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Además, ¡qué soberbios nos hemos vuelto desde entonces! Ahora que hemos conocido batallas de tanques y explosiones nucleares, ¿cómo va a parecernos una lucha que cuando echaron la llave en las celdas los presos ejercitaran su derecho a comunicarse dando golpecitos en la pared?, ¿que hablaran a gritos por las ventanas?, ¿que descolgaran mensajes de un piso a otro con un hilo, o que insistieran en que por lo menos el síndico de cada fracción política pudiera recorrer las celdas a su antojo? ¿Qué lucha puede parecernos que cuando entró en una celda el director de la Lubianka, la anarquista Anna G-va. (1926) o la socialista revolucionaria Katia Olítskaya (1931) se negaran a levantarse? (Y aquel salvaje inventó entonces este castigo: privarlas del derecho... a salir a la letrina.) ¿Qué lucha puede parecernos que dos muchachas, Shura y Vera (1925), para protestar contra una orden de la Lubianka —la de hablar sólo en voz baja, dirigida a aplastar la personalidad— se pusieran a cantar en voz alta en la celda (únicamente sobre las lilas en primavera) y que entonces el jefe de la prisión, el letón Dukes, las arrastrara por todo el pasillo hasta el retrete llevándolas del pelo? ¿O que en un vagón penitenciario (1924), procedente de Leningrado, los estudiantes se pusieran a cantar canciones revolucionarias y que por ello el policía de escolta les suprimiera el agua? ¿Y que ellos le gritaran: «¡Esto no lo habría hecho ni una escolta zarista!», y que el policía entonces los apaleara? ¿O que el socialista revolucionario Kozlov, en el traslado a Kem, llamara en voz alta verdugos a los de la escolta, y que por ello se lo llevaran a rastras y lo golpearan?

La verdad es que nos hemos acostumbrado a entender por valentía sólo la militar (bueno, y quizá la del que navega en una nave espacial); en todo caso, sólo la valentía que viene acompañada por un tintineo de condecoraciones. Pero hemos olvidado otra valentía, la cívica, ¡y es ésta y sólo ésta la que necesita nuestra sociedad! ¡Y cuánta falta nos hace!

En 1923, en la prisión de Viatka, el socialista revolucionario Struzhinski y sus compañeros (¿Cuántos eran? ¿Cómo se llamaban? ¿Por qué protestaban?) se parapetaron en su celda, rociaron de petróleo los colchones y se autoinmolaron, dentro de la mejor tradición de Schlisselburg, por no remontarnos más lejos. ¡Pero menudo alboroto se armaba entonces,cómo se conmocionaba la sociedad rusa por entero! Y ahora, en cambio, no supieron nada ni en Viatka, ni en Moscú; ni la Historia llegó a enterarse. ¡Y sin embargo, se trataba de carne humana, crepitando igual que antaño bajo las llamas!

En esto consistía la primera idea que dio lugar a Solovki: es un buen lugar todo aquel que permanece medio año aislado del mundo exterior. Desde aquí nadie te oirá gritar, y si quieres puedes hasta quemarte vivo. En 1923 trasladaron hasta ahí a presos socialistas de Pertominsk (península del Onega) y los repartieron por tres ermitas aisladas.

Por ejemplo, la ermita de San Sawa, que consistía en los dos edificios de la antigua hospedería de peregrinos y parte del lago que penetraba en la zona penitenciaria. Los primeros meses todo parecía normal: se observaba el régimen de los presos políticos, varios parientes habían conseguido entrevistas y las autoridades de la prisión tenían como únicos interlocutores a los tres síndicos electos de los partidos políticos. Además, el área de la ermita era una zona libre, dentro de ella los presos podían hablar, pensar y hacer lo que les pareciera.

Pero ya entonces, en los albores del Archipiélago, corrían graves e insistentes rumores (todavía no se les daba el nombre de «parasha» [243]): van a suprimir el régimen penitenciario de los políticos..., a los políticos los van a privar del régimen especial...

Y efectivamente, Eichmans, [244] 40jefe del campo de Solovki, esperó hasta mediados de diciembre, cuando quedaba interrumpida la navegación y todo contacto con el mundo exterior, para anunciar que se habían recibido nuevas instrucciones relativas al régimen penitenciario. ¡Naturalmente, no queda del todo suprimido, claro que no! Sólo se restringe el derecho a correspondencia y alguna cosilla más, pero el más duro golpe se deja sentir desde hoy mismo: a partir del 20 de diciembre de 1923 prescribe el derecho de entrar y salir libremente de los edificios a cualquier hora del día; desde ahora sólo estará permitido en horas diurnas, hasta las 6 de la tarde.

