—Siéntate —dijo —y toma un poco de chayku. La leche de vaca está en la jarrita, creo. Sí, está ahí.
Y cuando Van, luego de besar su mano pecosa, se dejó caer sobre el cuero de un ivanilich, que recibió su peso con un suspiro de viejo pouf, prosiguió:
—Van, querido, tengo que decirte algo y sé, gracias a Dios, que no necesitaré repetírtelo. Belle, con su acostumbrada sensibilidad para dar con la palabra adecuada, me ha citado el adagio cousinage, dangereux voisinage, y se ha quejado de que os besabais por todos los rincones. ¿Es verdad eso?
La imaginación de Van anticipó la réplica. Aquello, Marina, no era más que una fantástica exageración. La loca de Mlle. Larivière le había visto un día con Ada en brazos para atravesar el arroyo... y la había besado porque Ada se había herido en un pie. Soy el bien conocido mendigo de la historia más triste del mundo.
— Erunda(tonterías) —dijo Van—. Un día me vio llevar en brazos a Ada para pasar el arroyo, y malinterpretó nuestra posición y nuestros trompicones.
—No me refiero a Ada, tonto —dijo Marina, con un ligero desprecio, mientras se ocupaba de la tetera—. Azov, el humorista ruso, deriva erundadel alemán hier und da(que ni rima ni tiene razón). Ada es una chica mayor, y las chicas mayores, ay, tienen sus propias preocupaciones. Mademoiselle Larivière pensaba evidentemente en Lucette. Van, esos tiernos juegos deben cesar. Lucette tiene doce años, es una niña ingenua. Ya sé que todo esto es muy inocente, pero aun así, cuando se trata de una mujercita en germen, ningún comportamiento resulta demasiado delikatno. A propósito de rincones, en Gore ot uma, la comedia de Griboedov («¡Qué estúpido es ser tan inteligente!»), creo que en verso y escrita en tiempos de Pushkin, el héroe, recordando a Sophie sus juegos de infancia, dice:
¡Cuántas veces nos sentamos iuntos en un rincón!
¿Qué mal podía haber en hacer eso?
pero, en ruso, el segundo verso es ligeramente equívoco... ¿otro poco de té, Van? —Van sacudió discretamente la cabeza, levantando la mano al mismo tiempo: un gesto,de su padre—. Porque, ¿sabes?... bueno, de todas maneras, ya no queda... el segundo verso también puede entenderse como «en eserincón». —Y Marina indicaba con el dedo un ángulo de la habitación —Por lo demás, cuando ensayábamos esa escena en el Teatro de la Gaviota de Yukonsk, Konstantin Sergueievich Stanislavski obligaba a Kachalov a hacer ese pequeño gesto íntimo ( uyutnen'kii jest).
—¡Qué divertido!
El perro entró, alzó hacia Van una mirada apagada y húmeda, trotó hacia la ventana, contempló la lluvia como un hombrecito y volvió a retirarse al almohadón grasiento de la habitación vecina.
—Decididamente —dijo Van— nunca soportaré esta raza. Tengo Dackelofobia.
—Pero, en cambio, te gustan tas muchachas, ¿no, Van? ¿Tienes muchas amiguitas? ¿No eres, al menos, un pederasta, como tu pobre tío? Hemos tenido algunos pervertidos inveterados en la familia... pero, ¿por qué te ríes?
—¡Oh, por nada! Sólo quiero dejar bien sentado que adoroa las chicas. Tuve la primera a los catorce años. ¿Pero quién me devolverá mi Helena? Sus cabellos eran negros como ala de cuervo, su piel blanca como la leche descremada. Más tarde he tenido otras mucho más cremosas. ¿ I kazhetsya chto v etom?
—¡Qué cosa más extraña, qué triste! Es triste que apenas sepa nada de tu vida, querido ( mot duchka). Los Zemski eran unos abominables libertinos ( razvratniki). Hubo uno de ellos que amaba a las niñas, otro que estaba enamorado de una de sus yeguas y la ataba de una manera especial... no me preguntes cómo (gesto, con ambas manos, de horrorizada ignorancia)... cuando la visitaba en la cuadra. Kstati(a propósito), hay una cosa que nunca he llegado a comprender, y es cómo la herencia puede ser transmitida por los solteros... a menos que los genes puedan saltar como los caballos de ajedrez. La última vez que jugamos tú y yo casi te vencí; tendremos que volver a jugar... Pero no hoy, estoy demasiado triste Me habría gustado mucho saberlo todo, todo, de ti, pero ya es demasiado tarde. Nuestros recuerdos son siempre más o menos estilizados ( stilizovani), como decía tu padre (aquel hombre irresistible y detestable), y ahora, aunque tú me mostrases tus viejos diarios íntimos, no podría sentir una verdadera emoción, aunque una actriz sea siempre capaz de derramar lágrimas... como yo lo hago ahora. Ya sabes (buscando un pañuelo bajo la almohada), cuando los niños son muy pequeños ( takie malutki), uno no llega a imaginar que podría vivir lejos de ellos ni siquiera un par de días. Pero he aquí que pasa el tiempo y sí que se puede... dos días, dos semanas... y luego pasan los meses, los años grises, los decenios negros, y, para acabar, la ópera bufa de la eternidad cristiana. Me parece que la separación, incIuso la más grave, es una especie de entrenamiento para los Juegos Elíseos. ¿Quién ha dicho eso? ¡Ah, lo he dicho yo! Incluso tu traje, aunque te sienta bien, tiene algo de fúnebre, traurnii. ¡Cuántas tonterías estoy diciendo! Perdona estas estúpidas lágrimas... Dime, ¿hay algo que pueda hacer por ti? ¡Piensa algo! ¿Te gustaría una hermosa bufanda de peruana, prácticamente nueva, que se ha olvidado ese joven loco? ¿No? ¿No es tu estilo? Bueno. Ahora, déjame. Y, sobre todo, ni una palabra a esa pobre Mlle. Larivière, que lo hace con la mejor intención...
Ada volvió justo antes de la cena. ¿Problemas? Van se la encontró en la gran escalera. Parecía cansada y subía arrastrando por los escalones su bolso de larga asa. ¿Problemas? Olía a tabaco... tal vez (dijo ella) porque había pasado una hora en un departamento de fumadores, o bien (añadió) porque había fumado un par de cigarrillos en el salón del médico, o acaso (y eso no lo dijo) porque su amante anónimo era un gran fumador.
—¿Y bien? —dijo Van, tras el esbozo de un beso—. ¿Todo marcha? ¿No hay problemas?
Ada le fulminó con la mirada; o fingió hacerlo.
—Van, ¿cómo has podido telefonear a Seitz? No conoce ni siquiera mi nombre. ¡Me lo habías prometido!
Un silencio.
—Yo no telefoneé —contestó Van, calmosamente.
—Tanto mejor —dijo Ada, con la misma voz insincera, mientras él la ayudaba a desprenderse de su impermeable—. Sí, todo va bien. ¿No puedes dejar de espiarme, amor mío? Resulta que la maldita cosa ha empezado en el camino de vuelta. Déjame pasar, por favor.
¿Inquietudes, ella? ¿Oh confeccionadas automáticamente por su madre? ¿Se reducía todo a una trivialidad vulgar? «Todos tenemos nuestros problemas.»
—¡Ada! —gritó.
Ella se volvió antes de abrir la puerta de su habitación, que siempre quedaba cerrada con llave.
—¿Qué quieres?
—Tusenbach, no sabiendo qué decir: «Hoy todavía no he tomado café. Irene, encarga que me preparen una taza.» Sale precipitadamente.