La excentricidad es el gran remedio de las grandes desesperaciones. Sin perder un solo día, el desdichado abuelo se entregó a la tarea de realizar en ladrillo y piedra, en cemento y mármol, en carne y en gozo, la quimera del joven Eric. Resolvió ser el primer degustador de la primera hurí que contratara para la inauguración del primer floramor y vivir hasta ese momento en una laboriosa abstinencia.
Debió de ser un espectáculo de lo más hermoso y conmovedor el de aquel holandés, viejo pero todavía vigoroso, con sus cabellos blancos y su rudo rostro de reptil, diseñando, entre decoradores avanzados, los mil y un floramores conmemorativos que había decidido erigir por toda la superficie de la tierra, quizás hasta en la grosera Tartaria, que él creía gobernada por «judíos americanizados»; pero «el Arte redime la política» (conceptos profundamente originales que hemos de perdonar a un extravagante viejo y simpático). Comenzó por la Inglaterra rural y la América costera, y había emprendido una construcción en el estilo de Robert Adam (a la que los bromistas locales llamaban Madam l'm Adam House), en los alrededores de Newport, Rodos Island, una construcción de estilo algo senil, con columnas de mármol sacadas de los mares clásicos e incrustadas de conchas de ostras etruscas, cuando murió de un ataque de apoplejía que le sobrevino al ayudar a sus obreros a izar un propileo. ¡Y todavía estaba solamente en la casa número cien!
Su sobrino y heredero, un hombre probo, pero excesivamente serio, que ejercía el oficio de pañero en Ruinen (cerca de Zwolle, según me han dicho), con una gran familia y un pequeño negocio, no se sintió defraudado por los millones de guldenscuya aparente dilapidación le había llevado a consultar a numerosos especialistas en enfermedades mentales durante los últimos diez años. Los cien floramores abieron sus puertas al mismo tiempo, el 20 de septiembre de 1875 (por una deliciosa coincidencia, pues la vieja palabra rusa ryen, tan parecida a Ruinen, no tiene nada que ver con «ruina», sino que significa «septiembre», además de evocar la ciudad del extático holandés). A comienzos de nuestro siglo, las rentas de Venus afluían de todas partes (aunque fue su último florecimiento, es verdad). Hacia 1890, un diario sensacionalista y chismoso informaba de que Veen «del Velludo», movido por la gratitud y la curiosidad, se había desplazado especialmente para visitar una vez —una sola vez —con toda su familia el floramor más próximo a su residencia. Y también se dijo que Guillaume de Monparnasse había rechazado con indignación una oferta de Hollywood para que escribiese un guión inspirado en aquella digna y jocosa excursión. Simples rumores, sin duda.
Amplia era la gama artística del abuelo de Eric, del dodó al dada, del Bajo Gótico al Alto Moderno. En sus paraísos de parodia se había incluso permitido, alguna que otra vez (pocas, sin duda), evocar el caos rectilíneo del cubismo (un «abstracto» fundido en la materia «concreta»), imitando —en el sentido tan bien definido por Vulner en la edición de bolsillo de su Historia de la arquitectura inglesaque me ha regalado el bueno del doctor Lagosse— las ultrautilitarias cajas de ladrillos de las maisons closesde El Freud, en Lubetkin (Austria), o de los chalets de extrema necesidad construidas por Dudok en Frisia.
