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Aun antes de que la vieja esquimal hubiese salido, arrastrando sus botas, para llevar al barón el tierno mensaje, Demon Veen había abandonado su butaca de terciopelo rosa y se disponía a ganar su apuesta. Por lo demás, el éxito de la empresa estaba asegurado: Marina, tierna virgen loca, estaba enamorada de Demon desde su último vals en la noche de San Silvestre. Además, el claro de luna tropical en el que acababa de sumergirse, el agudo sentimiento de la propia belleza, las ardientes emociones de la ingenua imaginaria que encarnaba y el aplauso admirativo de una sala casi repleta la hacían particularmente vulnerable a los cosquilieos del bigote de Demon. Por otra parte, Marina tenía tiempo de sobra para cambiar de vestido: la escena siguiente se iniciaba con un intermedio más bien largo ejecutado por un grupo de bailarines rusos cuyos servicios había contratado Scott y que llegaron de Bielokonsk, Estocia occidental, amontonados en dos coches-cama. En medio de un magnífico jardín, unos jóvenes y alegres jardineros, que llevaban, por una razón poco clara, el traje de las tribus georgianas, devoraban glotonamente frambuesas, mientras unas jóvenes sirvientas, no menos inverosímiles con sus resplandecientes «charovares» (evidentemente, alguien se había equivocado: tal vez se trataba de la palabra «samovares», desnaturalizada en el telegrama del representante), recogían diligentemente malvavisco y cacahuetes en las ramas de los árboles frutales. A una invisible señal de origen dionisíaco, todos se lanzaron a una danza frenética llamada la kurva,o «cinta de bulevar» según el desternillante programa cuyos errores de traducción hicieron que Demon Veen, al releerlo (con los riñones aligerados, todavía sacudido por hormigueos eléctricos y apretando en su bolsillo el rosado billete de banco del príncipe N.), estuvo a punto de caer de su asiento.

Su corazón dejó de latir de pronto (pero él no se preocupó de lamentar esta omisión exquisita) cuando la vio entrar corriendo en el jardín, vestida de rosa, con la mirada loca y las mejillas encendidas, apropiándose un buen tercio de las ovaciones que la claqueen ejercicio prodigaba para saludar la dispersión instantánea de aquellos tontos, pero pintorescos, transfigurantes de Liaska... o del Cáucaso.

La conversación de la bella con el barón d'O, que apareció paseando tranquilamente por una alameda lateral, todo espuelas y levita verde, pasó casi sin que Demon reparase en ella, tan impresionado se sentía ante la maravilla de aquel breve abismo de realidad absoluta abierto entre dos falsas llamaradas de vida ficticia. Sin esperar al final de la escena, dejó precipitadamente el teatro, salió a la noche de cristal quebradizo, bajo los copos de nieve que cubrían de estrellas y lentejuelas su sombrero de copa, y, en un par de zancadas, alcanzó su casa, en la manzana siguiente, para preparar una cena magnífica. Cuando volvió a recoger a su amante en su cascabeleante trineo, el ballet del último acto —generales caucasianos y cenicientas metamorfoseadas —había llegado a un súbito final, y el barón d'O, ahora vestido de negro con guantes blancos, estaba arrodillado en el centro de un escenario desierto, sujetando con ambas manos la zapatilla de cristal que su veleidosa dama le había dejado al escapar de él, en castigo a sus tardíos requerimientos. Los componentes de la chaqueempezaban a sentir cansancio y a mirar sus relojes, cuando Marina, cubierta por una capa negra, se deslizaba en los brazos de Demon y éste la recibía entre las alas de un trineo en forma de cisne.

