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Vlásov fue a parar a la celda n° 61. Era una celda individual de cinco metros de largo, de un ancho apenas superior a un metro. Había dos camastros de hierro firmemente sujetos al suelo mediante una gruesa barra de hierro, y en cada cama yacían dos condenados, pies con cabeza. Otros catorce estaban tendidos de través sobre el suelo de cemento.

¡Dejaban a cada uno menos de una arshina* cuadrada para esperar la muerte! Aunque se sabe desde hace tiempo que hasta un difunto tiene derecho a tres arshinasde tierra, y a Chéjov aún le parecía poco...

Vlásov preguntó si le fusilaban a uno enseguida. «Pues ya lo ves, nosotros llevamos tiempo aquí y todavía seguimos con vida...»

Y empezó la espera, que ya conocemos bien: nadie duerme en toda la noche, sumidos en la más completa postración, esperan que vengan a buscarlos, escuchan con atención los murmullos del pasillo (la larga espera debilita la capacidad de la persona para resistirse). Las noches más agitadas eran aquellas en que de día le había llegado el indulto a alguien: el indultado se había marchado dando gritos de alegría, pero entre quienes quedaban en la celda se había extendido el miedo, pues junto con el indulto habría llegado también de las alturas alguna petición desestimada, y esa noche vendrían por alguien...

A veces de noche rechinan las cerraduras y se encogen los corazones —¿Vendrán por mí? ¡No, no soy yo!—, y no es más que el celador que ha decidido abrir la primera puerta, la de madera, por cualquier tontería: «¡Retiren todo eso del alféizar de la ventana!». Quién sabe si los catorce envejecían un año de golpe cada vez que les abrían así la puerta. ¡Quizá si la abrieran unas cincuenta veces hasta podrían ahorrarse la bala! Y sin embargo, ¡qué agradecidos quedaban de que fuera tan sólo un susto!: «¡Ahora mismo lo quitamos, ciudadano jefe!». [235]

Hechas las necesidades de la mañana, dormían ya liberados del temor. Luego el celador les entraba una jofaina de sopa aguada y les decía: «¡Buenos días!». Las ordenanzas establecían que la segunda puerta, la enrejada, sólo podía abrirse en presencia del oficial de guardia. Pero, ya se sabe, el ser humano es mejor y más perezoso que cualquier norma o reglamento, y el celador entraba cada mañana en la celda sin el oficial, y de un modo totalmente humano, no, más que esto, ¡más que simplemente humano!, les dirigía un «¡Buenos días!».

¡Para quién en este mundo podía ser el día mejor que para estos hombres! Agradecidos por el calor de aquella voz y el calor del sopicaldo, dormían hasta mediodía. (¡No comían más que por la mañana! Al despertar en pleno día, muchos ya no eran capaces de comer. Algunos recibían paquetes —a veces los parientes sabían que los habían condenado a muerte, pero a veces no—, y estos paquetes pasaban a ser un bien común, aunque acababan echándose a perder en la humedad de la celda.)

Pasado el mediodía, había aún cierta animación en la celda. Venía el jefe de bloque —el sombrío Tarakánov o el amable Makárov— y les ofrecía papel para instancias, les preguntaba si querían —el que tuviera dinero— encargar tabaco del economato. Uno no sabía si tomar esas preguntas por demasiado sarcásticas o por excesivamente humanas: ¿o es que querían aparentar que no eran condenados a muerte?

Los condenados arrancaban el fondo de las cajas de cerillas, les pintaban puntos y jugaban al dominó. Vlásov se desahogaba contando historias de la cooperativa, que siempre resultaban de lo más cómico. (Son relatos que valen la pena y merecen ser expuestos aparte.) Yákov Petróvich Kolpakov, presidente del Comité Ejecutivo del distrito de Súdogda, que se había hecho bolchevique en el frente, en la primavera de 1917, se pasaba sentado decenas de días sin cambiar de posición, la cabeza recogida entre las manos, los codos sobre las rodillas y siempre mirando hacia el mismo punto de la pared. (¡Seguro que recordaba la primavera de 1917 como un tiempo alegre y fácil! Pero a algunos —a los oficiales— también los mataban entonces.) Le irritaba la verborrea de Vlásov: «Pero ¿cómo puedes...?». «¿Y tú qué, te estás preparando para ir al Cielo?», le espetaba Vlásov, con su acento del norte, pronunciando las «o» muy abiertas hasta cuando hablaba rápido. «No tengo pensada más que una cosa, y es decirle al verdugo: ¡Tú solo! Ni los jueces ni los fiscales. Tú solo eres culpable de mi muerte. ¡Y ahora intenta vivir con este peso sobre tu conciencia! ¡De no ser por vosotros, los verdugos voluntarios, no habría sentencias de muerte! ¡Y después que me mate, el canalla!»

