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Le feu si délicat de la virginité

qui (...no sé qué...) sur son front..

Bien. Puedes llevarte la mía a Inglaterra, a condición de que...

—A propósito, Demon —interrumpió Marina—. ¿Puedes decirme dónde y cómo se puede obtener esa clase de vieja espaciosa limusina (con viejo chófer profesional) que Prascovia, por ejemplo, tiene ya hace un montón de años?

—Imposible, querida. Están todas en el cielo, o en Terra. Pero, ¿qué querría Ada, qué querría mi silencioso amor para su cumpleaños? Es el próximo sábado, po razschyotu po moemu(según mis cálculos), ¿no? ¿Un río de diamantes?

—¡ Protestuyu! —gritó Marina—. Yo hablo seriozno. No tienes que regalarle kvaka sesva(sea lo que sea). Dan y yo nos ocuparemos de eso.

—Aparte de que te olvidarás —dijo, riendo, Ada (y diestramente enseñó la punta de la lengua a Van, que había observado con interés su reacción a la palabra «diamantes»).

—¿A condición de qué? —preguntó Van.

—A condición de que no haya ya alguno que te espere en el Garage de George, Ranta Road. Ada —continuó—, pronto vas a divertirte sola. Mascodagama va a pasar sus vacaciones en París... Ah, ya me acuerdo: ¡Sur son front en accuse la beauté!

Continuó la charla en el mismo tono frívolo. ¿Quién no conserva, en los más oscuros rincones de su mente, tan rutilantes recuerdos? ¿Quién, cegado por la mirada socarrona del pasado, no ha escondido en sus manos el crispado rostro? ¿Quién, en la soledad y el terror de una larga noche...?

—¿Qué ha sido eso? —exclamó Marina, que se asustaba de la tormenta eléctrica todavía más que los antiambarianos del condado de Ladore.

—Un relámpago de calor —sugirió Van.

—Si queréis mi opinión —rectificó Demon, volviéndose sobre su asiento para mirar las cortinas ondulando al viento —si queréis mi opinión, ha sido más bien el fogonazo de un fotógrafo. Después de todo, tenemos aquí una actriz célebre y un acróbata sensacional.

Ada corrió hacia la ventana. A la sombra inquietante de las magnolias, un pálido adolescente, flanqueado por dos doncellas boquiabiertas, dirigía una cámara fotográfica al alegre y despreocupado grupo familiar. Pero, no, aquello fue sólo uno de esos espejismos nocturnos que se producen a veces en el mes de julio. Allí nadie tomaba fotos, a no ser Perun, el dios del trueno cuyo nombre estaba prohibido pronunciar. Marina se puso a contar en voz baja, en espera del estampido que debía venir a continuación, como si recitase una plegaria o tomase el pulso a una persona muy enferma. Se suponía que un latido correspondía a una milla de noche negra interpuesta entre nuestro corazón viviente y algún pobre pastor fulminado allá lejos, muy lejos, en la cima de una montaña. El trueno llegó, aunque bastante apagado. Un segundo relámpago puso de relieve la estructura de las persianas.

Ada volvió a sentarse a la mesa. Van recogió la servilleta que ella había dejado caer bajo la silla, y, en el curso de su inclinación, rozó con la sien el borde de su rodilla.

—¿Podría tomar otro trozo de la perdiz descrita por Peterson, Tetrastes bonasia windriverensis? —preguntó Ada con altivez.

Marina agitó una minúscula campanilla de bronce en forma de cencerro. Demon puso la mano en la mano de su joven vecina y le pidió que le pasase el objeto extrañamente evocador. Ella lo hizo, con un gesto curvo que produjo un stacatto. Demon se ajustó el monóculo y, amordazando la lengua del recuerdo, examinó la campanilla; pero no era aquélla que había visto en otro tiempo, en una bandeja de enfermo, en una habitación oscura del chalet del Dr. Lapiner; ni siquiera era de fabricación suiza; era de la misma raza que esas traducciones de suave sonido que revelan la falsificación grosera del parafraseador en cuanto se las compara con el original.

