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Sin duda una gran parte de la información recogida por nuestros terra-pistas (ése era el sobrenombre que se daba a los colegas de Van) llegaba en forma defectuosa, pero no por ello dejaba de ser constantemente perceptible el mismo perfume de suave dicha. Ahora bien, el propósito de la obra de Van era sugerir que Terra hacía trampa, que no todo era en ella paradisíaco y que quizás el espíritu y la carne del hombre sufrirían en el planeta gemelo suplicios aún más crueles que en nuestra muy denigrada Demonia. En sus primeras cartas, Theresa, antes de abandonar Terra, no tenía sino lisonjas para los amos del planeta, particularmente para sus amos rusos y alemanes. Más tarde, en los mensajes que enviaba desde el seno del espacio, una vez iniciado su vuelo, confesaba haber exagerado la beatitud; había servido de instrumento a la «propaganda cósmica», confesión realmente digna de mérito, porque bien podía haber sido que los agentes de Terra la hubieran repatriado por la fuerza o la hubieran destruido en pleno vuelo, caso de haber interceptado sus óndulas demasiado sinceras, que, en su mayor parte, se dirigían entonces en una dirección única, la nuestra... (aunque no es cosa de preguntar a Van en virtud de qué principio o mediante qué procedimiento). Desgraciadamente, no sólo la mecánica, sino también la ciencia moral, estaba lejos de constituir uno de sus fuertes; y para lo que nosotros acabamos de expresar en unas cuantas frases a vuelapluma él necesitó no menos de doscientas páginas, ocupadas en su desarrollo y ornato según las reglas del arte. No olvidemos que sólo tenía veinte años, que su joven alma orgullosa se encontraba en un estado de lastimoso desorden, que había leído demasiado e inventado demasiado poco y que los brillantes espejismos que se alzaron ante sus ojos cuando sintió los primeros dolores del parto literario en la terraza de Córdula estaban ahora desvaneciéndose por efecto de la prudencia, como aquellas maravillas que los viajeros de la Edad Media, a su regreso de Catay, temían revelar al sacerdote veneciano o al burgués flamenco.

En Chose dedicó un par de meses a poner en limpio sus confusos borradores. Cuando volvió a examinar su copia la recargó con innumerables correcciones, hasta el punto de que el manuscrito definitivo, que confió a una oscura agencia de Bedford para ser mecanografiado en secreto por triplicado, tenía el aspecto de un primer borrador. El texto mecanografiado fue a su vez desfigurado durante su viaje a América a bordo del Queen Guinevere. Y en Manhattan hubo que recomponer las pruebas por dos veces, no solamente por el gran número de correcciones adicionales introducidas por Van, sino también por lo excéntrico de la notación marginal de éste.

Las Cartas desde Terra, obra de «Voltemand», aparecieron en 1891, el día de su vigésimo primer cumpleaños, impresas por dos editoriales fantasmas, «Abenceraje», de Manhattan, y «Zegris» de Londres.

(Si yo hubiese visto un ejemplar habría reconocido inmediatamentela zarpa de Chateaubriand y, en consecuencia, la tuya.)

Su nuevo abogado, Mr. Gromwell, cuyo patronímico floral, de indudable belleza, hacía juego con sus ojos inocentes y su barba rubia, era sobrino del gran Grombchevski, que, desde hacía unos treinta años, cuidaba de los asuntos de Demon con celo y perspicacia. El señor Gromwell velaba no menos tiernamente por la fortuna personal de Van, pero no tenía mucha experiencia de los sutiles y complicados problemas editoriales y Van era absolutamente ignorante en la materia, hasta el punto de no saber que los «ejemplares del servicio de Prensa» se dirigían en principio a los críticos literarios de diversos periódicos, o que los anuncios publicitarios debían pagarse y no había que esperar a verlos aparecer por algún fenómeno de generación espontánea con una estatura adulta de «toda plana», entre otros similares que cantasen las excelencias de La posesión, de Miss Love, o El soplador, de Mr. Dukes.