Kolpakov fue fusilado. También lo fue Konstantín Serguéyevich Arkádiev, ex responsable agrario en el distrito de Alexandrov (región de Vladímir). En la despedida de este hombre hubo algo que les resultó especialmente duro. En mitad de la noche vinieron por él seis carceleros, le metieron prisa sin andarse con monsergas, mientras que él, un hombre afable y bien educado, manoseaba su gorra, dándole vueltas para demorar el momento de salir, de dejar a las últimas personas que vería en este mundo. Cuando pronunció el último «adiós», casi había perdido por completo la voz.

En el primer momento, cuando señalan a la víctima, los demás respiran aliviados («¡no soy yo!»), pero tan pronto como se han llevado al condenado, apenas pueden sentirse mejor que él. Durante todo el día siguiente, los que quedan no sentirán deseos de hablar ni de comer.

Gueraska, [236]el mozo que había hecho destrozos en el soviet rural, era el único que no había perdido su apetito y sueño abundantes; como buen campesino había sabido adaptarse hasta a un lugar como aquél. Daba la impresión de que no acababa de creerse que fueran a fusilarlo. (Y no se equivocaba: le conmutaron la pena por diez años.)

Otros, en cambio, encanecían en dos o tres días, ante los ojos de sus compañeros de celda.

Cuando uno espera la muerte durante tanto tiempo, acaba por crecerle el cabello, y por esta razón a los de la celda los llevan a cortarles el pelo y a tomar un baño. Hasta en la cárcel la vida sigue su curso, nada sabe de sentencias.

Si alguno dejaba de hablar de manera coherente o perdía la facultad de comprender, permanecía, a pesar de todo, en esa misma celda común esperando su suerte. Y al que se volvía loco en la celda de los condenados, loco lo fusilaban.

No fueron pocos los indultos. Precisamente en aquel otoño de 1937 se implantaron por primera vez desde la Revolución las penas de quince y veinticinco años, que en muchos casos reemplazaron a las ejecuciones. También conmutaban a diez años, e incluso a cinco.En el país de las maravillas también son posibles tales prodigios: anoche merecías la pena capital, pero hoy por la mañana te cae una sentencia de juguete; y como ahora eres un delincuente menor, cuando llegues al campo penitenciario tienes muchas posibilidades de quedar dispensado de escolta.

Había en la celda de Vlásov un tal V.N. Jomenko, de sesenta años, antiguo capitán del ejército cosaco y natural del Kubán. Era «el alma de la celda», si es que una celda de condenados a muerte puede tener alma: gastaba bromas, siempre con una sonrisa bajo sus bigotes, y no dejaba traslucir su amargura. Como tras la guerra ruso-japonesa lo declararon inútil para el servicio, se especializó en la cría de caballos. Más tarde trabajó para el consejo del zemstvo de la gubernia, y en los años treinta estaba empleado en la administración agraria de la región de Ivánovo como «inspector del fondo caballar del Ejército Rojo», es decir, en cierto modo debía procurar que los mejores caballos fueran reservados al Ejército. Lo habían encerrado y condenado a muerte porque había recomendado, con ánimo empecedor, que se castrara a los potros menores de tres años, con lo que «socavaba el potencial militar del Ejército Rojo». Jomenko envió un recurso de casación, pero pasados cincuenta y cinco días el jefe de bloque vino para decirle que no lo había dirigido a la instancia competente. Allí mismo, apoyándose en la pared, con un lápiz que le prestó el jefe de bloque, Jomenko tachó el nombre del organismo y anotó en su lugar el otro, como si se tratara de solicitar un paquete de cigarrillos del economato. Rectificada de tal guisa, la instancia siguió su curso otros sesenta días, de modo que Jomenko llevaba ya cuatro meses esperando la muerte. (Pero aunque hubiera tenido que esperar un año o dos, ¿acaso no aguardamos también todos nosotros durante años la venida de la guadaña? ¿No es nuestro mundo una celda de condenados a muerte?) Y al final, ¡fue plenamente rehabilitado!(En el tiempo transcurrido, Voroshílov había dispuesto que se castrara a los potros de menos de tres años.) ¡Hoy latigazos, y mañana agasajos!

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