—Estoy dispuesto a contestar a todo ante el tribunal si usted, fiscal Karásik, baja del estrado, ¡y viene a sentarse junto a mi!
Confusión general. Ruido, alboroto. Que pongan orden en la sala, ¿pero dónde se ha visto?
Tras hacerse con el uso de la palabra gracias a este arranque, Vlásov explica ahora de buen grado:
—La prohibición de vender harina y cocer pan llegaron por imposición de la Presidencia del Comité Ejecutivo regional, presidencia de la cual es miembro de número el fiscal regional Karásik. Si esto era un acto de empecimiento, ¿por qué como fiscal no hizo uso de su veto? Por lo tanto, ¿no actuó usted como elemento empecedor antes que yo?
El fiscal se atragantó, el golpe había sido ágil y certero. Tampoco sabían qué decir los jueces. Uno de ellos balbucea:
—Si es preciso (?) juzgaremos también al fiscal. Pero hoy lo estamos juzgando a usted.
(Dos raseros distintos. ¡Todo depende del rango!)
—¡Entonces exijo que se le obligue a abandonar el estrado! —lanza de nuevo una puya el indómito Vlásov.
Se anuncia un receso...
¿Qué valor educativo podía tener un juicio semejante para las masas?
Pero ellos seguían en sus trece. Después de tomar declaración a los acusados empezaron con los testigos. El contable N.
—¿Qué sabe usted de las actividades empecedoras llevadas a cabo por Vlásov?
—Nada.
—¿Cómo es posible?
—Yo estaba en la habitación de los testigos y no he podido oír lo que se ha hablado aquí.
—¡Ni falta que hacía que oyese usted nada! Por sus manos han pasado muchos documentos, no es posible que no estuviera al corriente.
—Todos los documentos estaban en orden.
—Aquí tenemos un fajo de ejemplares del periódico del distrito. Hasta en ellos se habla de las actividades empecedoras de Vlásov. ¿Y dice usted que no sabe nada?
—¡Pregúntele entonces a quienes escribieron esos artículos!
La encargada de la panadería.
—Dígame, ¿dispone de pan suficiente el régimen soviético?
(¡Caramba! ¿Qué le vas a responder? ¿Quién se atrevería a contestar: nunca me he puesto a contarlo?)
—Sí, mucho...
—¿Y entonces por qué hay colas en su panadería?
—Lo ignoro...
—¿De quién depende que las haya o no?
—Lo ignoro...
—¿Cómo que lo ignora? ¿Quién era su jefe?
—Vasili Grigórievich.
—¡Qué Vasili Grigórievich ni qué ocho cuartos! ¡Era el acusado Vlásov! Por lo tanto, dependía de él.
La testigo guarda silencio.
El presidente dicta al secretario: «Respuesta: Como consecuencia de las actividades empecedoras de Vlásov se formaban colas ante la panadería pese a las enormes reservas de cereales de que dispone el régimen soviético».
Sobreponiéndose a su temor, el fiscal pronunció un largo y airado discurso. Por su parte, el defensor se dedicó más que nada a defenderse a sí mismo, abundando en que los intereses de la patria le eran tan caros como pudieran serlo para cualquier otro ciudadano de pro.
En sus palabras finales Smirnov no suplicó ni se arrepintió de nada. Por lo que hoy sabemos de él, era un hombre demasiado íntegro y firme, por eso no podía acabar el año 1937 con la cabeza intacta.
Cuando Saburov pidió que le perdonaran la vida «no para mí, sino por mis hijos de corta edad», Vlásov le tiró de la chaqueta indignado: «¡No seas imbécil!».
Y Vlásov no desaprovechó su última oportunidad de lanzar un desafío:
—No os tengo por un tribunal, sino por unos comediantes que representan el vodevil de un juicio según los papeles que os han escrito. Sois los ejecutores de una repugnante provocación del NKVD. No importa lo que yo diga: me condenaréis a muerte. ¡Pero de una cosa estoy seguro: ha de llegar el día en que ocupéis nuestro lugar! [225] 27
El tribunal estuvo redactando la sentencia desde las siete de la tarde hasta la una de la madrugada. En la sala del club ardían los quinqués, los acusados permanecían sentados bajo la custodia de los sables, el pueblo zumbaba y no abandonaba el edificio.
Si larga fue la redacción de la sentencia, larga fue también su lectura, recargada con el fárrago de toda clase de fantásticas acciones, relaciones y proyectos perniciosos. Smirnov, Univer, Sabúrov y Vlásov fueron condenados al paredón, otros dos a diez años, y uno a ocho años. Además, las conclusiones del tribunal permitían desenmascarar en Kady a una organización saboteadora infiltrada en el Komsomol (los arrestos tardaron bien poco: ¿recuerdan al joven encargado de almacén?), y en Ivánovo conducían hasta un centro de organizaciones clandestinas que a su vez, cómo no, estaba subordinado a Moscú (ya estaban cavándole a Bujarin bajo los pies).
Después de las solemnes palabras: «¡A muerte!», el juez hizo una pausa en espera de aplausos, pero en la sala reinaba una tensión tan sombría (se oían los suspiros y el llanto de gente ajena a los condenados, así como los gritos y desvanecimientos de los allegados) que no hubo aplausos ni siquiera en los dos primeros bancos, ocupados por militantes del partido. Y eso sí que era una verdadera vergüenza. «¡Ay, Señor! ¿Pero qué estáis haciendo?», le gritaban a los jueces desde la sala. La esposa de Univer lloraba desconsoladamente. Se produjo un revuelo entre la multitud, en la penumbra de la sala. Vlásov increpó a los de los bancos de delante:
—¿Y vosotros, por qué no aplaudís, canallas? ¡Comunistas!
El comisario político del pelotón de alguaciles se le acercó al instante y le aplastó la boca de la pistola contra la cara. Vlásov intentó hacerse con el arma, acudió corriendo un policía y separó violentamente a su comisario político, que acababa de cometer un error. El jefe de la escolta ordenó: «¡A sus armas!», y las treinta carabinas de la policía de escolta, así como las pistolas de los miembros del NKVD del lugar, apuntaron hacia los condenados y la multitud (hasta tal punto parecía que iban a echárseles encima para liberar a los reos).
Sólo unos pocos quinqués de petróleo alumbraban la sala, y la penumbra añadía aún más confusión general y temor. Definitivamente persuadida —si no por el proceso, sí por las carabinas que la estaban apuntando— la muchedumbre, apretujándose y presa del pánico, se precipitó hacia la calle por puertas y ventanas. Crujió el piso de madera, tintinearon los cristales. La esposa de Univer, a punto de morir pisoteada, permaneció hasta la mañana siguiente tendida sin conocimiento bajo las sillas.
Así que no hubo aplausos...