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Quisiera ahora dedicar una pequeña nota a la niña de ocho años Zoya Vlásova. Amaba a su padre con locura. No pudo seguir yendo a la escuela (la pinchaban: «¡Tu padre es un empecedor!», pero ella les hacía frente: «¡Mi papá es bueno!»). Después del juicio ya sólo vivió un año (nunca antes había estado enferma), y en este año no rió una sola vez,siempre andaba cabizbaja y las ancianas predecían: «anda mirando a la tierra, pronto morirá». Murió de meningitis, y en su agonía no cesaba de gritar: «¿Dónde está mi papá? ¡Devolvedme a mi papá!».

Cuando contamos los millones que murieron en los campos de reclusión, siempre olvidamos multiplicar por dos o por tres...

A los condenados no sólo no podían fusilarlos acto seguido, sino que ahora era preciso vigilarlos con más celo aún, puesto que ya nada tenían que perder. Para el cumplimiento de la sentencia debían ser escoltados hasta la capital de la región.

La primera tarea —la de conducirlos de noche al NKVD por la calle— la organizaron de la manera siguiente: cada reo iba acompañado por cinco hombres. Uno llevaba un farol. Otro iba delante pistola en mano. Dos llevaban del brazo al condenado a muerte y sostenían sendas pistolas en la mano libre. El quinto iba detrás apuntando al condenado por la espalda.

El resto de los policías estaba distribuido uniformemente a lo largo del camino para impedir cualquier asalto de la multitud.

Visto este caso, cualquier persona sensata convendrá que, si el NKVD hubiera tenido que malgastar su tiempo con juicios públicos, nunca habría podido cumplir su alto cometido.

Precisamente por esto, los procesos políticos públicos jamás llegaron a cuajar en nuestro país.

11. La medida suprema

En Rusia la historia de la pena de muerte describe sinuosos altibajos. Si el Código de Alexéi Mijáilovich preveía la pena de muerte en cincuenta casos, en las Ordenanzas Castrenses de Pedro I éstos llegaban ya a doscientos artículos. Por su parte, la emperatriz Isabel, aunque no llegó a abolir dichos artículos, no los aplicó una sola vez: cuentan que al subir al trono hizo voto de no ejecutar a nadie, y lo mantuvo en los veinte años que duró su reinado. ¡Y no tuvo necesidad de recurrir al cadalso, a pesar de la guerra de los siete años! Es un ejemplo digno de asombro, teniendo en cuenta que ello ocurría a mediados del siglo XVIII, cincuenta años antes de la guillotina de los jacobinos. Ciertamente, siempre nos las hemos sabido ingeniar para ridiculizar nuestro pasado; nos negamos a reconocer que pueda haber buenos actos o intenciones en nuestra historia. Y así, tampoco es difícil encontrar razones para poner a Isabel de vuelta y media, ya que sustituyó la pena de muerte por el chasquido del látigo, los desnarigamientos, las marcas corporales a fuego con la palabra «ladrón» y los destierros perpetuos a Siberia. Sin embargo, digamos en descargo de la emperatriz: ¿Cómo podría haber ido más lejos sin contravenir las ideas establecidas? Hoy día, quizá prefiriera de buena gana el condenado a muerte, con tal de seguir viendo el sol, todo este complejo de suplicios que nosotros, por humanidad, no le ofrecemos. Tal vez, a medida que se adentra en este libro, el lector se incline a pensar que veinte y hasta diez años en nuestros campos penitenciarios son más rigurosos que los castigos de Isabel.

Con arreglo a nuestra terminología actual, debiéramos decir que Isabel se había atenido a un punto de vista universal, mientras que Catalina II siguió unos planteamientos de clase (y por consiguiente, más justos). No podía prescindir de la pena capital, porque ello le hubiera hecho sentirse inquieta y desprotegida. Y de este modo admitía la pena de muerte como algo plenamente justificado siempre que se tratara de defender a su persona, su trono y su régimen, es decir: para penar delitos políticos (Mirovich, la revuelta de la peste* en Moscú, Pugachov). En cuanto a los delincuentes comunes, ¿por qué no darla por abolida?