Pero, en conjunto, los estilos que prefirió fueron el idílico y el romántico. Caballeros ingleses de calidad encontraron toda dase de deleites en Letchworth Lodge, una honrada casa de campo enlucida hasta el tejado, o en Itchenor-Chat, notable por el estilo arcaico de sus chimeneas ventrudas y sus tejados de cuatro aguas. Nadie podría dejar de admirar la habilidad con que David van Veen había sabido dar a su nueva mansión «Regency» el aspecto de un granja renovada o instalar aquel convento reconvertido, edificado en un islote perdido, con tan gran sentido de lo maravilloso que no se acertaba a distinguir el arabesco del madroño, el ardor del arte, la rosa de la zarza. Por lo que a nosotros respecta, nunca olvidaremos la Pequeña Amadoría, próxima a Rantchester, o las Pseudo-termas del encantador callejón sin salida que se abre al sur del viaducto de la fabulosa Palermontovia. Apreciamos, por encima de todo, aquella manera sutil de combinar la vulgaridad de un paraje (un châteaurodeado de castaños, un castelloguardado por cipreses) con una riqueza de ornamentación interior que alcahueteaba todas las orgías reflejadas en los espejos cenitales de la erogenia del joven Eric. Y, desde el punto de vista funcional, nada más eficaz que los dispositivos protectores discretamente «destilados» por el arquitecto desde los muros exteriores del floramor. Tanto si éste se disimulaba en un vallecillo situado entre bosques, como si estaba rodeado por un inmenso parque o si dominaba una serie descendente de bosquecillos y jardines escalonados, el acceso a Venus comenzaba invariablemente por un camino privado que pronto se hundía en un laberinto de setos y muros, con puertas disimuladas de cuyas llaves sólo disponían los guardianes o los miembros del club. Los ilustres huéspedes del floramor, enmascarados y embozados en sus capas, eran guiados por faroles distribuidos con arte en el dédalo de oscuros arbustos, ya que uno de los artículos del reglamento de Eric establecía que «ningún floramor debe abrir sus puertas antes de que sea noche cerrada, ni permanecer abierto más allá de la salida del sol». Un sistema de timbres que quizás hubiese sido íntegramente ideado por el propio Eric (pero que, en realidad, era tan viejo como el dominó o como el matón) evitaba que los visitantes se encontrasen inopinadamente cara a cara. Así, cualquiera que fuese el número de señores que esperasen o hiciesen el amor en cualquier parte del floramor, cada uno podía imaginarse que estaba solo en el gallinero, pues el matón o portero, personaje cortés y silencioso que pa— recia un jefe de sección de unos almacenes de Manhattan, por supuesto no contaba. A veces se dejaba ver, cuando sobrevenía algún problema a propósito de credenciales o de crédito, pero era raro que tuviera que emplear la fuerza bruta o pedir refuerzos.
Por voluntad de Eric, el reclutamiento de las pensionistas incumbía—, a un Consejo de Ancianos Nobles. Falanges de configuración delicada, dientes sanos, una epidermis sin tacha, cabellos sin teñir, pechos y grupa impecables, y un ardor no simulado de avidez venérea, eran prerrequisitos absolutamente indispensables en los que los ancianos no se mostraban menos intransigentes que el pequeño Eric. No se admitía a las «intactas», a menos que fuesen muy jóvenes, pero tampoco se aceptaba a ninguna mujer que ya hubiese sido madre (aun cuando fuera niña), por excelente que fuese el estado de sus mamas.
Inicial y teóricamente, los Consejos se inclinaron a elegir chicas de buena cuna, auque Eric no hubiese especificado nada a propósito del rango o la estirpe de sus ninfas. Se prefería, en general, las hijas de artistas a las hijas de artesanos. Para sorpresa general, se descubrió que un número importante de jóvenes pensionistas eran hijas de agriados aristócratas recluidos en sus frías mansiones o de nobles arruinados alojados en hotelitos cochambrosos. De un total de más o menos dos mil bellezas empleadas en todos los floramores del mundo el primero de enero de 1890 (año glorioso en los anales de Villa Venus), no conté menos de veintidós directamente relacionadas con las familias reales de Europa. Como contrapartida, una buena cuarta parte del total pertenecían incontestablemente a familias plebeyas. Por efecto de algún cambio favorable en el Caleidoscopiogenético, por una pura cuestión de suerte o incluso sin razón alguna, las hijas de campesinos, mozos de cuerda y fontaneros solían tener mejor estilo que sus compañeras de la burguesía pequeña y media, incluso que las de la alta sociedad. Esta singular comprobación no será menos grata a mis lectores no aristócratas que la observación de que las sirvientas de las encantadoras orientales (sus «esclavas», que participaban en diversas apariciones rituales de palanganas de plata, paños bordados, sonrisas al cliente y a su cleópatra) descendían frecuentemente de alturas principescas.