunque con una nariz ancha y gruesa que afeaba su rostro convirtiéndolo en una caricatura. Yacimos lado a lado un día entero sin decirnos nada, pero al segundo día encontró ocasión para preguntarme: «¿De dónde diría que soy yo?». Hablaba el ruso con soltura, aunque tenía acento. Dije sin mucha seguridad que tenía algo de caucasiano. Sonrió: «Me he hecho pasar fácilmente por georgiano. Me llamaban Yasha. Todos se reían de mí. Recaudaba las cuotas del sindicato». Lo examiné con mayor detenimiento. Sin lugar a dudas, era una figura cómica: un retaco con la cara desproporcionada, una sonrisa sin malicia. Pero de improviso se puso tenso, su facciones se hicieron más duras y se le contrajeron los ojos, que ahora me perforaban como el mandoble de un sable negro:
—¡Pues sepa que soy un agente secreto del Estado Mayor General rumano, el lukotenantVladimirescu!
Llegué a estremecerme: aquello era dinamita. Después de haber conocido a dos centenares de pretendidos espías, nunca supuse que toparía con uno de verdad. Hasta pensaba que no existían.
Según me contó, procedía de una familia aristocrática, que decidió, cuando tenía tres años, que hiciera carrera en el Estado Mayor, y a los seis años se confió su educación al departamento de inteligencia. Al convertirse en adulto eligió la Unión Soviética como campo de sus futuras actividades, pues creía que aquí había el contraespionaje más implacable del mundo y que en un país como éste resultaría particularmente difícil trabajar, debido a que todos sospechaban unos de otros. Haciendo balance, ahora creía que su trabajo no había estado nada mal. Antes de la guerra pasó algunos años en Nikoláyev, donde al parecer hizo posible que las tropas rumanas tomaran los astilleros intactos. Luego estuvo en la fábrica de tractores de Stalingrado y más tarde en la fabrica Uralmash.* En una ocasión, cuando estaba recaudando las cuotas del sindicato, entró en el despacho del jefe de unos importantes talleres, cerró la puerta y su sonrisa de bobo se esfumó de sus labios al tiempo que aparecía aquella expresión de sable cortante de momentos antes: «¡Ponomariov! (éste había adoptado otro apellido en Uralmash). Le estamos vigilando desde Stalingrado. Abandonó allí su puesto (había sido un cargo importante en la fabrica de tractores de Stalingrado) y se colocó aquí con nombre falso. Usted escoge: que lo fusilen los suyos o trabajar para nosotros». Ponomariov eligió trabajar para ellos, como cabía esperar de uno de esos prósperos pancistas. El teniente dirigió su trabajo hasta que Vladimirescu fue trasladado al mando del jefe del espionaje alemán en Moscú, quien lo envió a Podolsk para dedicarse a su especialidad. Según me explicó Vladimirescu, a los espías-saboteadores se les daba una preparación polifacética, si bien cada uno de ellos tenía además una especialidad concreta. La de Vladimirescu era cortar imperceptiblemente el amarre de suspensión principal de los paracaídas. En Podolsk, salió a recibirle a la puerta del almacén de paracaídas el jefe de la guardia (¿quién sería?, ¿qué clase de nombre debía de ser?), le dejó entrar y permitió que el lukotenantpermaneciera encerrado allí ocho horas, durante la noche. Vladimirescu fue recorriendo con una escalerilla las pilas de paracaídas y, sin deshacer el embalaje, separaba el amarre trenzado y cercenaba con unas tijeras especiales las cuatro quintas partes de cada cuerda, dejando sólo una quinta parte que se desgarraría en el aire. Vladimirescu había estado muchos años entrenándose y preparándose para aquella sola noche. Trabajando de forma febril, inutilizó —según contaba— dos mil paracaídas en ocho horas !(¿uno cada quince segundos?), «¡He destruido yo solo toda una división aerotransportada soviética!», decía malignamente con un brillo en sus ojos como cerezas.
