Литмир - Электронная Библиотека
A
A

El padre de Demon (y, pronto, el propio Demon), y Lord Erminin, y un tal Mr. Ritcov, y el conde Peter de Prey, y Mire de Mire Esq., y el barón Azzuroscuro, fueron miembros del primer Consejo del Venus Club. Pero eran las visitas del señor Ritcov, hombre obeso, tímido y de gruesa nariz, las que más excitaban a las chicas y poblaban los alrededores de una multitud de policías concienzudamente disfrazados de jardineros, mozos de cuadra, caballos, atléticas lecheras, estatuas nuevas, borrachos viejos, etc., mientras Su Majestad, empotrado en una butaca especialmente ideada para alojar sus nalgas y sus fantasías, se divertía con tal o cual amable subdito femenino de su reino, blanca, negra o color chocolate.

El primer floramor en el que yo penetré al convertirme en miembro del Club (o sea, poco antes del segundo verano que pasé junto a mi Ada, bajo los árboles de Ardis), es hoy, tras muchas vicisitudes, la encantadora casa de campo de un profesor de Chose, a quien yo respeto, y de su no menos encantadora familia (esposa encantadora, y encantador frío de jovencitas de doce años, Ala, Lola y Lalage, especialmente Lalage), de modo que no puedo permitirme revelar su nombre, por más que mi querida lectora sostiene que ya lo he hecho anteriormente.

Yo frecuentaba los lupanares desde la edad de dieciséis años. Sin carretera sin terminar, prohibida al tráfico, y sus gruñidos y esfuerzos embargo, aunque algunos de Ios mejores, sobre todo en Francia e Irlanda, mereciesen las tres estrellas rojas de la guía Nugg, ninguno me había permitido adivinar el lujo y la molicie de mi primera Villa Venus. Tres squawsegipcias, escrupulosas observantes de la regla del perfil (largos ojos de ébano, nariz respingona, cabellera negra con mechones trenzados, túnica de faraón color de miel, delgados brazos ambarinos, brazaletes esclava, pendientes en forma de gran anillo biseccionados por las trenzas, cinta de cabeza a la iroquesa y babero decorativo), amorosamente tomadas por Eric Veen de la reproducción de un fresco de Tebas impreso en Alemania ( Künstlerpostkarten.° 6.034, precisa el cínico doctor Lagosse), se encargaron de prepararme —mediante lo que un Eric sediento llamaba «exquisitas manipulaciones de ciertos nervios cuya posición y cuyas propiedades no son conocidas más que por algunos sexólogos antiguos», acompañadas por la no menos exquisita aplicación de ungüentos vagamente mencionados en el pornolorede las Orientalia de Eric —para recibir a una joven virgen asustada, descendiente de un rey de Irlanda (según supo Eric, en su último sueño en Ex, Suiza, de labios de un maestro de ceremonias más fúnebres que fornicatorias).

Los preparativos se desarrollaban con un ritmo tan sostenido, tan insoportablemente delicioso, que Eric, muriendo en su sueño, y Van, palpitante de vida obscena en un lecho rococó (tres leguas al sur de Bedford), no llegaban a comprender cómo aquellas tres bellezas, que súbitamente estuvieron despojadas de sus atavíos (bien conocido proceso erótico), se las podían arreglar para prolongar un preludio que le mantenía a uno suspendido tan peligrosamente, y durante tanto tiempo, en el límite extremo del desenlace. Estaba tendido sobre la espalda y me sentía dos veces más voluminoso de lo que nunca había sido (tontería senil, según la ciencia), cuando seis dulces manos trataron de empalar a la jovencita, a la temblorosa Adada, en el temible instrumento. Una estúpida compasión (sentimiento que experimento pocas veces) hizo que mi deseo se debilitase, y dije que se llevasen a la niña a un festín de tarta de melocotones y crema. Las egipcias parecieron desconcertadas, pero pronto se recuperaron. ntonces convoqué a las veinte musas de la casa (comprendida la niña de labios azucarados y mentón reluciente) y les rogué que compareciesen ante mi presencia resucitada. Tras minuciosos exámenes y luego de haber alabado muchas caderas y muchos cuellos, acabé por elegir una Gretchen dorada, una andaluza pálida y una belleza negra de Nueva Orleáns. Las sirvientes saltaron sobre ellas como leopardos, las perfumaron con un celo no exento de lesbianismo y dejaron a las tres gracias entre mis manos. Parecían algo melancólicas. La toalla que me dieron para secar el sudor que me chorreaba por la cara y me quemaba los ojos podía haber estado más limpia. Elevé la voz e hice que abriesen de par en par las renuentes contraventanas. Un camión había quedado atascado en el fango de una carretera sin terminar, prohibida al tráfico, y sus gruñidos y esfuerzos disiparon la curiosa morosidad que se había apoderado de nosotros. Sólo una de las chicas llegó a tocarme el corazón, pero las poseí a las tres sin piedad y sin prisa, «cambiando de montura a mitad de carrera» (según el consejo de Eric), antes de acabar, cada vez, en el torno de la ardiente ardilluza, la cual me dijo, cuando nos separamos tras el último espasmo (aunque el reglamento prohibiese la charla no erótica), que su padre había construido la piscina de la propiedad del primo de Demon Veen.