Por desgracia, el ave no había sobrevivido al «honor que se le había hecho»: tras una breve consulta con Bouteillan, un corte de salchichón de Arles, algo incongruo, pero muy sabroso, vino a añadirse al ramillete de espárragos que adornaba el plato de la señorita, y que todo el mundo estaba degustando. Era impresionante ver con qué placer ella y Demon movían, de idéntica manera, sus bocas de labios brillantes para introducir en ellas desde una altura en cierto modo celestial el voluptuoso aliado del lirio de los valles, ambos sosteniendo el tallo con una idéntica posición de los dedos, no muy distinta de la del «signo de la cruz» reformado, contra el que se habían levantado un par de siglos antes tantos rusos contestatarios (cisma ridículo, del calibre de un par de centímetros entre pulgar e índice) que se habían hecho quemar vivos por otros rusos en las orillas del Gran Lago de los Esclavos. Van recordaba que uno de los mejores amigos de su preceptor Aksakov, el docto y mojigato Semion Afanasievich Vengerov, entonces un joven profesor adjunto, pero ya pushkinista célebre (1855-1954), repetía frecuentemente que el único pasaje vulgar en la obra de su autor favorito era una descripción del placer canibalesco experimentado por un grupo de jóvenes gourmetsque arrancaban ostras vivas y regordetas de sus claustros, en un canto inacabado de Eugenio Oneguin. Pero, en fin, « everyone has his own taste», como escribe el autor inglés Richard Leonard Churchill, el cual, en dos ocasiones, en su novela titulada A Great Good Many dedicada a cierto khan de Crimea, muy conocido en otros tiempos entre políticos y periodistas, da esta traducción viciosa de la vulgar expresión francesa chacun a son goût, según denunció Guillaume Monparnasse, por lo demás siempre malicioso y hostil a los ingleses. Ada, sin dejar de bañar en una copa la corola invertida de su mano derecha, hablaba precisamente a Demon de la nueva gloria de Mlle. Larivière, mientras Demon la escuchaba cumpliendo el mismo rito con el mismo gesto elegante.

Marina se sirvió un Albany de una caja de cristal con cigarrillos turcos con la boquilla «pétalo-de-rosa-roja» y la pasó a Demon. Ada la imitó, quizá demasiado ostensiblemente.

—Sabes muy bien —dijo Marina —que a tu padre no le gusta verte fumar en la mesa.

—¡Ah, no importa! —murmuró Demon.

—Es en Dan en quien yo pensaba —explicó Marina, torpemente—. Es muy puntilloso en esa cuestión.

—Bueno, yo no lo soy —dijo Demon.

Ada y Van no pudieron por menos de reír. Todo aquello eran solo bromas. No de gran calidad, pero bromas.

Y un poco más tarde, Van anunció:

—Creo que yo también tomaré un Albany.

—Me gusta fumar un cigarrillo —dijo Ada— cuando voy a coger setas. Pero, a la vuelta, este horrible incordiante me reprocha el olor de algún Turco o algún Albany romántico que he encontrado en el bosque.

—Bueno —dijo Demon—, Van tiene toda la razón en preocuparse por tu buena conducta.

Las auténticas profitrolrusas (pronuncíese con la «l» muy suave, tal como los cocineros rusos las preparaban en Gavana antes del año 1700, consistían en taquitos de pasta más gruesos y envueltos en una salsa de chocolate más cremosa que los «profit-rollos» negruzcos y canijos que se sirven en los restaurantes europeos. Nuestros amigos acababan de dar fin a ese suculento entremés, ahogado en salsa de chocolate con leche, y se disponían a pasar a la fruta, cuando Bout, seguido de su padre y del torpón Jones, hizo una entrada sensacional.

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