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Todas las tuberías y todos los W.C. de la mansión habían caído súbitamente en convulsiones borborígmicas. Aquel fenómeno significaba y anunciaba siempre una conferencia telefónica de larga distancia. Marina, que desde hacía varios días esperaba un mensaje de California (en respuesta a cierta carta tórrida) podía difícilmente contener su apasionada impaciencia, y, al primer espasmo burbujeante, estuvo a punto de precipitarse al vestíbulo donde se encontraba el dorófono. Fue entonces cuando el joven Bout entró a toda prisa, arrastrando tras de sí el largo cordón verde (cuyas palpitaciones recordaban la serie alternada de contracciones y dilataciones de una serpiente tragándose un rata de campo) del receptor de incrustaciones de bronce y nácar, que Marina apretó contra su oreja, con un entusiasta «a l'eau». Pero sólo era el viejo Dan —¡ese cargante!—, que la llamaba para decirle que finalmente Miller se había encontrado en la imposibilidad de disponer de la noche, pero que llegarían juntos al día siguiente, a primera hora.

—Primera. Me pregunto si será muy «primera» —comentó Demon, que comenzaba a sentirse harto de alegrías familiares, y lamentaba un poco haberse perdido la primera mitad de una noche de juego en Ladore, por una cena llena de buenas intenciones, pero cuya calidad no había sido de primer orden.

—Tomaremos el café en el salón amarillo —dijo Marina, con voz desolada, como si el salón amarillo hubiese sido un lamentable lugar de exilio—. Por favor, Jones, no pise ese cordón de teléfono. No puedes imaginarte, Demon, cómo temo encontrarme otra vez, después de tantos años, con ese desagradable Norbert von Miller, que probablemente se ha vuelto todavía más arrogante y obsequioso, y que, estoy segura, todavía no sabe que la mujer de Dan soy yo. Es un ruso del Báltico —volviéndose a Van—, pero, en realidad, echt deutsch, aunque su madre fuese una Ivanov o una Romanov, o algo así, que poseía una fábrica de algodón en Finlandia, o en Dinamarca. Me pregunto cómo ha conseguido su baronía. Cuando le conocí hace veinte años, era sólo Miller, sin von.

—Y sigue siéndolo —replicó Demon, en tono pedante— porque tú estás confundiendo dos Miller. El abogado que trabaja para Dan es mi viejo amigo Norman Miller, de la firma Fainley, Fehler y Miller, que se parece como un hermano gemelo a Wilfrid Laurier. El otro, Norbert, si recuerdo bien, tiene una cabeza de Kegelkugel, vive en Suiza, sabe perfectamente que estás casada y es un indecible bribón.

Tras beberse de un trago una taza de café y un dedo de licor de cerezas, Demon se levantó.

Partir c'est mourir un peu, et mourir c'est partir un peu trop. Di a Dan y a Norman que pueden venir a tomar el te al Bryant, mañana a cualquier hora. A propósito, ¿cómo está Lucette?

Marina frunció el ceño, sacudió la cabeza, hizo los gestos de una madre amante y preocupada, aunque, a decir verdad, experimentaba por sus hijas aún menos afecto que por el divertido Dack o el patético Dan.

—¡Oh, nos ha dado un susto, un buen susto! —contestó finalmente—. Pero ahora parece que está bien...

—Van —dijo Demon—, sé buen chico. He venido sin sombrero, pero traía guantes. Di a Bouteillan que mire en la galería, quizá los he dejado allí. No, déjalo, ya sé. Seguramente los he olvidado en el coche, porque mis dedos se acuerdan del frescor de esta flor que he cogido al pasar delante de un jarrón...

Se la quitó ahora del ojal. Y con ella se libró de la sombra de un impulso reciente y fugitivo que le empujaba a hundir ambas manos en unos tiernos senos.

—Esperaba que pasarías la noche en casa —dijo Marina (a quien, en realidad, la cosa le importaba poco)—. ¿Cuál es el número de tu habitación del hotel? ¿No será el 222, por casualidad?

