«¡Pero si éstos no son cofrades!», aclaran los expertos en la materia que hay entre nosotros. «Ésos son los perros,los que se han dejado comprar y se la tienen jurada a los ladrones decentes.Los decentes están en las celdas.» Pero es algo que cuesta comprender a nuestros cerebros de borrego. Las maneras son las mismas, los tatuajes también. Puede que sí, que sean enemigos de los ladrones decentes, pero tampoco son amigos nuestros, ya ven...
Entretanto, nos hacen sentar en el patio, bajo las ventanas de las celdas. En las ventanas hay bozales que impiden ver quién hay dentro, pero sí dejan llegar una voz ronca y amistosa que nos aconseja: «¡Muchachos! Aquí esto funciona así: durante el pasamanoste quitan todo lo que va suelto, como el té o el tabaco. Así que el que lleve algo de eso que nos lo arrimepor la ventana, y nosotros se lo devolvemos después». ¿Y nosotros qué sabemos? Somos panolis,borregos. Quizá sea verdad que confiscan el té y el tabaco. ¿Y no habla la gran literatura de la solidaridad universal entre los reclusos? ¡Un presidiario no puede engañar a otro! Además, se han dirigido a nosotros con afecto: «¡Muchachos!». Así que les arrimamoslas petacas con el tabaco. Y al otro lado, aquellos ladrones de pura casta pescan el botín y al punto se mofan de nosotros: «¡Fascistas, anda que no sois primos!».
He aquí los eslóganes con que nos acoge la prisión de tránsito, aunque no cuelguen de sus muros: «¡No busques aquí la justicia!», «¡Tendrás que entregar todo lo que tengas!», «¡Tendréis que entregarlo todo!», nos repiten también los carceleros, los soldados de la escolta y los cofrades. Estás anonadado por tu condena interminable y tu mente sólo piensa en cómo recuperar el aliento, mientras a tu alrededor todos se las ingenian para desvalijarte. Todo se conjura para oprimir aún más al preso político, ya de por sí bastante abatido y abandonado a su suerte. «Tendréis que entregarlo todo...», sacude desconsoladamente la cabeza un carcelero de la prisión de tránsito de Gorki, y Ans Bernstein le entrega aliviado su capote de oficial, no por las buenas, sino a cambio de dos cebollas. ¿Pero cómo vas a quejarte de los cofrades si ves que todos los celadores de Krásnaya Presnia llevan unas botas de cuero pulido que no forman parte del uniforme reglamentario? Todo esto lo han apandadolos cofrades en las celdas para colocárseloa los carceleros. ¿Cómo vas a quejarte de los cofrades si el «educador» de la Kaveché [279] 55es uno de ellos, facultado además para redactar informes sobre los presos políticos (Centro de tránsito de Kemerovo)? ¿Cómo vas a pretender que metan en cintura a los cofrades de la prisión de tránsito de Rostov si están en su feudo ancestral?
Cuentan que en 1942, en la prisión de tránsito de Gorki, unos oficiales presos (Gavrílov, el ingeniero militar Schebetin y otros más) pese a todo les hicieron frente, les dieron una paliza y les bajaron los humos. Pero esta historia siempre ha sonado a leyenda: ¿Acaso sometieron también a los cofrades de las otras celdas? ¿Y cuánto tiempo les duró el correctivo? ¿Y dónde tenían los ojos los del ros azul cuando unos elementos socialmente ajenos estaban vapuleando a otros social-mente afines? En cambio, si te cuentan que en 1940, en la prisión de tránsito de Kotlás, los delincuentes comunes que estaban en la cola del economato arrancaban el dinero de las manos de los presos políticos, que éstos respondieron atizándoles y no había quien los detuviera, y que entonces entró en la zona la guardia con ametralladoras para proteger a los cofrades, no te quepa la menor duda: ¡Es la pura verdad!
