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Puesto en pie, me vuelvo hacia su cabecilla, el pacha.En la litera del segundo piso, junto a la ventana, tiene ante él todo lo que nos han quitado: los cachorros no han probado ni una migaja, guardan la disciplina. Esta parte anterior de la cabeza, que en los bípedos se acostumbra a llamar cara, la naturaleza la había modelado en el pacha con repugnancia y desagrado, a menos que hubiera sido su vida depredadora quien la hubiera hecho así: torcida y flácida, con la frente estrecha, una cicatriz primitiva y unos modernos puentes de acero en los dientes delanteros. Sus ojillos, del tamaño justo para reconocer los objetos familiares sin asombrarse ante la belleza del mundo, me miraban como el jabalí al ciervo, consciente de que podía derribarme cuando quisiera.

Está esperando. ¿Y qué hago yo? ¿Doy un salto hacia él para golpear esa jeta con el puño por lo menos una vez antes de desplomarme sobre el pasillo? ¡Ay de mí!, no.

¿Es que me he convertido en un canalla? Hasta entonces siempre había creído que no. Pero me ofende tener que arrastrarme de nuevo sobre la panza para meterme bajo los catres después de haber sido saqueado y humillado y por eso le digo indignado al pacha que al menos podría hacernos un sitio en las literas a cambio de las vituallas que nos han quitado. (A ver, ¿no es una queja muy natural en una persona de ciudad, en un militar?)

¿Y qué pasa entonces? Pues que el pacha accede. ¿O es que con ello no le estoy entregando el tocino, acatando su autoridad y revelando de paso una manera de ser cercana a la suya? ¿No entendería con ello que yo también tengo por costumbre cebarme en los más débiles? El pacha ordena a dos de aquellas figuras grises e indefinidas que abandonen su sitio en las literas inferiores cercanas a la ventana y que nos las cedan a nosotros. Ellos acatan sumisamente y nosotros nos tendemos en los mejores sitios. Aún lamentamos nuestras pérdidas durante un rato (los cofrades no ponen los ojos en mis pantalones gálifet*de oficial, no es ése su uniforme, pero uno de los ladrones está palpando ya los pantalones de paño de Valentín, se ve que le han gustado). Y no es hasta el anochecer que llega hasta nosotros el murmullo de nuestros vecinos. Nos están reprobando: ¿Cómo hemos podido pedir protección a los cofrades y enviar bajo los catres a dos de los nuestros?Y sólo entonces empieza a remorderme la conciencia por mi bajeza y se me suben los colores (durante muchos años enrojeceré de vergüenza sólo de pensar en ello). Aquellos seres grises de las literas inferiores son mis hermanos del Artículo 58-1-b, son prisioneros de guerra. ¿Acaso hace tanto tiempo que me juré a mí mismo que compartiría su suerte? Y ahora ya estoy metiéndolos bajo los catres. Cierto que no han salido en nuestra defensa ante los cofrades, pero ¿por qué debían defender nuestro tocino si nosotros tampoco lo hacíamos? Siendo prisioneros de guerra, ya han visto suficientes reyertas como para creer en las acciones nobles. Ellos no me han hecho ningún daño, pero yo a ellos sí.

Y así debemos darnos golpes una y otra vez, en el costado y en los morros, para convertirnos al fin aunque sea a fuerza de años, en personas... Para convertirnos en personas...

* * *

Y sin embargo, aunque pierda hasta la camisa, el novato necesita pasar por la prisión de tránsito. ¡Sin lugar a dudas! La prisión le permite ir acostumbrándose gradualmente al campo penitenciario. No habría corazón humano capaz de soportar un paso así de un solo golpe. No habría conciencia que pudiera orientarse tan de inmediato en este embrollo. Hay que meterse en ello poco a poco.