Durante el reinado de Pablo I se confirmó la abolición de la pena de muerte. (Y no es que faltaran guerras, pero los regimientos carecían de tribunales militares.) En cuanto al largo reinado de Alejandro I, la pena máxima se aplicó sólo para crímenes cometidos por militares en campaña (1812). (Y aquí habrá quién objete: ¿Y los azotes con baquetas, que acababan necesariamente con la muerte? Nada podemos decir, hubo, es cierto, muertes anónimas, ¡pero es que para matar a un hombre puede bastar una asamblea sindical! Y pese a todo, durante medio siglo, desde Pugachov hasta los decembristas, ni siquiera los reos de Estado tuvieron que entregar su alma a Dios como resultado de una votación entre jueces.)

Desde que fueron ahorcados los cinco decembristas, en nuestro país la pena de muerte por crímenes de Estado nunca más fue abolida. Al contrario, quedó refrendada en los códigos de 1845 y 1904, y completada con los códigos castrenses de Infantería y de Marina. Sin embargo, sí fue abolida para todos los crímenes que competieran a los tribunales ordinarios.

¿Y cuántos fueron ajusticiados en Rusia durante este periodo? Ya hemos presentado (capítulo VIII) los cálculos de los liberales en los años 1905-1907: 894 ejecuciones en ochenta años, es decir, unas once personas al año por término medio. Añadiremos ahora las cifras más rigurosas de N.S. Tagantsev, especialista en derecho penal ruso. [226] 28Hasta 1905, la pena de muerte en Rusia era una medida de excepción. En los treinta años que van de 1876 a 1905 (la época de «Naródnaya Volia», de actos terroristas reales, y no de intencionesmanifestadas en la cocina de un apartamento comunal; tiempos de huelgas masivas y revueltas campesinas; tiempos en los que se fundaron y consolidaron todos los partidos de la futura revolución) fueron ejecutadas 486 personas, es decir, unas 17 personas por año en todo el país (incluidos presos comunes). [227] 29El número de ejecuciones se disparó en los años de la primera revolución y su aplastamiento, lo cual impresionó la imaginación de los rusos, provocó las lágrimas de Tolstói, la indignación de Korolenko y de muchos y muchos más: de 1905 a 1908 fueron ejecutadas unas 2200 personas. (¡Cuarenta y cinco personas por mes!) Pero las ejecutaron fundamentalmente por terrorismo, asesinato o bandolerismo. Aquello fue una epidemia de ejecuciones,en palabras de Tagántsev (pero cesó de inmediato).

Produce extrañeza leer que en 1906, cuando se implantaron los tribunales militares de campaña, uno de los problemas más complejos fuera el siguiente: ¿Quién debía llevar a efecto las ejecuciones? (Se exigía que fuera dentro de las veinticuatro horas siguientes a la sentencia.) Si se encargaba el fusilamiento a la tropa, esto producía una desfavorable impresión entre los hombres. Y a menudo era imposible encontrar verdugos voluntarios. Las mentes precomunistas no habían descubierto que basta un solo verdugo disparando en la nuca para matar a tantos como haga falta.

El Gobierno Provisional, al hacerse cargo del poder, abolió la pena de muerte del todo. Pero en julio de 1917 la restableció —en el ámbito del Ejército en activo y en las zonas del frente— para delitos cometidos por militares: asesinato, violación, bandolerismo y pillaje (crímenes que abundaban mucho, entonces, en aquellas regiones). Fue una de las medidas más impopulares y llevó a la perdición al Gobierno Provisional. Una de las consignas de los bolcheviques en el golpe de Estado fue: «¡Abajo la pena de muerte restablecida por Kerenski!».

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