¡Los familiares insensatos! Van de acá para allá, en el mundo de los libres, pidiendo dinero prestado (pues en casa no disponen de tanto) para enviarte algunas cosas, para enviarte comida. Es el último óbolo de la viuda, pero es un regalo envenenado, pues te convierte de un preso hambriento, pero sin ataduras, en una persona inquieta y cobarde. Te pnva de esa lucidez que empezaba a nacer en ti, de tu incipiente firmeza, te priva de las dos únicas cosas que necesitas antes de precipitarte en el abismo. ¡Oh cuan sabia es la parábola del camello y el ojo de la aguja! Tus posesiones te impedirán entrar en el reino de los cielos, en el reino de las almas libres, lo mismo que a todos cuantos te acompañaban en el cuervo que también han entrado con su saco a cuestas. «¡Hatajo de cerdos!», nos maldecían ya los cofrades en el furgón. Pero entonces ellos eran dos y nosotros medio centenar, y de momento no nos pusieron la mano encima. Y ahora que llevamos ya dos días en el suelo de la estaciónde Krásnaya Presnia, con las piernas encogidas de tanta estrechez, ninguno de nosotros tiene ojos para la vida que se desenvuelve a nuestro alrededor, todos andamos preocupados con la forma de que nos acepten las maletas en consigna. Porque por más que guardar los enseres sea uno de nuestros derechos, si los encargados acceden a ello es sólo porque la prisión está en Moscú y nosotros aún no hemos perdido nuestra apariencia de moscovitas.
¡Qué alivio! Nuestros enseres ya están a buen recaudo (aunque eso sólo quiera decir que no los entregaremosen esta prisión de tránsito, sino más adelante). Ahora sólo cuelgan de nuestras manos los hatillos con unos alimentos a los que aguarda un amargo destino. Como se les han acumulado demasiados de los nuestros, demasiados castores, ahora empiezan a repartirnos por celdas. A mí me meten en la misma celda que Valentín, ese que firmó la sentencia de la OSO el mismo día que yo y que con tanta contricción se había propuesto empezar una nueva vida en cuanto llegara al campo penitenciario. La celda todavía no está atiborrada: aún queda sitio en el pasillo y bajo los catres. De acuerdo con la distribución clásica, los cofrades ocupan las literas de arriba: los más veteranos junto a las ventanas, y los jovenzuelos un poco más lejos. Por las literas inferiores se extiende una masa gris e indefinida. Nadie se nos echa encima. Sin fijarnos, sin reflexionar, en nuestra inexperiencia nos deslizamos bajo los catres sobre el piso de asfalto, creyendo que hasta vamos a estar cómodos. Los catres son muy bajos y si un hombre es corpulento debe arrastrarse pegado al suelo como un soldado que avanza tras las líneas enemigas. Logramos meternos. Ahora podremos tendernos tranquilamente y conversar en voz baja. ¡Pero no! En la penumbra, con silencioso susurro, gateando, como grandes ratas, se nos acercan a hurtadillas los cachorrosdesde todas partes. Todavía son unos críos, incluso los hay de doce años, pero en el Código también hay sitio para ellos. Ya han sido condenados por robo y ahora están ampliando sus estudios junto a los ladrones. ¡Los han lanzado contra nosotros! Se deslizan en silencio, por todos lados. Una docena de manos tira y nos despoja de nuestras posesiones. ¡Y todo en completo silencio, sólo se oyen unos resoplidos malignos! Nos hemos metido en una ratonera: no podemos levantarnos ni movernos siquiera. No ha pasado un minuto y ya nos han quitado el hatillo donde guardábamos el tocino, el azúcar y el pan, y nosotros seguimos ahí tendidos como idiotas. Ahora que hemos entregado los víveres sin resistencia, por lo menos podríamos seguir tendidos tranquilamente, pero se nos antoja imposible. Arrastrando las piernas de una forma ridicula nos salimos de bajo el catre con el trasero por delante.
¿Soy un cobarde? Hasta entonces siempre había creído que no. Me había expuesto a un bombardeo en la estepa abierta. No había dudado en meterme por un camino forestal a sabiendas de que estaba infestado de minas antitanque. Había sabido mantener la sangre fría al sacar mi batería del cerco, y aun volví para recoger un camión, un Gasik averiado. ¿Por qué en ese momento no había agarrado a una de estas ratas humanas? ¿Por qué no le había aplastado su rosado hocico contra el negro asfalto? ¿Porque era demasiado pequeño? ¡Pues haberme metido con los mayores! No, no era eso... En el frente existe algo más, un sentimiento (quizá mera ilusión) que nos hace sacar fuerzas: ¿Era quizás el espíritu de pertenencia a una colectividad militar? ¿La convicción de que era ahí donde había que estar? ¿La noción del deber? En cambio, aquí no existe una línea de conducta trazada de antemano, no hay reglamento, todo hay que ir descubriéndolo a tientas.