Además, la prisión de tránsito le brinda la ilusión de seguir en contacto con su familia. Desde aquí escribirá la primera carta a que tiene derecho. A veces para decir que no lo han fusilado, a veces para indicar adonde lo mandan, en todo caso son siempre las primeras y chocantes palabras que dirige a los suyos un hombre trillado ya por la investigación judicial. En casa le siguen recordando como era, pero él ya nunca volverá a ser el mismo. Es una certeza que de pronto estalla como un rayo en alguna de esas líneas retorcidas. Retorcidas porque por más que esté permitido enviar cartas desde una prisión de tránsito, por más que en el patio haya colgado un buzón, no hay quien consiga papel ni lápices, y mucho menos algo que sirva para sacar punta. De todos modos, siempre se podrá alisar un envoltorio de tabaco o de un paquete de azúcar, y en la celda alguien habrá que tenga un lápiz. Con esos garabatos indescifrables se escriben las líneas que han de traer la paz o el desasosiego a las familias.

Hay mujeres que tras recibir una de esas cartas pierden la cabeza y corren en pos de su marido hasta la prisión de tránsito, aunque jamás les concederán una entrevista y lo único que van a conseguir será traerle nuevas preocupaciones. Una de esas mujeres proporcionó, a mi entender, una idea para lo que habría de ser el monumento a todas las esposas. E incluso indicó el lugar para erigirlo.

Fue en la prisión de tránsito de Kúibyshev, en 1950. La prisión estaba en el fondo de un valle (desde el que, sin embargo, se divisaban las Puertas de Zhiguli del Volga), y sobre éste, cerrándolo por el este, se alzaba una alta y extensa colina cubierta de hierba. La colina estaba detrás de la zona y quedaba por encima de ésta, por lo cual, desde abajo, no podíamos ver por dónde podría acceder a la cima alguien que viniera desde fuera. Pocas veces podía verse a alguien en la colina, en ocasiones pastaban unas cabras o correteaban unos niños. Y de pronto, un día nuboso de verano apareció en la escarpada pendiente una mujer con ropas de ciudad. La mujer empezó a escudriñar nuestra zona desde arriba cubriéndose del sol con el hueco de la mano y girando despacio la cabeza. En aquel momento, tres populosas celdas estaban de paseo en varios patios. ¡Y entre aquellos tres densos centenares de hormigas sin rostro ella pretendía encontrar a su marido! ¿Esperaba quizá que se lo dijera el corazón? Seguramente le habían denegado la entrevista y había decidido trepar por aquella pendiente. Desde los patios, todos habían advertido su presencia y se pusieron a mirarla. Nosotros, en lo bajo del valle, no teníamos viento, pero arriba soplaba con fuerza. El viento levantaba y tiraba de su largo vestido, de su chaqueta y sus cabellos, ponía al descubierto todo el amor y la angustia que la invadían.

Creo que una estatua de aquella mujer, colocada precisamente allí, en la colina que domina la prisión de tránsito, de cara a las Puertas de Zhiguli como ella estaba, podría por lo menos explicar algo a nuestros nietos. [280] 56

Vete a saber por qué, estuvo ahí un buen rato sin que nadie la alejara, seguramente la guardia tendría pereza de trepar hasta allí. Luego subió un soldado, se puso a gritar y a agitar los brazos, y la obligó a marcharse.

Además, la prisión de tránsito brinda al preso una visión general, amplía sus horizontes. Como suele decirse, bien se está san Pedro en Roma, aunque no coma. En el movimiento incesante de este lugar, en ese ir y venir de decenas y centenares de individuos, en la franqueza de los relatos y de las conversaciones (en el campo ya no se habla tan abiertamente, todos temen caer en las garras del oper),tu mente se refresca, se airea, se aclaran tus ideas, empiezas a comprender mejor lo que está sucediendo, lo que ocurre con el pueblo y hasta en el mundo. Hasta puede que coincidas en la celda con algún personaje estrafalario dispuesto a contarte cosas que jamás habrías podido leer en ninguna parte.

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