—¡ Ne dotyanula! —gimió Lucette dirigiéndose a Van con las ventanas de la nariz dilatadas y los hombros agitados por la indignación.
Van inclinó la silla de la niña para obligarla a marcharse. En quince jugadas la pobre chica no había ganado la mitad de los puntos que Ada conseguía con un solo golpe maestro. Y tampoco la suerte de Van había sido mucho mejor. Pero, ¡qué importaba! El aterciopelado de un brazo, el pálido azul de las venas en el hueco del codo, el olor a madera quemada de una cabellera iluminada en oro tostado por la pantalla de diáfano pergamino (un paisaje lacustre con dragones japoneses) valían infinitamente más puntos que los que el haz de dedos, rígidos sobre el lápiz, podría contar en el pasado, en el presente y en el porvenir...
—El perdedor tiene que irse «de cabeza» a la cama —dijo Van, jovialmente —y no saldrá de allí bajo ningún pretexto. Dentro de diez minutos exactamente le llevaremos una gran taza (¡la taza azul oscuro!) de chocolate (del Cadbury negro, bien azucarado, sin piel).
—El perdedor se niega —dijo Lucette, cruzándose de brazos—. En primer lugar, porque todavía no son más que las ocho y media, y luego, porque yo sé perfectamente por qué queréis libraros de mí.
—Van —dijo Ada, después de un silencio—, haz el favor de llamar a Mademoiselle. Está trabajando con mamá en un guión que no puede ser más estúpido que esta horrible niña.
—Me gustaría bastante saber lo que significa su interesante observación —dijo Van—. Pregúntaselo, Ada.
—Se imagina que vamos a jugar a Scrabble sin ella, o a repetir algunos movimientos de esa gimnasia oriental que has empezado a enseñarme. ¿Es que no te acuerdas, Van?
—Sí, me acuerdo. Como tú te acuerdas de que sólo te he enseñado lo que aprendí de mi profesor de gimnasia, King Wing.
—Os acordáis de muchas cosas vosotros dos, ya, ya —dijo Lucette, que estaba frente a ellos, en pie con su pijama verde, exhibiendo su pecho bronceado, con las piernas separadas y las manos en las caderas.
—Quizá lo más sencillo... —comenzó Ada.
—Lo más sencillo —interrumpió Lucette— es que ninguno de los dos me podéis decir exactamente por qué queréis libraros de mí.
—Lo más sencillo —siguió Ada— es, Van, que le des un cachete bien enérgico y sonoro.
—¡Que se atreva! —gritó Lucette, poniéndose en guardia.
Suavemente, Van acarició la cima sedosa de la cabecita rebelde y le dio un beso detrás de la oreja. Lucette, desfigurada por los sollozos, salió corriendo de la habitación. Ada echó el pestillo tras ella.
—No es más que una nínfula salvaje, incurablemente loca y totalmente depravada —dijo Ada—. Pero eso no significa que no debamos tener más precaución que nunca... ¡Oh, terriblemente, terriblemente, terriblemente...! ¡Oh, precaución, amor mío!
XXXVII
Llovía. En la decepcionante perspectiva encuadrada por la ventana salediza de la biblioteca, los cuadros de césped parecían más verdes, el agua del estanque más gris. Vestido con un traje de gimnasia negro, y la cabeza apoyada en dos cojines amarillos, Van, tumbado boca arriba, leía Rattner sobre Terra, libro abstruso y deprimente. De cuando en cuando elevaba los ojos hacia el gran reloj de péndulo de tic-tac otoñal, por encima del cráneo pálido de una Tartaria requemada representada en un globo terráqueo antiguo y monumental, a la luz languideciente de una tarde que más parecía de octubre que de julio. Ada, ceñida por un impermeable de cinturón pasado de moda que Van detestaba, y con el bolso en bandolera, había marchado a Kaluga, donde iba a pasar el día, en principio para probarse unos vestidos y, en realidad, para consultar con un primo del doctor Krolik, el ginecólogo Seitz (a «Zayats», en la transcripción mental efectuada por Ada, porque, como en el caso de Krolik —conejo—, pertenecía también, según la fonética rusa, a la familia de los lepóridos). Van estaba seguro de que ni una sola vez, durante todo un mes de práctica amorosa, se había olvidado de tomar las precauciones necesarias, a veces algo extravagantes, pero indiscutiblemente eficaces. Incluso recientemente se había procurado el artificio anticonceptivo en forma de vaina que, por no se sabe qué motivo extraño, aunque consagrado por la costumbre, sólo los peluqueros estaban autorizados a vender en el condado de Ladore. No obstante, estaba inquieto, y su inquietud le enojaba, y Rattner, que en su obra negaba sin convicción toda existencia objetiva al planeta gemelo para concedérsela de mala gana en las oscuras notas (incómodamente colocadas entre capítulo y capítulo), le parecía tan insípido como la lluvia, la lluvia que trazaba con lápiz gris paralelas oblicuas sobre el fondo más oscuro de una hilera de alisos, cogidos, pretendía Ada, en Mansfield Park.
A las cinco menos diez, Bout entró sin hacer ruido en la biblioteca. Traía una lámpara de petróleo encendida y la invitación de ir a charlar en la habitación de Marina. Al pasar junto al globo puso en éste el índice y contempló, con aire de desaprobación, la mancha que le había quedado en el dedo.
—El mundo está lleno de polvo —dijo—. Blanche merecería que la mandasen a su pueblo. Elle est folle et mauvaise, cette fille.
—De acuerdo, de acuerdo —murmuró Van, volviendo a abismarse en su lectura. Bout salió, sacudiendo obstinadamente la cabeza rapada; Van bostezó y dejó resbalar el libro desde el negro diván a la negra alfombra.
Cuando elevó los ojos hacia el reloj, éste estaba reuniendo sus fuerzas para dar la hora. Van saltó del sofá al recordar de pronto que Blanche se había presentado poco antes para encargarle que se quejase a Marina de que la señorita Ada se había negado una vez más a dejarla en la «Torre Cerveza», como llamaban los bromistas locales a su pueblo natal. Durante algunos instantes, su sueño breve y vago quedó tan estrechamente confundido con la realidad que, incluso cuando recordó a Bout poniendo el dedo sobre la península romboidal en que los aliados acababan justamente de desembarcar (según anunciaba el periódico de Ladore abierto en la mesa de la biblioteca), continuó viendo claramente a Blanche, que quitaba el polvo a Crimea con uno de los pañuelos perdidos por Ada. Subió por la escalera de caracol para ir a los lavabos de los niños, oyó de lejos a la institutriz y a su desdichada alumna que declamaban una escena de la horrible Berenice(graznido de contralto alternando con una vocecita desprovista de toda expresión), y se persuadió de que Blanche, o, mejor, Marina, trataban seguramente de saber si él hablaba en serio la antevíspera cuando comunicó su intención de sentar plaza a los diecinueve años (edad mínima para alistarse como voluntario). Concedió también un minuto de reflexión al triste hecho de que (como bien le habían enseñado sus estudios) la confusión entre dos órdenes de realidad, una entre comillas simples y la otra entre comillas dobles, era un síntoma de locura inminente.
Sin maquillar, con el pelo sin cepillar y metida en su kimono más viejo (su Pedro había salido inopinadamente para Río), Marina descansaba en su lecho de caoba, bajo un edredón dorado, bebiendo una taza de té con leche de burra, una de sus chifladuras.