Todo había terminado ya. El camión se había marchado o se había hundido. Eric no era más que un esqueleto en el rincón más caro del cementerio de Ex («pero bueno, todos los cementerios son de «ex-», había dicho un jovial pastor protestante), entre un alpinista anónimo y mi doble nacido muerto.

Cherry, el único muchachito de otro floramor (americano), era un pequeño salopiano de once o doce años y aspecto simpático, con bucles de bronce, ojos soñadores y pómulos de elfo. Dos cortesanas excepcionalmente libertinas animaron a Van a probarle. Desgraciadamente, los esfuerzos conjugados de ambas no consiguieron excitar al gentil sodomita, agotado por otros asaltos demasiado recientes. Sus nalgas de muchachita estaban lamentablemente desfiguradas por multicolores arañazos de garras bestiales y por violentos pellizcos. Pero, lo que era mucho peor aún, el pequeño no podía disimular poco apetitosos síntomas disentéricos que untaban el astil de su amante con sabré y mostaza (¡sin duda había comido demasiadas manzanas verdes!). En tales condiciones, había que destruirle... o que dejarle.

Hablando en términos generales, hubo que poner fin al uso de muchachitos. Un célebre floramor francés perdió irremisiblemente su antiguo esplendor el día que el conde de Langburn descubrió a su hijo raptado, cuando le estaba examinando un veterinario, al que el viejo conde mató por error de un balazo de pistola.

En 1905 el prestigio de Villa Venus recibió otro golpe bajo. El personaje a quien hemos llamado Ritcov, o Vrotic, se había visto obligado, por razones de edad, a renunciar a su patronazgo. No obstante, un día reapareció de improviso, tan gallardo como la proverbial Giralda. Durante toda la noche, la tropa entera de su floramor favorito (cerca de Bath) trabajó en él sin resultados. Finalmente, un irónico Lucero de la Noche apareció en un cielo lechoso: entonces, el infortunado soberano de medio mundo hizo que le trajeran el Libro Rosa y escribió allí este verso, compuesto en otro tiempo por Séneca: Subsidunt montes, et juga celsa ruunt. Y se volvió a casa, llorando. Más o menos en la misma época, una respetable lesbiana que dirigía una Villa Venus en Souvenir, el bello balneario de Missouri, estranguló con sus manos de ex-halterófila rusa a dos de sus más bellas y valiosas pensionistas. Fue algo bastante triste.

Una vez iniciada, la decadencia del Club se extendió con una rapidez prodigiosa, y por las vías más diversas. Chicas de inmaculada ascendencia eran buscadas por la policía porque tenían por amantes particulares bandidos de grotescas mandíbulas, o porque ellas mismas habían cometido crímenes. Médicos corrompidos concedían certificados de aptitud a rubias marchitas, madres de media docena de hijos (algunos de los cuales se preparaban ya a ingresar en algún otro lejano floramor). En otros casos, expertos en cirugía estética devolvían a matronas próximas al medio siglo la apariencia y el aroma de colegialas en su primera fiesta. Gentileshombres de los más altos títulos, magistrados con su halo de probidad, eruditos de exquisitas maneras, resultaron ser copulantes tan brutales que algunas de sus víctimas más jóvenes tuvieron que ser hospitalizadas y relegadas más tarde a burdeles de segunda fila. «Protectores» anónimos sobornaban a los inspectores sanitarios; y el «Raja» de Cachou (que era un impostor) contrajo una enfermedad venérea con una nieta de una sobrina (auténtica) de la emperatriz Josefina. Al mismo tiempo, desastres financieros (que no alcanzaron a Van ni a Demon, pecuniaria y filosófcamente invulnerables, pero sí afectaron a muchas personas de su mundo) empezaron a alterar el patrimonio estético de Villa Venus. Desagradables alcahuetes cuya obsequiosa sonrisa revelaba las lagunas de su dentadura amarillenta, acechaban detrás de los rosales y ofrecían prospectos ilustrados; hubo incendios, temblores de tierra, y por último, bruscamente, de los cien palacios no quedó arriba de una docena (que pronto decayeron hasta el nivel de lupanares en putrefacción), y al llegar el año 1910, todos los muertos del cementerio inglés de Ex fueron echados a la fosa común.

94
{"b":"143055","o":1}