Cuando lo arrestaron se negó a declarar y durante los ocho meses que pasó incomunicado en Butyrki no dejó escapar una sola palabra. «¿Y no le torturaron?» «No-o», respondió torciendo los labios, como si semejante posibilidad fuera inconcebible no tratándose de un súbdito soviético. (¡Apalea a los tuyos, que así los extraños te cogerán miedo! El espía es un lingote de oro, quizás algún día convenga canjearlo.) Llegó un día en que le mostraron los periódicos: Rumanía ha capitulado, ahora ya puedes declarar. Él continuó mudo: los periódicos podían ser una falsificación. Le dieron a leer una orden del Estado Mayor General rumano: basándose en las condiciones del armisticio, se ordenaba a todos los agentes que depusieran las armas. Él continuó callado: la orden también podía haber sido falsificada. Al final lo sometieron a un careo con su inmediato superior en el Estado Mayor, quien le ordenó que se quitara la máscara y se rindiera. Entonces, Vladimirescu hizo sus declaraciones con gran frialdad, y ahora que ya no tenía ninguna importancia, aprovechando el lento paso del tiempo ; en la celda, también me contaba a mí alguna cosilla suelta. ¡Ni siquiera lo juzgaron! No le impusieron ninguna condena. \(¡Claro, como que no era de los nuestros, no era de casa! «Soy un oficial de carrera y lo seguiré siendo hasta la muerte. Me van a guardar como oro en paño.»)
—Pero usted se ha sincerado conmigo —le indiqué—. He visto su cara y puedo recordarla. Imagínese que un día nos encontramos en la calle...
—Si tengo la seguridad de que no me ha reconocido, seguirá usted con vida. Pero si me reconoce, lo mataréo le obligaré a trabajar para nosotros.
Él no tenía la más mínima intención de enemistarse con su vecino de litera. Esto me lo había dicho con toda sencillez, plenamente convencido. Y yo le creí perfectamente capaz de matar a alguien a tiros o cortarle el pescuezo.
En esta larga crónica de presidio no aparecerá ningún otro espía de verdad. En once años de cárcel, campo penitenciario y destierro, éste fue mi único encuentro de esta especie, y otros presos ni siquiera tuvieron uno solo. En cambio, nuestros cómics de gran tirada meten en la cabeza de la juventud que los Órganos sólo detienen a esa clase de personas.
Bastaba echar una mirada a la celda de la iglesia para comprender que a quienes antes cogían los Órganos era a esa misma juventud. La guerra había terminado, podían permitirse el lujo de detener a tantos jóvenes como se les antojara: ya no les hacían falta como soldados. Se decía que de 1944 a 1945 había pasado por la Pequeña Lubianka (la de la región de Moscú) el «Partido Democrático». Según rumores, se componía de medio centenar de chavales, tenía sus estatutos y hasta carnets. El mayor de ellos, un alumno de décimo curso* de una escuela moscovita, era el «secretario general». En el último año de la guerra aparecieron también en las cárceles moscovitas algunos estudiantes de más edad. Pude coincidir con ellos en diversos lugares. No es que yo fuera viejo, pero ellos aún eran más jóvenes...
¡Qué sutilmente había ocurrido todo aquello! Mientras nosotros —quiero decir, los jóvenes de mi edad, los que habían encausado conmigo— combatíamos esos cuatro años en el frente, ¡había crecido una nueva generación! ¿Tanto tiempo había pasado desde que pisábamos el parquet de los pasillos universitarios y nos creíamos los más jóvenes, los más inteligentes del país y de la tierra? ¡Y de pronto, unos pálidos adolescentes se acercan orgullosos a nosotros por el suelo enlosado de las celdas y descubrimos atónitos que los más jóvenes e inteligentes ya no somos nosotros sino ellos! Pero yo no me sentía ofendido, me alegraba poder hacerles un sitio, aunque tuviera que apretujarme. Aquella pasión por ponerlo todo en duda, por descubrirlo todo, me resultaba familiar. Comprendía que estuvieran orgullosos de que les hubiera tocado la mejor parte y que no tuvieran remordimientos. Y a mí se me ponía la piel de gallina de ver aquel aura de presidiario sobre esas cabecitas tan pagadas de sí mismas, tan inteligentes.