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Y poco a poco, recuerda Figner, «ya no era el celador el que nos increpaba, sino nosotras a él». En 1902 uno de los vigilantes se negó a dar curso a una queja de Figner y ella ¡le atrancó los galones!¿Y cuáles fueron las consecuencias? Pues que vino un juez de instrucción militar y ¡pidió mil disculpasa Figner por la conducta del guardián!

¿A qué se debieron aquel ensanchamiento del asta, aquella suavización? Figner los atribuye en parte a la humanidad de algunos alcaides aislados, y en parte al hecho de que «los gendarmes se hicieron a los presos», de que se acostumbraron a ellos. En mucho se debió a la entereza de los presos, a su dignidad y su firme actitud. De todos modos, yo creo que estaba en el aire de aquellos tiempos, en aquella humedad y frescor general que disipaba los nubarrones de la tormenta, en aquella brisa de libertad que ya empezaba a soplar sobre la sociedad, ¡aquello dio el primer impulso! De no ser por esto, los lunes los habrían puesto a estudiar el Curso Breve junto con los gendarmes (bueno, aún no lo tenían) y les hubieran seguido apretando las clavijas, hubieran seguido tirando de la cuerda.

Y Vera Figner, por arrancarle los galones a un guardián, hubiera recibido, en lugar de la oportunidad de escribir sus memorias, nueve gramosde plomo en un sótano cualquiera.

Naturalmente, el sistema penitenciario zarista no se tambaleaba ni llegó a relajarse porque sí, sino debido a que toda la sociedad, solidaria con los revolucionarios, ponía su empeño en zarandearlo y ridiculizarlo. El zarismo perdió la cabeza no en los tiroteos callejeros de febrero de 1917, sino algunas décadas antes, cuando la juventud de las familias acomodadas empezó a tener por un honor haber estado en la cárcel, y cuando los oficiales del Ejército (y hasta los de la Guardia) comenzaron a considerar deshonroso estrechar la mano de un gendarme.

Y cuanto más se relajaba el sistema penitenciario, con más nitidez prevalecía la «ética de los presos políticos», y los militantes de los partidos revolucionarios tanto más claramente tomaban conciencia de su fuerza y la de sus propias leyes, no dictadas por el Estado.

Así entraba Rusia en el año Diecisiete, y con él a cuestas, en el Dieciocho. Y si aquí pasamos inmediatamente al año 1918 es porque el objeto de nuestro análisis no nos permite detenernos en 1917: a partir de marzo se quedaron vacías todas las cárceles políticas (y también las de los comunes), así como las de prisión preventiva, las de reclusión y los presidios. Resulta asombroso cómo pudieron sobrevivir los funcionarios de prisiones y presidios, seguramente tuvieron que llegar a fin de mes a base de patatas cultivadas en pequeños huertos. (A partir de 1918 las cosas les irían mejor, y en la prisión de Shpálernaya, en 1928, servían sus últimos años con el nuevo régimen, como si nada.)

A partir del último mes de 1917 empezó a verse claro que sin cárceles no se iba a ninguna parte, que ciertas personas no podían estar más que entre rejas (véase el capítulo II), sencillamente porque en la nueva sociedad no había lugar para ellas. Así se salvó el espacio mullido entre las astas y pudo empezar a palparse la segunda protuberancia.

Como es natural, de inmediato se pusieron a proclamar que no se repetirían nunca más los horrores de las cárceles zaristas, que no podría darse ninguna clase de «reeducación coercitiva», ni imposición de silencio, ni incomunicación, ni aislar a los reclusos en los paseos, ni hacerles marcar el paso en fila india, y ni siquiera mantener las celdas cerradas con llave, [241] 38o sea, reunios, estimados huéspedes, charlad cuanto queráis, quejaos unos a otros de los bolcheviques. Mientras, los esfuerzos de las nuevas autoridades penitenciarias se concentraban en mejorar la eficacia de la guardia en el perímetro exterior de las cárceles y en integrar en el nuevo sistema de prisiones los establecimientos zaristas que habían heredado (ésta era precisamente aquella partede la máquina estatal que no convenía destruir y reorganizar). Por fortuna, se descubrió que la guerra civil no había causado destrozos ni en las casas centrales ni en los ostrog—las penitenciarías— y que lo único que hacía falta era erradicar los nombres mancillados por el pasado. De modo que ahora los llamaban polítizoliatori(centros de aislamiento político), una denominación en la que se aunaban dos nociones: primero, el reconocimiento de los antiguos partidos revolucionarios como adversarios políticos, y segundo, que el confinamiento no tenía carácter punitivo, sino que se trataba simplemente de aislar (evidentemente, de manera provisional) a esos revolucionarios pasados de moda del avance de la nueva sociedad. Así pues, las bóvedas de las antiguas casas centrales volvieron a acoger a los socialistas revolucionarios, anarquistas y socialdemócratas (la de Súzdal parece que ya empezó a recibirlos durante la guerra civil).

Pero todos volvían a presidio conscientes de sus derechos de preso, que sabían defender según una antigua tradición ya puesta a prueba. Consideraban una legítima conquista (arrancada a los zares y confirmada por la Revolución): la ración especial de los políticos(que incluía medio paquete de cigarrillos al día); la posibilidad de encargar género en el mercado (requesón, leche); los paseos diarios sin limitaciones, y tantas horas como quisieran; el tratamiento de «usted» por parte de la guardia (en tanto que ellos no se levantaban a la entrada de las autoridades de la cárcel); que marido y mujer compartieran celda; poder tener consigo periódicos, revistas, libros, recado de escribir y objetos personales, incluso navaja y tijeras; poder enviar y recibir cartas tres veces al mes; una entrevista mensual; y, naturalmente, que nada tapara las ventanas (por entonces aún no habían inventado los «bozales»); ir con libertad de celda en celda; tener plantas y lilas en los patinillos de paseo; elegir libremente a los compañeros de paseo y poder arrojar saquitos de correspondencia de un patio a otro; y por último, que las embarazadas [242] 39pudieran abandonar la cárcel dos meses antes de salir de cuentas para ser enviadas al simple destierro.

Todo esto no era sino el antiguo régimen de los políticos.Sin embargo, nuestros presos de los años veinte recordaban algo aún más excelso: el autogobierno de los presos políticos, y en consecuencia la sensación de sentirse, aun en la cárcel, como parte de un todo, como miembros de una comunidad. El autogobierno (elección libre de un síndico responsable y portavoz ante la administración de los intereses de todos los presos) mitigaba la opresión que ejerce la cárcel en el individuo aislado, pues les permitía hacer causa común, y reforzaba cada protesta porque todos hablaban como un solo hombre.

¡Y se propusieron la tarea de defender todos estos derechos! ¡Y las autoridades penitenciarias se propusieron hacer lo posible por retirárselos! Y empezó una lucha silenciosa, un combate sin artillería, en el que sólo de vez en cuando sonaban disparos de fusil y el estrépito de cristales rotos, que como ya se sabe, no se oyen a más de medio kilómetro de distancia. Se había entablado una lucha queda por unos vestigios de libertad, por lo que pudiera haber quedado del derecho a opinión, y esta lucha duró casi veinte años, aunque jamás se editaron sobre ella grandes volúmenes repletos de ilustraciones. Y todos sus altibajos, las listas de victorias y derrotas, ahora casi nos son inaccesibles, pues ya sabemos que en el Archipiélago no existe la lengua escrita y que en él la muerte interrumpe la tradición oral. De vez en cuando, todo lo que nos llega es un retazo casual de aquella lucha, iluminado por un claro de luna, una luz indirecta que no ilumina lo bastante.

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