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Van no lamentó nunca su última visita a la última Villa Venus. Una vela en forma de coliflor ardía con sucia llama en su palmatoria de estaño sobre la repisa de la ventana, al lado de un ramillete de rosas en forma de guitarra, envuelto todavía en papel transparente: nadie se había tomado el trabajo de buscar un jarrón, que quizá no existía. Algo más lejos, acostada en su cama, una mujer encinta fumaba, con una rodilla levantada, y, rascándose la ingle con un dedo indolente, contemplaba las volutas de humo que subían a mezclarse con las sombras del techo. Al fondo, tras ella, una puerta entreabierta dejaba ver lo que habría podido ser una galería a la luz de la luna, pero era en realidad una amplia sala abandonada, medio demolida, con fisuras en zigzag hendiendo el suelo y una pared resquebrajada sobre las tinieblas. El espectro negro de un piano de cola abierto llenaba la noche de tañidos fantasmagóricos. Por una extensa grieta abierta en el yeso y el ladrillo entre los rodapiés y paneles de mármol, el mar desnudo, invisible pero audible como una extensión jadeante, separada del tiempo, gruñía sordamente, se replegaba sordamente, llevándose su carga de arena y guijas; y, junto con aquellos sonidos de ruina, soplos indolentes de viento cálido entraban en la sala, desplazaban las volutas de sombras suspendidas sobre la mujer acostada, y el plumón de polvo que descendía flotando sobre su pálido vientre inflado, y el reflejo de la candela en un vidrio agrietado de la ventana azulada. Reclinado en un sofá basto y revientarriñones, bajo la ventana, Van, con aire hosco y meditabundo, acariciaba pensativamente la bella cabeza que reposaba en su pecho, inundada por los cabellos negros de una prima o una hermana mucho más joven de la lamentable florinda del lecho en desorden. La niña tenía los ojos cerrados, y, cada vez que Van ponía los labios sobre sus párpados húmedos y abombados, el movimiento rítmico de sus senos apenas en flor se transformaba y se interrumpía totalmente, para reanudarse después de una pausa.

Van tenía sed, pero la botella de champaña que había traído con el ramillete de rosas continuaba sin descorchar y no se sentía con fuerzas para separar de su pecho la querida cabeza sedosa para manipular la explosiva botella. Ella se llamaba... ¿cómo se llamaba? La había acariciado y profanado muchas veces durante los diez últimos días, pero aún no estaba seguro de que su nombre fuese verdaderamente Adora (como todas decían... todas, es decir, ella, la otra, y una tercera, una sirvienta, la princesa Kachurin, que parecía haber venido al mundo con el traje de baño descolorido que nunca se quitaba y con el que moriría, sin duda, antes de alcanzar su madurez —o el primer invierno riguroso— sobre la colchoneta de playa en la que ahora gemía, en un estupor narcótico). Y, dado que se llamase realmente Adora, ¿qué era? Ni rumana, ni dálmata, ni siciliana. Tampoco irlandesa, aunque su inglés, imperfecto pero no demasiado extranjero, tuviese ecos del acento de la tierra. Y su edad, ¿era de once, de catorce años? ¿Quizá de quince? ¿Los cumplía verdaderamente en aquel 21 de julio de mil novecientos cuatro u ocho... o tal vez años más tarde, en una rocosa península del Mediterráneo?

La campana de una iglesia muy lejana, que sólo podía oírse por las noches, sonó dos veces, y luego otra, para marcar el cuarto.

Smorchiama la secandela, masculló la alcahueta en el dialecto local que Van entendía mejor que el italiano. La niña que él abrazaba se estremeció y él la cubrió con su capa de etiqueta. En las tinieblas que el olor a mugre hacía más espesas, un rombo de luz lunar se posó en las losas del suelo, al lado del antifaz negro (que Van nunca volvería a ponerse) y de su pie calzado con un escarpín brillante. Aquello no era Ardis, no era la biblioteca, no era ni siquiera una habitación humana, sino el antro sórdido en el que había estado acostado el matón antes de volver a su trabajo de entrenador de rugbyen cualquier escuela pública inglesa. En la gran sala, por lo demás vacía, el piano parecía tocar por sí solo; pero en realidad estaba siendo pulsado por las ratas, que buscaban los restos suculentos depositados allí por la criada: a ésta le gustaba oír un poco de música, cuando el cáncer que le devoraba la matriz la despertaba antes del alba con su primer mordisco familiar. La casa en ruinas no conservaba ya la menor semejanza con el «sueño organizado» de Eric. Pero la pequeña criatura, suave y lisa, que Van apretaba desesperadamente en sus brazos, era Ada.

