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Van se prometió ser fuerte y sufrir en silencio. Su amor propio estaba satisfecho: quien muere en duelo, muere más feliz de lo que nunca lo será el adversario que queda en vida. No debemos, sin embargo, censurar a Van por no haber sabido perseverar en su resolución. No es difícil comprender por qué la séptima carta (que le fue transmitida por su común hermanastra en Kingston, en 1892) le hizo sucumbir. Él sabía que la serie quedaba concluida. Que había sido escrita a la sombra de los arces rojos de Ardis. Que ponía término a un período sacramental de cuatro años, igual al de su primera separación. Y que Lucette, contra toda razón, contra toda voluntad, había resultado ser la paraninfa impecable.

II

Las cartas de Ada respiraban, se retorcían, vivían. Las Cartas desde Terra, «novela filosófica» de Van, no tenían el menor signo de vida.

(Protesto. Se trata de un librito muy bello. Nota de Ada.)

Van había escrito ese librito de un modo involuntario, por así decirlo, sin interesarse lo más mínimo por la gloria literaria. El misterio de los pseudónimos ya no le divertía como le había divertido en los tiempos en que bailaba sobre las manos. Pero, aunque la «vanidad de Van» fuese un tema frecuentemente debatido en las conversaciones de salón por damas agitadoras de abanicos, en esta ocasión no se desplegaron las largas plumas azules de su orgullo. ¿Qué fue, pues, lo que le impulsó a componer una trama en torno a un tema que ya habían manoseado hasta el cansancio toda clase de «Astros de las Estrellas» y «Ases del Espacio»? Nosotros, quien quiera que seamos «nosotros», podríamos definir ese impulso como la agradable necesidad de expresar y describir mediante el lenguaje ciertas fantasías inexplicablemente asociadas que él había observado en los enfermos mentales, desde su primer año en Chose. Van tenía por los locos la misma pasión que otros tienen por los arácnidos o por las orquídeas.

Encontró buenas razones para pasar por alto los detalles técnicos implicados en el problema de las comunicaciones entre Terra la Bella y nuestra terrible Antiterra. Sus conocimientos de física, mecánica, etc., no habían pasado de las fórmulas de pizarra de los cursos preuniversitarios. Se consolaba pensando que ningún jefe de estudios de los Estados Unidos o de la Gran Bretaña toleraría la menor referencia a adminículos «magnéticos». Sin incomodarse, tomó de sus principales precursores (Counterstone, por ejemplo) todos los elementos relativos a la propulsión de una cápsula con tripulación humana, incluida la ingeniosa idea de una velocidad inicial de algunos millares de kilómetros por hora, acelerada por la influencia de un medio intermediario de tipo counterstoniano entre galaxias gemelas, hasta alcanzar los varios trillones de años-luz por segundo, antes de disminuirla de un modo inofensivo para un indolente descenso de paracaídas. Reincidir en esas fantasías irracionales, en esas cyraniana, en esas «físicas-ficción», hubiese sido no solamente fastidioso, sino también absurdo, puesto que nadie sabía a qué distancia podían estar situados, Terra o cualquiera otro de los innumerables planetas provistos de cabañas y de vacas, en el espacio exterior o interior: «interior», porque no hay razón alguna para no suponer su presencia microcósmica en los glóbulos dorados que ascienden con presura en esta larga copa de Moët, o en los rojos de la sangre de este servidor vuestro, Van Veen (o de vuestra servidora Ada Veen), o en el pus del maduro forúnculo de un tal señor Nekto, recientemente abierto con el bisturí en Nektor o Neckton. Aparte de esto, y aunque un crecido número de obras de referencia se alineasen, al alcance de la mano investigadora, en los estantes de las bibliotecas, nadie podía hacerse con los libros condenados o quemados de los tres cosmólogos conocidos por los seudónimos de Xertigny, Yates y Zotov, que habían iniciado, inconsideradamente, todo el asunto con medio siglo de antelación, sin reparar en qué terrores, qué demencias y qué execrables romanchiksiban a originar y a respaldar. Los tres habían desaparecido: X, suicidado; Y, raptado por un empleado de lavandería que se le había llevado a Tartaria; Z, un buen muchacho feliz, de cara colorada y bigotes blancos, estaba enloqueciendo a sus carceleros de Yakima mediante la producción de inexplicables crepitaciones, la continua invención de tintas simpáticas y un surtido completo de camaleonizaciones, señales nerviosas, espirales luminosas y proezas de ventriloquia que imitaban la descarga de una pistola o los aullidos de una sirena.