Se regocijaron, viajaron, se pelearon, se separaron y se precipitaron otra vez el uno en brazos del otro. Al invierno siguiente, él empezó a sospechar que ella le era infiel, pero no pudo determinar la identidad de su rival. A mediados de marzo, durante una comida de negocios con un experto en objetos de arte, un tipo larguirucho, tranquilo y despreocupado que vestía un frac pasado de moda, Demon se ajustó su monóculo, abrió un estuche plano y oblongo, sacó del mismo un pequeño dibujo al lavado y sugirió (no dudaba, en realidad, pero le gustaba que su seguridad de juicio fuese admirada) que se trataba de un producto desconocido del delicado arte del Parmigianino. El dibujo representaba una muchacha desnuda, sentada de lado en un pedestal con guirnaldas trepadoras y que llevaba en la mano, ligeramente levantada, una manzana que parecía un melocotón. Aquella encantadora figura tenía para su descubridor el atractivo adicional de recordarle a Marina cuando, sacada del baño del hotel por la llamada del teléfono y apoyada en el brazo de un sillón, protegía con la mano el receptor telefónico para preguntar a su amante algo que él no podía descifrar, porque el ruido del grifo de la bañera ahogaba su susurro. El barón d'Onsky no necesitó más que una ojeada a aquel hombro alzado, y a los efectos vermiculares de cierta delicada vegetación, para confirmar la conjetura de Demon. D'Onsky tenía fama de no dar muestras de la más mínima emoción estética ni aun en presencia de la obra maestra más exquisita; pero aquella vez dejó de lado su lupa como quien se quita una máscara y permitió a su mirada que acariciase directamente la aterciopelada manzana y las partes mullidas y musgosas del desnudo, con una mezcla de delicia y confusión en su sonrisa. ¿Estaba dispuesto el señor Veen a venderle sin más dilación aquella maravilla? Por favor, señor Veen! Pero el señor Veen no estaba dispuesto. Skonky (un apodo facilón, pero inadecuado, ya que deriva de skonk,nombre de un animal maloliente) habría de conformarse con el enorgullecedor pensamiento de que él y el feliz poseedor del maravilloso objeto habían sido hasta entonces los únicos que habían podido admirarlo en connaissance de cause.La ninfa fue de nuevo encerrada en su capullo. Pero, luego de terminar su cuarta copa de coñac, d'O, suplicó que se le permitiese echar una última ojeada. Los dos hombres estaban algo bebidos y Demon se preguntaba para sus adentros si el parecido (bastante escaso, después de todo) de aquella paradisíaca muchacha con una joven actriz, a la que su interlocutor habría visto sin duda en Eugène y Larao en Lenore Raven(obras ambas despiadadamente juzgadas por un crítico novel «sórdidamente incorruptible»), debía poder ser objeto de algún comentario inmediato. No lo fue. Las ninfas de esa clase son, en verdad, parecidísimas a causa de su elemental diafanidad: las semejanzas entre esos cuerpos juveniles de naturaleza acuática se deben simplemente a murmullos de inocencia natural y equívocos de espejo... Éste es mi sombrero, el suyo es menos nuevo, pero los dos tenemos el mismo sombrerero en Londres.

Al día siguiente, Demon tomaba el té en su hotel favorito en compañía de una dama de Bohemia a la que nunca había visto ni nunca más iba a ver (ella buscaba una recomendación para obtener un empleo en el Departamento de Peces y Flores de Cristal de un museo de Boston). A mitad de su voluble soliloquio, la dama se interrumpió para indicar con un gesto hacia Marina y Aqua, que pasaban por el hallcon el aire hosco y cansado que estaba de moda y con unas pieles azuladas no menos de moda. Con ellas iba Dan Veen y un perrito les seguía.

—Es sorprendente —dijo —lo que esa horrible actriz se parece a «Eva en el Clepsidrófono», de la famosa obra del Parmigianino.

—Esa obra es todo menos famosa —replicó tranquilamente Demon —y usted no puede haberla visto. Por lo demás, no la envidio a usted. El extraño que se da cuenta de que ha pisado en el barro de una vida ajena tiene que experimentar un sentimiento bastante angustioso. ¿Ha obtenido usted esa información chismorrera directamente de un tipo llamado d'Onsky, o, menos directamente, del amigo de un amigo?

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