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Después de examinar la Silentiumcon mucho respeto, una docena de hombres de la ciudad vestidos con colores sombríos se metieron en el bosque al otro lado del camino y se instalaron allí para hacer honor a una modesta collazionecompuesta de queso, panecillos, salchichas, sardinas y vino Chianti. La distancia que les separaba del pic-nic era lo suficientemente grande como para que no pudieran molestar lo más mínimo. No llevaban cajas de música del tipo anticuado de transistor. Hablaban a media voz, y sus gestos no podían ser más discretos. El más frecuente de éstos, cuya repetición parecía sugerir un significado ritual, era el de la mano que arrugaba haciendo una bola papel de envolver, o de periódico viejo, y la tiraba despreocupadamente, mientras otras manos graves y apostólicas extraían las vituallas de sus paquetes, o, por alguna razón desconocida, las empaquetaban de nuevo y las colocaban a la sombra noble de los pinos, o a la más modesta de las falsas acacias.

—¡Qué curioso! —dijo Marina, rascándose la calvita, que brillaba al sol.

Envió a un lacayo que investigase sobre el terreno y avisase a aquellos políticos gitanos u obreros calabreses que el Caballero Veen se pondría «furioso» si descubría intrusos vivaqueando en sus tierras.

El lacayo regresó sacudiendo la cabeza. Aquellos señores no entendían el inglés. Van fue a investigar por su cuenta.

—Márchense, por favor: estos bosques son propiedad privada —dijo, sucesivamente, en latín vulgar, en francés, en francés-canadiense, en ruso, en ruso-yukoniano y de nuevo en latín, en muy bajo latín: proprieta privata.

Se quedó mirándoles, pero ellos apenas lo advirtieron, aunque las ramas apenas le sombreaban. Eran hombres mal afeitados, de mandíbulas azuladas, endomingados. Dos o tres de ellos se habían quitado los cuellos postizos, pero no las nueces de los cuellos propios. Uno de ellos tenía barba y un ojo húmedo. Botas embetunadas, con polvo en sus grietas y arrugas, zapatos color naranja de punta muy cuadrada o muy aguda, habían sido separados de sus correspondientes pies y empujados bajo los arbustos o colocados sobre tocones. ¡Era extraño, en verdad! Van repitió su aviso y los intrusos se pusieron a murmurar entre ellos, en una jerga totalmente incomprensible, haciendo pequeños gestos hacia él, como quien procura, sin gran convicción, apartar un moscardón.

Van preguntó a Marina si debía emplear la fuerza. Pero la dulce Marina, con una mano en el pelo y otra en la cadera, dijo que no, que bastaba con no hacerles caso y que, de todos modos, mira, mira, ya se están alejando por la espesura. Algunos arrastraban a reculones los restos de su comida sobre algo que parecía una vieja manta y que se alejaba como una barca de pesca empujada sobre las guijas de la playa, mientras que otros transportaban muy civilmente los papeles manchados de grasa y las bolsas arrugadas hacia escondites más apartados. Un cuadro infinitamente melancólico y lleno de significado... Pero, ¿de qué significado?

Van acabó por olvidar su presencia. Todos estaban del mejor humor. Marina se liberó del pálido impermeable (o, más bien, guardapolvo) que había llevado durante el pic-nic (después de todo, su ropa de casa gris y su pañuelo rosa eran bastante alegres para tratarse de una señora vieja, dijo), y, levantando su vaso vacío, entonó con brío y con una voz perfectamente musical, el aria de Verde-Verde. «¡Llenemos, llenemos los vasos de vino! ¡Es un brindis al amor! ¡Al éxtasis del amor!» Con espanto, con compasión, pero sin amor, Van pensaba en aquella pobre calvita sobre el pobre cráneo envejecido de la Traverdiata, cuyo cuero cabelludo, coloreado por el tinte en un horrible tono de pino enmohecido, brillaba mucho más que sus pobres cabellos muertos. Se esforzó, como tantas veces lo había hecho, por arrancar de su corazón toda ternura; pero, como tantas veces, no pudo conseguirlo. Y, como siempre, se dijo que tampoco Ada amaba a su madre..., un vago y cobarde consuelo.

Greg, persuadido con conmovedora simplicidad de que Ada observaría y aprobaría su actitud, atendía solícitamente a Mlle. Larivière: le ayudaba a deshacerse de su chaqueta malva, echaba para ella, en el vaso de Lucette, la leche de un termo, le pasaba bocadillos, volvía a llenar el vaso de Mademoiselle, sin dejar de escucharle, con gesto cortés, sus invectivas contra los ingleses, que ella odiaba, según decía, más aún que a los tártaros, o... bueno, a los asirios.

—¡Inglaterra! —exclamaba—. ¡Inglaterra! ¡Ese país, donde por cada poeta hay noventa y nueve sucios burguesitos, algunos de ellos de dudosa extracción! ¡Inglaterra se atreve a ser el mono de imitación de Francia! Ahí, en ese cesto, tengo una novela inglesa muy famosa en la que ofrecen a una dama un perfume... un perfume muy caro, que lleva el nombre de Ombre Chevalier. ¿Sabe usted qué es « ombre chevalier»? ¡Un pescado! Un pescado delicioso, eso sí; pero no hasta el punto de que pueda perfumar el pañuelo. Y en la página siguiente, un sedicente filósofo se pone a hablarnos de une acte gratuite, como si todos los actos fuesen femeninos, y un sedicente hotelero de París se excusa diciendo je me regretteen vez de je regrette.

D'accord! —aprobó Van—. Pero, ¿qué decir de esas terribles meteduras de pata que se encuentran en las traducciones francesas del inglés? Si quieren un ejemplo...

Desgraciadamente —o quizá felizmente—, en aquel preciso momento Ada emitió una interjección rusa que expresa la más viva contrariedad: un descapotable gris acerado acababa de entrar en el claro del bosque. Apenas detenido, el coche fue rodeado por los misteriosos vecinos, que ahora parecían haberse multiplicado como extraña consecuencia de haberse quitado americanas y chalecos Rompiendo el círculo que le rodeaba y dando toda clase de muestras de cólera y desprecio, el joven Percy de Prey —pantalón blanco y camisa con chorrera— avanzó a grandes zancadas hacia la tumbona de Marina. Sin hacer caso de la mirada insistente y del pequeño movimiento de cabeza que Ada dirigió a la tonta de su madre para impedir una invitación intempestiva, Marina le rogó que se uniese a la fiesta.

—No me atrevía a esperarlo... pero acepto muy gustoso —respondió Percy; después (solamente después) de lo cual, el cauteloso bribón, haciéndose el distraído para mejor disimular su astucia, regresó a su coche (que aún estaba curioseando un admirador retrasado) y retiró de él un ramo de rosas.

—¡Qué lástima que yo deteste las rosas! —dijo Ada, tomando el ramo con la punta de los dedos.

Descorcharon el muscaty bebieron a la salud de Ida y Ada. «La conversación se hizo general», según la fórmula literaria que tanto gustaba a Monparnasse.

El conde Percy de Prey se volvió hacia Ivan Demianovich Veen:

—Se dice que le gustan a usted las posiciones anormales.

Aquella semipregunta estaba formulada en un tono algo burlón. Van contempló a través de su vaso de muscatel sol color de miel.

—¿Qué quiere usted decir?

—Bueno, me refiero a ese arte de andar sobre las manos... Una de las criadas de su tía es hermana de una de nuestras criadas. Y dos lindas chismosas forman un equipo temible (ríe). Según la leyenda, usted se pasa el día haciendo eso, por todos los rincones. Mi enhorabuena (reverencia admirativa).

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