¡Pobre Van! En su esfuerzo por evitar cualquier intrusión de la imagen de Ada en la inspiración del autor de las Cartas desde Terra, recargó tanto de oro y rosa la figura de su Theresa que hizo de ésta un dechado de trivialidad. La citada Theresa,. con sus mensajes, hacía perder la razón a un habitante de nuestro planeta (donde nada se pierde con mayor facilidad), a saber, un sabio, cuyo nombre con aspecto de anagrama, Sig Leymanski, derivaba en parte del nombre del último médico de Aqua. Cuando la obsesión de Leymanski se hubo transformado en amor y las simpatías del lector se fijaron en la figura melancólica y encantadora de su traicionada esposa (Antilia Glems de soltera), nuestro autor se encontró en la desesperante obligación de borrar en la morena Antilia toda huella de Ada, reduciendo así a un segundo personaje a la condición de maniquí oxigenado.

Después de haber transmitido a Sig, desde su planeta, una docena de mensajes, Theresa vuela hacia él, y Sig, en su laboratorio, tiene que depositar a su amada en un portaobjetos que desliza bajo la lente de un poderoso microscopio para poder descubrir la forma ínfima (aunque perfecta en oro aspecto) de su idolatrada homúncula, del gracioso microorganismo que tiende unos apéndices transparentes hacia el gran ojo húmedo que lo observa. Ay, el testibulus(probeta, tubo de ensayo; no confundirlo nunca con testiculus, glándula productora de espermatozoides) en el que Theresa nada como una microsirena, es «accidentalmente» tirado al cubo de la basura por Flora, la ayudante del profesor Leyman (que por estas fechas ya ha cambiado de apellido), otra ex-belleza funesta de cabellos negros y piel marfileña, a la que el autor también metamorfosea a tiempo en una tercera muñeca insípida de moño descolorido.

(Más tarde, Antilia recuperará a su marido y Flora será destruida. Addendumde Ada.)

En Terra, Theresa había sido reportero volante de una revista americana, lo que dio a Van ocasión para describir la fisonomía política del planeta gemelo. De todas las partes del libro, ésta fue la que menos problemas le causó: en realidad, consistía en un mosaico de notas laboriosamente ensambladas a partir de sus propias fichas sobre el «delirio transcendental» de sus enfermos. La acústica era mediocre, los nombres propios aparecían a menudo mutilados, un calendario caótico confundía el orden de los acontecimientos; pero, en conjunto, estos puntos de color llegaban a formar una especie de gráfico geométrico. Como habían conjeturado investigadores de edades precedentes, nuestros anales seguían los anales de Terra atravesando a trompicones los viaductos del Tiempo con medio siglo de retraso, pero anticipaban algunas de sus corrientes submarinas. En la época en que se desarrollaba nuestro triste melodrama, el rey de Inglaterra en Terra, otro Jorge (al parecer, al menos media docena de homónimos le habían precedido en el trono) reinaba o acababa de reinar sobre un Imperio más deshilvanado (con algunos enclaves y manchas extrañas entre las Islas británicas y África del Sur) que su sólido y compacto doble de Antiterra. La Europa Occidental presentaba una brecha particularmente llamativa: desde que, a finales del siglo XVIII, una revolución apenas sangrienta había destronado a la dinastía de los Capetos y rechazado a todos los invasores, la Francia de Terra no había cesado de prosperar —bajo dos emperadores y una serie de presidentes burgueses, el último de los cuales, Doumercy, parecía infinitamente más simpático que Milord Goal, gobernador de Lute. En el Este, en lugar de Khan Sosso y su feroz Khanato Sovietnamur, una Unión de Repúblicas Soberanas y Solícitas (U.R.S.S.), que había desalojado a los zares conquistadores de Tartaria y de Trst, gobernaba una super-Rusia dueña de la región del Volga y cuencas fluviales similares. Finalmente, pero no menos importante, Ataúlfo el Futúrer, gigante muy rubio y de vistoso uniforme, llama secreta de más de un noble británico, capitán honorario de la policía francesa y aliado benévolo de Rus y de Roma, estaba entregado, según se decía, a la tarea de transformar una Alemania de pan de especias en un gran país de autopistas, soldados inmaculados, bandas militares y cuarteles modernizados destinados a albergue de los inadaptados y su progenitura.

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