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En cuanto a la ambiciosa, la incompetente, la impetuosa Lucette, a sus doce años no podía todavía valerse sin los consejos discretos de Van, que le prestaba de buena gana aquel servicio para ganar tiempo y hacer un poco más próximo el feliz instante en que la pequeña, enviada finalmente al cuarto de las niñas, dejaba a Ada disponible para el tercer o cuarto retozo de la jornada, de la cálida jornada estival. Van encontraba especialmente fastidiosas las disputas de las chicas a propósito de la legitimidad de tal o cual palabra: los nombres de personas y los de lugares eran tabú, pero a veces se presentaban casos dudosos, fuente de interminables escrúpulos, y daba lástima ver cómo Lucette se obstinaba sobre sus cinco últimas letras (cuando ya no quedaba ninguna en la casa, para componer el soberbio ARDIS; su institutriz le había dicho que el nombre significaba «punta de flecha»... pero, ay, en griego solamente.

Y nada más exasperante que ver a las dos hermanas, irritadas o despectivas, disputar sobre una palabra dudosa en los múltiples diccionarios desplegados a su alrededor (en pie, tumbados, sentados, tirados por el suelo, bajo la silla en que Lucette estaba arrodillada, en el diván, en la gran mesa redonda ocupada ya por el tablero y las fichas, y sobre una cómoda próxima). La rivalidad entre un inepto Ojegov (un gran volumen azul mal encuadernado que contenía 52.872 palabras) y un pequeño Edmundsen reducido en la respetuosa versión del doctor Gerschijevski, la taciturnidad de los abreviados y la audaz magnanimidad de un Dahl en cuatro volúmenes («mi querido Dahlia», murmuraba Ada, agradecida, cuando arrancaba al amable etnólogo barbudo algún término inusitado de una rara jerga), todo eso habría resultado insoportable y fastidioso para Van si su curiosidad de sabio no se hubiese interesado por la comprobación de singulares afinidades entre el Scrabble y la planchette. Hizo la observación por primera vez un anochecer de agosto de 1884, en el balcón del cuarto de los niños, bajo un cielo crepuscular cuyos últimos fulgores ondulaban sobre el gran estanque como una serpiente de fuego, estimulando a las últimas golondrinas y haciendo llamear el rojo de los bucles de Lucette. El tablero de cuero estaba abierto sobre una mesa de madera de pino constelada de manchas de tinta, muescas y monogramas. La linda Blanche, también tocada por los rosas del crepúsculo en el lóbulo de una oreja y en la uña de un pulgar, y toda impregnada de un perfume que las doncellas de la casa llamaban Almizcle Petigrís, acababa de traer la lámpara que se encendería más tarde. Habían echado suertes: Ada, que debía comenzar la partida, se sirvió siete veces, con un gesto automático y distraído, de la caja abierta, donde los pequeños bloques de letras, colocados cada uno en su alvéolo de terciopelo color de miel, mostraban únicamente su anónimo dorso negro. Mientras se servía, Ada dijo:

—Preferiría la lámpara Benten, pero no queda keroseno en el depósito. Sé buena chica, corazón (dirigiéndose a Lucette), llama... ¡Cielos! Keroseno, kerosén...

Las siete letras que había sacado, K.R.E.S.O.E.N., y que ahora disponía en su spektrik(el pequeño caballete de madera lacada que cada jugador tenía delante), casi formaban, en un movimiento rápido y como espontáneo, la palabra clave de la frase que fortuitamente había pronunciado mientras las sacaba al azar.

Otra vez, en el saledizo de la biblioteca, una tarde de truenos (pocas horas antes del incendio de la granja), Lucette sacó en el orden indicado las siete letras de un divertido VANIADA, con el cual formó en seguida el nombre del mueble al que acababa de referirse con su vocecita llorosa: «¿es que yo no tengo derecho a sentarme en el DIVÁN?».

