Van besó sus labios semiabiertos con dulzura y «moralidad», según el término que ellos empleaban para diferenciar los minutos de profundo recogimiento de los furores de la pasión.
—De todos modos, es divertido ser como dos agentes secretos en país extranjero. Marina ha subido. Tienes el pelo mojado.
—¿Espías de Terra?, Van, ¿tú crees en la existencia de Terra? ¡Sí, tú crees! Te conozco.
—Lo admito, como un estado mental. No es exactamente lo mismo.
—No, pero quieres probar que eslo mismo.
La rozó los labios con otro casto beso, cuyo extremo, sin embargo, comenzó a arder.
—Uno de estos días —dijo —te pediré una repetición. Te sentarás como estabas sentada, hace cuatro años, ante la misma mesa, a la misma luz, dibujando la misma flor, y yo representaré la misma escena, con tal alegría, con tal orgullo, con tal... no sé... con tal gratitud! Mira, todas las ventanas se han apagado. Yo también sé traducir, cuando he de hacerlo. Escucha esto:
Las luces de la casa se apagaban.
¡Oh, perfumado aliento de las rozi!
Y juntos nos sentamos a la sombra
de la gran fronda de los beryozi.
— Roziy beryozi(rosas y abedules) —dijo Ada —riman en ruso de un modo intraducibie. ¡Pobre traductor! Ese terrible poemita es de Konstantin Romanov, ¿no? Acaban de elegirle presidente de la Academia de Literatura de Lyaska, ¿verdad? Poeta desgraciado y marido feliz. ¡Marido feliz!
—¿Sabes? —dijo Van—. Realmente, creo que deberías llevar algodebajo del vestido, al menos en visita.
—Tienes las manos frías. ¿Dices en visita? Tú mismo dijiste que era una reunión de familia.
—Aun así. En cuanto te inclinas, o te recuestas, te pones en una situación peligrosa.
—Yo nunca «me recuesto».
—Estoy convencido de que eso no es higiénico... O tal vez se trate de celos míos. Las Memorias de una Silla Feliz. ¡Te quiero!
—Al menos, eso facilita las cosas. ¿Vamos al Viejo Retiro? ¿O aquí mismo?
—Aquí mismo, por esta vez —dijo Van.
XXXIX
La moda de Ladore en 1888, aunque bastante ecléctica, no era tan tolerante como parecían creer los habitantes de Ardis.
Para el gran pic-nic de su decimosexto cumpleaños, Ada llevaba una simple blusa de batista, un pantalón amarillo maíz y unos mocasines de desgastada suela. Van le había pedido que se dejara el cabello suelto. Ella se había resistido, alegando que eran demasiado largos y que en el campo no resultaba cómodo, pero acabó por aceptar una solución de compromiso: la negra melena fue estrangulada a mitad de camino por una arrugada cinta de seda negra. Un jersey azul, unos pantalones de franela gris «hasta las rodillas» y zapatos deportivos de suela de crepé constituyeron la única contribución de Van a las elegancias estivales.
Mientras los demás se dedicaban a preparar la fiesta campestre bajo las salpicaduras de sol del tradicional claro entre los pinos, la impetuosa chica y su amante se escaparon con discreción y se abandonaron durante unos instantes a sus devoradores ardores en una hondonada cubierta de helechos. Un arroyo saltaba de roca en roca entre altos arbustos. El día era tórrido y no se movía una hoja. Hasta el más pequeño pino tenía su cigarra.
—Hablando como la heroína de una antigua novela —dijo Ada—, me parece muy lejano, muy lejano, davnim davno, el tiempo en que venía aquí a jugar a anagramas con Grace y otras dos niñas. Insecto, incesto, cientos. Y, hablando como botánica (o como loca), creo que la palabra más extraordinaria de la lengua inglesa es el adjetivo husked, porque tiene significados contrarios: cubierto y descubierto, enfundado o fácil de desenfundar, que se deja desnudar con facilidad... No es necesario que me arranques el cinturón, bruto.
—Un bruto cuidadosamente husked—dijo Van, con dulzura. Porque el paso del tiempo no había hecho sino acrecentar su ternura por aquella a quien abrazaba, aquella cuyos movimientos habían adquirido una nueva flexibilidad, aquella cuyas caderas se habían vuelto más liriformes y cuya cinta de seda acababa de desatar.
Estaban arrodillados, él detrás de ella, sobre el borde de una cornisa cristalina donde el arroyo, antes de su caída, se detenía para dejarse fotografiar y para tomar él mismo fotografías. En el instante del último gemido, Van, inclinado sobre el líquido espejo, leyó en el reflejo de la mirada de Ada la señal de un peligro inminente. Una situación análoga había tenido lugar antes (pero... ¿dónde?, ¿cuándo?). Aunque Van no hubiera tenido tiempo de precisar su recuerdo, en seguida se explicó el ruido de un tropezón que sonó tras él.
Entre la fragosidad de las rocas descubrieron y consolaron a la pobre Lucette, cuyo pie había resbalado por una losa de granito. Roja y rabiosa, la niña se frotaba el muslo, fingiendo exagerados sufrimientos. Alegremente, Van y Ada la tomaron cada uno de una mano y se la llevaron corriendo hasta el claro del bosque, donde ella se echó a reír, luego se dejó caer en el suelo y finalmente se dirigió hacia sus golosinas favoritas, que la esperaban dispuestas sobre una mesa plegable. Una vez allí, se desenfundó ( husked) la sudada camisa, se arremangó atrevidamente sus pantaloncitos verdes y, en cuclillas sobre el suelo rojo, amontonó las vituallas de que había hecho provisión.
Ada no había querido invitar a nadie a su pic-nic, a excepción de los mellizos Erminin. Pero no tenía la menor intención de invitar al hermano sin la hermana, y ocurrió que Grace no pudo venir, porque había ido a New Cranton, para ver aparecer en el alba naciente, con su regimiento, a un joven tambor, su primer novio. No era posible decir a Greg que no viniera: la víspera se había presentado en Ardis con un «talismán» que su padre, muy enfermo, le había encargado que llevase como regalo a Ada, con la recomendación de que lo cuidase con el mismo esmero con que en otro tiempo lo había hecho la abuela Erminin: era un pequeño camello de marfil amarillo esculpido en Kiev, cinco siglos antes, en tiempos de Nabok y de Tamerlán.
Van no se engañaba al pensar que Ada era poco sensible a las cariñosas atenciones de Greg. En consecuencia, se alegró de verle, con esa alegría inmoral que pone su toquecito helado en la simpatía que el afortunado rival puede sentir por un buen muchacho.
Greg, que había dejado en la pista de caballos su nueva motocicleta (una espléndida Silentiumnegra), observó:
—Tenemos compañía.
—En efecto —respondió Van—. Kto sii(¿quiénes son esas gentes?) ¿Tenéis idea?
Nadie la tenía. Apenas pintada, con los labios caídos y vestida con un impermeable, Marina se aproximó y observó por entre los árboles, en la dirección indicada por Van.