Los grupos políticos decidieron protestar y reclutaron voluntarios entre los socialistas revolucionarios y los anarquistas: el primer día de prohibición saldrían a pasear justo a las seis de la tarde. Pero Nogtiov, el jefe de campo en la ermita de San Sawa, estaba tan ansioso por darle al fusil, que antesde que dieran las seis (¿o quizás es que los relojes no andaban a la par? En aquel entonces no daban la hora oficial por la radio) los soldados de escolta entraron en la zona con sus fusiles y abrieron fuego contra los que, todavía legalmente, estaban paseando. Tres descargas. Seis muertos y tres heridos graves.

Al día siguiente se presentó Eichmans: había sido un triste malentendido. Nogtiov sería destituido (o sea, trasladado y ascendido). En el entierro de las víctimas el coro de reclusos elevó un cántico en el profundo silencio de Solovki:

Víctimas caídas en combate fatal... [245]

(¿No sería ésta la última vez que se permitía entonar esta solemne melodía por los compañeros recién caídos?) Sobre la tumba depositaron una gran piedra y grabaron en ella los nombres de los difuntos. [246] 41

No puede decirse que la prensa ocultara el acontecimiento. En Pravdahubo una nota en letra menuda: los presos habían atacadoa los guardianes y seis personas habían resultado muertas. En cambio, el honesto periódico Rote Fahnehabló de una revueltaen Solovki.

Entre los socialistas revolucionarios de la ermita de San Sawa estaba Yuri Podbelski, quien reunió los documentos forenses de la matanza de Solovki por si podía publicarlos algún día. Al cabo de un año, sin embargo, durante un registro en la prisión de tránsito de Sverdlovsk descubrieron el doble fondo de su maleta y se apoderaron de lo que había en el escondrijo. Otro tropiezo de la Historia rusa...

¡Pero habían logrado que se mantuviera el régimen especial! Y durante un año entero nadie volvió a hablar de cambiarlo.

Eso se refiere al año 1924. Pero cuando éste estaba tocando a su fin, de nuevo corrieron insistentes rumores de que en diciembre se disponían otra vez a implantar un nuevo régimen. El dragón volvía a tener hambre y exigía nuevas víctimas.

Y he aquí que los tres eremitorios donde estaban confinados los socialistas —San Sawa, la Trinidad y Muksalma— a pesar de hallarse dispersos en distintas islas, fueron capaces de ponerse de acuerdo a escondidas. El mismo día, las fracciones políticas de las tres ermitas hicieron llegar una declaración y un ultimátum a Moscú y a la administración de Solovki para que los sacaran a todos de allí antes de que quedara interrumpida la navegación, o que el régimen continuara sin cambios. El plazo del ultimátum era de dos semanas y en caso de negativa, las tres ermitas se declararían en huelga de hambre.

Semejante unidad hizo que se les escuchara. Un ultimátum como aquél no podía dejarse de tener en cuenta. Sin embargo, la víspera de cumplirse el plazo se presentó Eichmans en cada una de las ermitas e informó de que Moscú había rechazado las demandas. El día señalado empezó en las tres ermitas (que habían perdido ahora la posibilidad de comunicarse) una huelga de hambre (aunque no era un ayuno «en seco», pues agua sí bebían). En San Sawa secundaron la huelga alrededor de doscientos hombres, salvo los enfermos, a quienes dispensaron del ayuno. Uno de los presos, que era médico, visitaba cada día a los hombres en huelga. Siempre es más difícil la huelga de hambre colectiva que la individual, puesto que la primera debe regirse por los más débiles y no por los más fuertes. Una huelga de hambre sólo tiene sentido si existe una determinación implacable, si cada hombre conoce personalmente a los demás y está seguro de ellos. Dada la existencia de diversas fracciones políticas, y tratándose de varios centenares de hombres, las discordias eran inevitables, así como la carga moral de unos sobre otros. Después de quince días, en San Sawa hubo que proceder a una votación secreta para decidir si se continuaba la huelga o se desconvocaba (la urna fue pasando por las habitaciones).

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