Poco tiempo después, como suele ocurrir con los juegos, los juguetes y los amigos de vacaciones que parecen prometernos un porvenir constelado de placeres sin término, el Flavita siguió a la hoja de cobre y a la hoja de sangre en las nieblas del otoño. La caja negra se extravió, se olvidó y fue recuperada accidentalmente cuatro años más tarde (entre los cofrecillos de los cubiertos de plata), poco antes de que Lucette marchase a la ciudad a pasar unos días con su padre, a mediados de julio de 1888. La partida de Flavita que jugaron entonces los tres jóvenes Veen fue la última que jugarían juntos. Su desenlace quedó grabado definitivamente en la memoria de Van, bien a causa del memorable triunfo de Ada, bien por ciertas notas que en aquella ocasión tomó Van con la esperanza (no del todo decepcionada) «de entrever el forro del tiempo» (el cual, según él mismo escribiría más tarde, «constituye la mejor definición oficiosa de los presagios y las profecías»).

—Es que no puedo hacer nada, pero nada —gemía Lucette—, con mis Buchstabenimbéciles: REMNILK, LINKREM...

—Veamos —le susurró Van—, es muy sencillo. Invierte las dos sílabas y tendrás una fortaleza de la antigua Moscovia...

—¡Ah, no! —dijo Ada, agitando el índice izquierdo a la altura de la sien (gesto que le era familiar)—. ¡no! Esa bonita palabra no existe en ruso, es una invención francesa. No existe segunda sílaba.

—¿No hay compasión para una niña? —abogó Van.

—¡No hay compasión!

—En ese caso, Lucette, siempre podrás hacer una pequeña crema, KREM, KREME, o mejor aún KREMLI, que son las cárceles yukonianas. Cruza su ORHIDEYA.

—Su estúpida orquídea —dijo Lucette.

—Y ahora —dijo Ada—, Adochka va a hacer algo todavía más estúpido.

Dio un profundo suspiro de satisfacción y, valiéndose de una letrita muy común descuidadamente colocada un momento antes en la séptima casilla de la fila superior, compuso el adjetivo TORFYANUYU. Aparte de que la F caía en una casilla marrón, la palabra atravesaba dos casillas rojas (37 X 9 = 333 puntos), y los 50 puntos que ganaba por haber colocado de golpe sus siete letras elevaban el tanteo a 383 puntos, suma nunca alcanzada antes con una sola palabra por un jugador de Scrabble ruso.

—¡Uf! —dijo—. ¡No ha sido fácil! —Y, apartando con el dorso de su blanca mano de nudillos rosados el mechón de bronce negro que se había deslizado por su sien, volvió a hacer, en alta voz, la cuenta de su escandalosa ganancia con los acentos melodiosos y satisfechos de una princesa que narrase cómo había hecho morir a un amante superfluo administrándole un brebaje envenenado. Las furibundas miradas de Lucette apelaban a Van a propósito de las injusticias del destino; de pronto, un aullido de esperanza escapó de su garganta:

—¡Pero eso es un nombre de lugar! ¡No tiene derecho...! ¡Es el nombre del primer apeadero después de Pont-sur-Ladore!

—¡Sí, es verdad, tesoro! —canturreó Ada—. ¡No sabes cuánta razón tienes! Sí, Torfyanaya, o, como dice Blanche, La Tourbière, es, en efecto, el pueblecito encantador, aunque algo húmedo, donde vive la familia de nuestra Cenicienta. Pero, desgraciadamente, pequeña, en la lengua de nuestra madre, o, mejor dicho, en la lengua de una abuela materna que nos es común a los tres, una lengua rica y muy bella que mi tesoro no debía descuidar en beneficio de una rama canadiense del francés, ese adjetivo ruso, de los más corrientes, significa «turboso», en géner femenino y caso acusativo. Sí, con ese solo golpe gano casi 400 puntos. ¡Qué lástima...! ne dotyanula(que ese «casi» no sea un «exactamente»).

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