IV

¿Qué son los sueños? Una azarosa sucesión de escenas triviales o trágicas, estáticas o itinerantes, fantásticas o familiares, que nos muestran acontecimientos más o menos verosímiles, remendados con detalles grotescos, y que resucitan a los muertos para instalarlos en nuevos escenarios.

Cuando considero los sueños más o menos memorables que han animado mis noches en el transcurso de los nueve últimos decenios, puedo calificarlos, según su tema, en varias categorías, dos de las cuales destacan acusadamente por su distinción genérica. Se trata de los sueños profesionales y de los sueños eróticos. Cuando yo tenía veinte años, los primeros eran tan frecuentes como los segundos, y tanto unos como otros tenían sus propias introducciones, los insomnios, provocados bien por el desbordamiento de las diez horas de trabajo profesional, bien por el recuerdo de Ardis, enloquecedoramente reavivado por alguna espina del día. Después del trabajo me veía obligado a luchar contra la fuerza de mis disposiciones mentales, porque la corriente de la creatividad, la poderosa exigencia de la frase que pedía ser formada, no me dejaban respiro durante horas y horas de tinieblas y malestar, y, cuando ya había obtenido algún resultado, el torrente seguía rugiendo detrás del muro, incluso si yo encerraba a mi cerebro por un acto de auto-hipnosis (ni la voluntad ni las píldoras podían ya ayudarme) en el interior de otra imagen o de otro tema del meditación —pero no Ardis, no Ada, porque eso habría sido dejarme caer en una catarata de insomnio todavía peor— hasta que la rabia y el pesar, el deseo y la desesperación me precipitaban a un abismo en el que, por agotamiento puramente físico, acababa por dormirme.

En los sueños profesionales, que me obsesionaron especialmente cuando trabajaba en mi primera novela, suplicando de una manera abyecta a una musa muy frágil («de rodillas y retorciéndome las manos», como el suplicante Marmlad de Dickens, con su pantalón lleno de polvo, ante su Marmlady), me veía, por ejemplo, corrigiendo galeradas, pero, al mismo tiempo, sabe Dios cómo (ese gran «sabe Dios cómo» de los sueños), el libro había ya salido, literalmente «salido», de una papelera desde donde una mano humana me lo ofrecía, en su estado perfecto y terriblemente imperfecto, con una errata en cada página, como el traidor «pajar» en vez de «pájaro», o a veces incluso una palabra sin sentido, como «protón» en vez de «portón». O bien, dirigiéndome precipitadamente al lugar en que debía dar una conferencia, encontraba el camino atascado por una multitud de personas y coches, y de pronto me daba cuenta, con alivio, de que todo lo que tenía que hacer era borrar las palabras «atasco de circulación» en mi manuscrito. Los sueños que yo llamaría de tipo skyscape(«paisaje celeste»), y no skyscrape(«rascacielos»), como probablemente lo habrán escrito dos tercios de la clase, pertenecen a una subdivisión de mis sueños profesionales, o quizá pueden tener más bien la significación de prefacio de los mismos, porque fue en los tiempos de mi primera pubertad cuando no se pasaba noche, por así decirlo, sin que alguna impresión antigua o reciente del estado de vigilia tejiese un vínculo suave y profundo con mi genio todavía mudo (porque somos van, lo que rima con vaan(uno), en la pronunciación rusa). En esa clase de sueños, la presencia o la promesa del arte era revelada por la imagen de un cielo cubierto por varias capas de nubes, una blanca, inmóvil pero henchida de esperanza, otra gris, en movimiento pero desesperada; en ese panorama se descubrían los signos artísticos de una próxima iluminación: pronto, bajo la capa más tenue, transparecía la luz de un sol, pálido, pero el avance de las nubes grises no tardaba en reencapotarlo, porque yo no estaba todavía a punto.

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