A Marina le gustaban las coincidencias románticas. Demon consultó la ficha de cobre colgada de su llave: el 221. Desde los puntos de vista fatídico y anecdótico, la aproximación era bastante satisfactoria. La traviesa Ada miró a Van, cuya nariz se afiló: un guiño que pretendía imitar la oblicuidad de las angostas y bellas ventanas de la nariz de Pedro.

—Se burlan de una pobre vieja —dijo Marina, no sin coquetería. Y cuando Demon le tomaba la mano para llevársela a los labios, ella besó, a la manera rusa, la frente de su invitado—. Me perdonarás —siguió —que no te acompañe a la terraza. Me he vuelto alérgica a la humedad y a la oscuridad. Estoy segura de que ya tengo fiebre, al menos treinta y siete siete.

Demon golpeó con la uña el barómetro colgado al lado de la puerta, pero el sensible instrumento había sido ya demasiado golpeado a lo largo de su extensa existencia para poder reaccionar todavía de un modo inteligible, y quedó obstinadamente fijo en sus tres y cuarto.

Ada y Van acompañaron a Demon hasta el coche. En la cálida noche estival goteaba lo que los campesinos de Ladore llamaban «lluvia verde». Entre los laureles de follaje barnizado, el elegante coche negro brillaba bajo un farol en torno al cual revoloteaban las mariposas nocturnas como copos de nieve. Demon besó tiernamente a los dos jóvenes, a la chica en una mejilla, al chico en la otra, y luego otra vez a Ada, en el hueco del blanco brazo que ella le había echado al cuello. Casi se habían olvidado de Marina: a la luz ambarina de una ventana en saledizo, agitaba graciosamente un chal con lentejuelas, aunque no podía ver otra cosa que el reflejo del capó del coche y la oblicua red de la lluvia sobre los rayos gemelos de los faros.

Demon se puso los guantes e hizo gemir la gravüla húmeda bajo las ruedas del coche.

Van dijo, riendo:

—Ese segundo beso ha ido un poco demasiado lejos.

—¡Bah! Le habrán resbalado los labios —contestó Ada, que también reía. Y, riendo una y otro, se besaron entre las sombras mientras contorneaban el ala de la casa.

Se detuvieron un momento al abrigo de un árbol indulgentev como se había detenido más de un invitado, con el cigarro entre los dientes, a la salida de una cena. Tranquilamente, inocentemente, lado a lado, cada uno en la posición prescrita por su sexo, Van añadió su chorro, Ada su breve cascada, a los sonidos más profesionales de la lluvia en la noche, después de lo cual se marcharon, cogidos de la mano, hacia la galería enrejada, para esperar allí, en un rincón, a que se apagasen las luces de la casa.

—Había algo que desentonaba ligeramente en toda la velada, ¿lo has notado? —preguntó Van, en voz baja.

—Desde luego. Y, a pesar de todo, le adoro. Sé que está completamente loco, que está desplazado y sin nada que hacer en su vida. Sé que está lejos de ser feliz, y que filosóficamente es una criatura irresponsable... y que no hay absolutamente nadie como él.

—Pero, ¿qué es lo que ha ido mal esta noche? Apenas has abierto la boca, y todo lo que decíamos sonaba falso. Me pregunto si algún olfato interior no le permitía olerte en mí, y a mí en ti. Trató de preguntarme... ¡No, no ha sido lo que se llama una feliz reunión de familia! En cuanto a saber exactamente por qué...

—¡Amor, amor, como si no lo supieras tú! Quizá conservemos eternamente nuestras máscara, hasta el día en que la muerte nos separe. Pero nunca seremos marido y mujer, mientras vivan él y ella. Sencillamente, no estamos a la altura de las circunstancias, porque él, a su manera, es más respetuoso de las convenciones que la misma ley o la misma mentira de su mundo. No es posible sobornar a los padres. Y esperar cuarenta o cincuenta años hasta que decidan morirse es algo demasiado horrible de imaginar. Quiero decir que la simple idea de que pueda haber gentes capaces de vivir con esa esperanza es contraria a nuestra naturaleza; es un pensamiento despreciable y monstruoso.

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