No eran pocos los indultos, y en muchos condenados crecía la esperanza. Pero Vlásov, que tenía en cuenta su causa en comparación con la de otros, y sobre todo su actitud ante el tribunal, creía que su caso era de los peores. Al fin y al cabo, a alguno tendrían que fusilar, y probablemente como mínimo a la mitad de los condenados. Así pues, contaba con que lo fusilarían y lo único a que aspiraba era a mantener la cabeza erguida cuando ocurriera. Habiendo recuperado y visto crecer ese arrojo propio de su carácter, resolvió que iba a mostrarse insolente hasta el final.
Y no tardó en presentarse la ocasión. Chinguli, jefe de la sección de instrucción del NKVD en Ivánovo, recorría un día la prisión cuando, no se sabe por qué (quizá porque gustaba de las emociones fuertes), ordenó que abrieran la puerta de la celda de Vlásov y se puso en el umbral. Tras hacer algunos comentarios, preguntó:
—¿Quién hay aquí del caso Kady?
Vestía una camisa de seda de manga corta, de las que acababan de aparecer por aquel entonces y a muchos todavía parecían femeninas. Además su persona, o quizás esa camisa, despedía un perfume dulzón que se esparcía por la celda.
Vlásov dio un ágil brinco, se puso en pie sobre la cama y gritó con estridencia:
—¡Fíjate, pero si tenemos aquí un auténtico oficial de colonias!¡Largo de aquí, asesino! —y desde lo alto, escupió con fuerza a la cara de Chinguli.
¡Y dio en el blanco!
Chinguli se limpió el salivazo y retrocedió; pues no podía entrar en aquella celda si no era acompañado de seis celadores, y aún en ese caso, no se sabe si tenía derecho a ello.
Los borregos prudentes no deben comportarse así. ¿Y si resulta que este Chinguli tiene tu expediente sobre la mesa y que de él precisamente depende dar el visto bueno a tu indulto? En realidad, no podía ser casual que hubiera preguntado si había alguien del caso Kady. Quizás hasta había venido para eso.
Sin embargo, llega un momento a partir del cual uno siente repugnancia y ya no desea seguir siendo un borrego prudente. En ese momento se ilumina la mente del borrego y éste comprende, como el resto de la especie, que todos están destinados a perder la carne y la lana, y que no es ya la vida lo que pueden ganar, sino sólo un aplazamiento. Entonces se sienten deseos de gritar: «¡Malditos seáis todos, disparad ya de una vez!».
Durante los cuarenta y un días que Vlásov estuvo aguardando la muerte, se apoderó de él cada vez con mayor fuerza este sentimiento de rabia. En la prisión de Ivánovo le propusieron dos veces que firmara un recurso de gracia y las dos veces se negó.
Pero cuando llegó el día número cuarenta y dos, lo llevaron a un box y le comunicaron que el Presidium del TsIK de la URSS conmutaba la medida suprema por veinte años de reclusión, a cumplir en campos de trabajo correccionales, seguidos de otros cinco de privación de derechos civiles.
Vlásov, lívido, sonrió con una mueca e incluso tuvo ánimos para responder:
—Qué raro. Me condenaron porque no creía en la victoria del socialismo en un solo país. Pero parece que tampoco confía en ello Kalinin, si es que piensa que dentro de veinte años aún precisaremos de campos penitenciarios.
Entonces veinte años parecían una eternidad. Lo curioso es que iba a haber necesidad de ellos aún pasados cuarenta.
12. Tiurzak [237] 35
¡Ay, qué buena palabra rusa esa de ostrog(penal),* y qué recia! ¡Qué bien construida! Parece hacernos sentir la misma solidez de esos muros, de los que no hay modo de escapar. Son seis letras que lo reúnen todo: el rigor (strógost),el arpón (ostrogá),la púa (ostrotá)—como las púas del erizo cuando se te clavan en los morros, como la ventisca que azota tu rostro aterido y te echa la nieve en los ojos, como las estacas puntiagudas que delimitan el perímetro del campo, y, una vez más, como el alambre de espino— y tampoco anda lejos la precaución (os-torozhnost)—la de los presos—, ¿y por qué no el asta (rog)?¡El cuerno inhiesto, prominente, que apunta en nuestra dirección!
Cuando contemplamos en conjunto los usos y costumbres del penal ruso, la vida de esta institución durante los últimos noventa años, pongamos por caso, no vemos un asta, sino dos: los de «Naródnaya Volia», los populistas, estrenaron el asta por la punta, por la parte que se clava, ahí donde el golpe resulta más punzante, aunque lo recibas en el esternón; luego todos los contornos fueron redondeándose, suavizándose hasta que sólo quedó una base roma; aquello ya no parecía un asta ni mucho menos, era más bien un espacio abierto y velludo (estamos a principios del siglo XX). Pero bien pronto (a partir de 1917) empiezan a insinuarse las aristas de un segundo hueso. La nueva asta se deja adivinar cuando palpamos por la abertura, cada vez que oímos «¡No está permitido!», [238]y empieza a crecer, se estrecha y se afila hasta que se convierte en cuerno, para clavarse de nuevo, en 1938, en esta cavidad situada encima de la clavícula, en la base del cuello: ¡Tiurzak! Y desde entonces, una vez al año, suena un bordón en la noche, como si una campana tañera desde su lejana atalaya: ¡TON-N-N!... [239] 36
Si completamos esta parábola valiéndonos de las vivencias de un recluso de Schlisselburg (El trabajo grabado,de Vera Fig-ner), al principio sentiremos pavor: al preso le asignaban un número y nadie se dirigía a él por su apellido; los gendarmes parecían adiestrados en la Lubianka: no soltaban palabra; si el preso se atrevía a murmurar: «nosotros...», le respondían: «¡Hable sólo en propio nombre!». El silencio, sepulcral. La celda, en perpetua penumbra; los cristales, esmerilados; el suelo, asfaltado. El postigo de la ventana se abría cuarenta minutos al día. Para comer, sopa de coles sin carne, y kasha.En la biblioteca, las obras científicas están excluidas de préstamo. Dos años seguidos sin ver un alma. Hasta cumplidos tres años de condena no daban hojas de papel, y aun entonces, numeradas.
Más tarde, el asta va perdiendo punta poco a poco y se ensancha: aparece el pan blanco, té con azúcar por raciones; y si había dinero se podía comprar algo más; tampoco fumar estaba prohibido; se colocaron cristales transparentes; el cuarterón de la ventana puede estar abierto continuamente, las paredes pintadas de colores más claros; y de pronto también libros, que podían retirarse de las bibliotecas de San Petersburgo mediante suscripción; los huertos estaban separados por verjas, de modo que los reclusos podían charlar entre sí, e incluso dar o escuchar conferencias. A estas alturas los presos comenzaban a exigir: ¡Dadnos más tierra, más! Y se parcelaron dos espaciosos patios para dedicarlos al cultivo. ¡Pronto tuvieron cuatrocientas cincuenta variedades de flores y hortalizas! Y hubo quien hasta empezó colecciones científicas. Se montó un taller de carpintería, de herrería, se ganaba dinero, se compraban libros, incluso sobre política, [240] 37y se recibían revistas del extranjero. Y podían mantener correspondencia con los familiares. ¿Y qué hay del paseo? Pues tanto como les apeteciera, como si querían estarse todo el día.