Pero fue de un estrato más profundo del pasado de donde exhumaron los dos niños la caja de cartón que contenía su más bello hallazgo: un pequeño álbum de cubierta verde en el que Marina había pegado cuidadosamente las flores cogidas por ella (u obtenidas de algún otro modo) en Ex, un lugar de veraneo montañés próximo a Brig, en Helvecia, donde había vivido, en un chalet alquilado, bastante antes de su matrimonio.
Las veinte primeras páginas estaban repletas de toda clase de pequeñas plantas recogidas al azar, en agosto de 1869, en las herbosas pendientes que ascendían junto al chalet, o en el parque del hotel Florey, o bien en el jardín del sanatorio vecino («mi Nusshaus», como le llamaba la pobre Anna, jugando con la palabra «nuts», demente; Marina, en sus notas de localización. lo denominaba, con más discreción, «el Hogar»). Estas hojitas preliminares ofrecían escaso interés para el botánico y para el psicólogo, y las últimas páginas habían quedado en blanco; pero la parte central, caracterizada por una sensible disminución del número de especímenes coleccionados, ocultaba un auténtico pequeño melodrama cuyos intérpretes eran los espectros de la flores muertas Los vegetales estaban pegados en las páginas de la derecha, y en las de la izquierda figuraban los comentarios de Marina Dourmanoff (sic):
Ancolia azul de los Alpes, Ex-en-Valais, I-IX-69. Recibida de un inglés del hotel. «Colombina alpina, color de tus ojos».
Vellosilla aurícula, 25-X-69, ex horto doctorisLapiner. Cogida en los muros de su jardín alpino.
Hoja de oro (ginkgo), caída de un libro, La verdad acerca de Terra,que me dio Aqua antes de regresar al «Hogar». 14-XII-69.
Edelweiss o pie de león artificial traído por mi nueva enfermera con una nota de Aqua en la que me decía que provenía del árbol de Navidad «miserable y extraño» que adorna el «Hogar» 25-XII-69.
Pétalo de orquídea, una de las 99 orquídeas (si se prefiere) que he recibido ayer por correo especial (nunca mejor dicho) desde Villa Armina, Alpes Marítimos. Aparto diez para Aqua, para hacer que se las lleven a su «Hogar». Ex-en-Valais, Suiza. «Nieve en la bola de cristal del destino», como él decía. Fecha borrada.
Genciana de Koch, especie rara, traída por ese lapotchka(adorable) Papiner, de su « gentiarium mudo». 5-1-1870.
Mancha de tinta azul con forma de flor; puro accidente o raspadura embellecida con un difumino. Complicaria complicata,Var. aquamarina.Ex, 15-1-1870.
Flor imaginaria de papel hallada en el bolso de Aqua. Ex, 16-XI-1870. Confeccionada por un coconvaleciente del «Hogar», que ya no es el suyo.
Gentiana verna(primaveral). Ex, 28-111-1870. Sobre el césped del chalet de mi enfermera. Último día aquí.
Los dos niños que habían encontrado este tesoro tan desagradable como singular comentarían así su descubrimiento:
—Mis conclusiones tienen tres puntos —dijo el chico—. Marina, que todavía no estaba casada, y su hermana, que ya lo estaba, invernaban en el lugar de mi nacimiento; Marina tenía, por así decirlo, su propio doctor Krolik; y, finalmente, las orquídeas eran enviadas por Demon, que prefería quedarse a la orilla de la mar, su bisabuela «azul oscuro».
—Y yo —dijo la muchacha —puedo añadir que los pétalos pertenecen a la vulgar órquide papilionácea; que mi madre estaba todavía más loca que su hermana, y que la flor de papel tan bruscamente desdeñada es una reproducción perfectamente reconocible de la sanícula de primavera temprana que yo he visto abundantemente en las montañas costeras de California este último febrero. Nuestro naturalista local, el doctor Krolik, al que tú has aludido, Van, como habría podido hacerle Jane Austen para mayor rapidez del relato informativo (¿se acuerda usted de Brown, verdad, Smith?), identificó el ejemplar que yo traje de Sacramento como un Bear-Foot (pie de oso), B, E, A, R, cariño, y no B, A, R, E (desnudo), como lo están mi pie y el tuyo y el de la Muchacha Stabiana, Sembradora de Flores, una alusión que tu padre (que según Blanche es también el mío) entendería así de fácil —chasquido de dedos a la americana—. Tú sabrás agradecerme que silencie el nombre científico de esta planta. Tengamos en cuenta únicamente que el otro «pie» —el pie de león que provenía del anémico alerce de Navidad— seguramente fue fabricado por la misma mano, la de un joven chino de cerebro enfermo procedente de un lejano colegio: el Barkley de San Francisco.