Mediante una suculenta gratificación, Gwen, una de las empleadas de Mr. Gromwell, no sólo se encargó de divertir a Van, sino también de suministrar a las librerías de Manhattan la mitad de los ejemplares impresos, mientras uno de sus antiguos amantes de Inglaterra debía colocar la otra mitad entre los libreros de Londres. Van encontraba ilógico e injusto que unas personas tan amables como para ocuparse de vender su libro no se embolsasen en su totalidad los diez dólares que había costado la confección de cada ejemplar. Y cuando supo, por el análisis minucioso de un estado de ventas elaborado en febrero de 1892, que en doce meses no se habían vendido más que seis ejemplares (dos en Inglaterra y cuatro en América), experimentó un verdadero sentimiento de compasión al pensar en los trabajos inútiles que sin duda se habían tomado tantas jóvenes vendedoras —pálidas morenuchas de brazos desnudos, fatigadas y mal pagadas —al intentar seducir a irreductibles homosexuales con su mercancía («...una novela más bien fantástica sobre una chica llamada Terra»). Hablando en términos estadísticos, y habida cuenta de las condiciones poco ortodoxas en que había sido manipulada la correspondencia de la pobre Terra, no podía esperarse ningún artículo crítico. De modo bastante curioso, aparecieron no menos de dos. El primero, en el Elsinore, distinguido semanario de Londres, iba firmado por el Primer Clown y formaba parte de un «panorama» de las «novelas del espacio» del año (las obras de ese género ya obsoleto empezaban a escasear) titulado « Terre à Terre, 1891», en una muestra poco brillante de gusto por los juegos de palabras. El autor de la crítica consideraba la obra de Voltemand como la menos mala de la colección, y la calificaba (con un olfato, ay, demasiado perspicaz) de «fábula oscura, suntuosamente adornada, trivial y aburrida, pero esmaltada con admirables metáforas que desentonan de la total inepcia del resto».

Sólo un elogio más pudo encontrar el infortunado Voltemand, y fue el aparecido en una pequeña revista de Manhattan, La ceja del pueblo, con la firma del poeta Max Mispel (otro apellido botánico, que significa «níspero»), miembro del Departamento de Alemán de la Universidad de Goluba. herrMispel, que gustaba de buscar la filiación de sus autores, había discernido en las Cartas desde Terrala influencia de Osberg (escritor español, autor de cuentos de hadas pretenciosos y de anécdotas místico-alegóricas, muy apreciado por los tesialistas de aliento corto), así como la de un árabe antiguo, obsceno intérprete de sueños anagramáticos, Ben Sirine, según transcribe el nombre el capitán de Roux, como nos hace saber Burton en su adaptación del tratado de Nefzawi sobre el mejor método de copular con mujeres obesas o jorobadas ( El Jardín Perfumado, edición Panther, pág. 187, uno de cuyos ejemplares fue regalado al barón Van Veen, de noventa y tres años de edad, por su médico, el profesor Lagosse, gran disoluto). El artículo de Mispel terminaba con estas palabras: «Si el señor Voltemand (o Voltimand, o Mandalatov) es psiquiatra, como me inclino a creer, entonces compadezco a sus pacientes tanto como admiro su talento.»

Sintiéndose arrinconada, Gwen, una pequeña y gruesa fille de joie(de vocación, ya que no de profesión), no vaciló en traicionar a uno de sus recientes admiradores y reveló que le había pedido que escribiese aquel artículo porque no había podido soportar la «sonrisita torcida» de Van al descubrir que un libro tan bellamente encuadernado y acabado pudiese ser desdeñado de ese modo por el público. También juró Gwen que Max no sólo ignoraba la verdadera identidad de Voltemand, sino que ni siquiera había leído su libro. Van acarició el proyecto de retar a un duelo al señor Níspero, con la esperanza de que escogería la espada; un duelo que tendría lugar al amanecer en algún rincón apartado del Parque cuyo cuadro central de césped veía desde la terraza en la que, dos veces por semana, se medía con un maestro de esgrima francés (único ejercicio, junto con la equitación, que todavía practicaba). Para gran asombro —y alivio— suyo (porque sentía cierta vergüenza de convertirse en campeón de su «novelita», y no deseaba sino olvidarla, lo mismo que otro Veen, sin vínculo de parentesco con él, habría seguramente renegado de su sueño de adolescencia en burdeles ideales... si le hubiera sido dado vivir durante más tiempo), Max Mushmula («níspero», en ruso) contestó a aquel vago desafío con la calurosa promesa de enviarle su próximo artículo «La cizaña destierra la flor» (Melville y Marvell).

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