—¡Muy bien, Pompeianella! Sospecho que has descubierto a la Sembradora de Flores en uno de los libros de arte del tío Dan; yo la he visto y admirado, el verano pasado, en un museo de Nápoles. ¿Pero no crees que ya es hora de que nos pongamos los shortsy las camisas, y de que vayamos en seguida a enterrar o quemar este herbario? ¿No te parece?
—Sí —respondió Ada—. La consigna es: destruir y olvidar. Pero todavía nos queda una hora antes del té.
Volvamos al epíteto «azul oscuro», que antes dejamos pendiente.
Un antiguo virrey de Estoria, el príncipe Ivan Temnosiniyi, padre de la tatarabuela de los muchachos, la princesa Sofía Zemski (1755-1809), y descendiente directo de los soberanos de Iaroslav, anteriores al reinado de los tátaros, llevaba un nombre de diez siglos de antigüedad que quería decir, en ruso, «azul oscuro». Aunque Van fuese inaccesible a las emociones suntuosas del orgullo heráldico y no se preocupase apenas de los tontos que lo mismo ven esnobismo en el culto a los antepasados que en la indiferencia con respecto a ellos, no podía dejar de sentir un enternecimiento de esteta al contemplar el fondo aterciopelado que estaba siempre allí, como un consolador cielo de verano, entre las negras ramas del árbol genealógico. Más tarde, no pudo nunca releer a Proust (como tampoco pudo volver a encontrar el gusto de la pasta perfumada y viscosa de una golosina turca) sin que una oleada de hastío acre y áspero no sublevase su corazón. Y, no obstante, su gran fragmento favorito seguía siendo aquél en que se trataba del nombre malva de «Guermantes», cuyo matiz se aproximaba al de la faja ultramarina en el prisma de la mente de Van y cosquilleaba agradablemente en su vanidad artística.
«Prisma, mente. Asociación estrepitosa. Arréglame esto» (nota al margen de Ada Veen, escritura de época reciente).
II
El idilio entre Marina y Demon Veen comenzó el día de su doble cumpleaños —que también era el cumpleaños de Daniel Veen —: el 5 de enero de 1868. Ella tenía veinticuatro años, y los Veen, treinta.
Como actriz, Marina estaba lejos de poseer ese asombroso don que hace del oficio de comediante, al menos mientras dura la representación, algo que vale más que la vigilia del insomnio, el juego de la imaginación o la arrogancia del arte. Sin embargo, aquella noche, mientras la nieve caía suavemente en la ciudad, más allá de los terciopelos y de los telones pintados, la Durmanska (que pagaba al gran Scott, su representante, siete mil dólares en oro semanales sólo para publicidad, más una pequeña prima por cada contrato) se había mostrado, desde el comienzo del espectáculo (una comedia norteamericana que un pretencioso escritorzuelo había sacado de una famosa novela rusa), tan semejante a una criatura de ensueño, tan adorable, tan turbadora, que Demon (que no era precisamente un caballero en asuntos amorosos) hizo una apuesta con el príncipe N., cuya butaca, en la fila cero, era la vecina a la suya; sobornó a las encargadas de guardar el saloncillo de los artistas y, finalmente, en el fondo de un cabinet reculé(un escritor francés de hace un siglo habría designado con este nombre misterioso a aquel minúsculo cuartito en que el azar había reunido la trompeta rota de un payaso olvidado, el aro de su caniche acróbata y un gran número de polvorientos potes llenos de ungüentos de diversos colores), se apresuró a poseer a la sílfide entre dos escenas (capítulos III y IV de la destrozada novela). En la primera de aquellas escenas se había visto a Marina desnudándose, sombra exquisita, detrás de un biombo translúcido, para reaparecer luego en camisón, incitante y vaporosa. Nuestra heroína pasaba el final de esta lamentable escena hablando de un terrateniente local, el barón de O., con una vieja nodriza calzada con botas de esquimal. Siguiendo el consejo de aquella campesina, señora de muy buen juicio, tomó una pluma de oca, se sentó en el borde de su cama y, apoyándose en una mesita de noche de patas torneadas, escribió al barón una carta de amor. Empleó sus buenos cinco minutos en releerla, lánguidamente pero con voz bien alta... no se sabe para quién, puesto que la nodriza, sentada en una especie de cofre de marino, se había sumido en el sueño, y los espectadores estaban más interesados por el reflejo de un claro de luna artificial sobre los brazos desnudos y el seno palpitante de la enamorada joven.