—¡Si no lo sabe! —gritó G.A.—. Sólo es un semi- flashback. De todos modos, ese Renny, el amante número uno, ignora, desde luego, que ella trata de desembarazarse del número dos. Ella, durante ese tiempo, no deja de preguntarse si puede seguir concediendo citas al número tres, es decir, al caballero de la granja, ¿entendido?
— Nu eto chto-to slojonovato(un poco complicao), Grigori Akimovich —dijo Marina, rascándose una mejilla. Olvidaba fácilmente, por puro instinto de conservación, las vicisitudes considerablemente más complicadas de su propio pasado.
—Lea, lea, todo se va aclarando —dijo G.A., pasando enérgicamente las hojas del ejemplar que él tenía.
—Esperemos —dijo Marina —que Ida no encuentre mal que hayamos hecho de Renny no sólo un poeta, sino también un bailarín de ballet. Pedro podrá lucirse, pero no se le puede exigir que recite poesía francesa.
—Que proteste —dijo Vronsky—. Puede meterse un poste de telégrafos... donde le quepa.
Marina tenía una secreta afición a las bromas picantes. El indecente poste de telégrafos la hizo retorcerse de risa —la misma risa a saltos y oledas de Ada ( pokativshis' so smehu vrode Adi).
—Pero, seamos serios —dijo—. Sigo sin ver cómo y por qué su mujer (quiero decir, la del número dos) puede aceptar una situación así.
Vronski estiró sus veinte dedos.
—Ella está en una bendita ignorancia de todo el idilio, y, además, sabe que es torpe, rechoncha e incapaz de competir con la pimpante Helena.
—Yo lo comprendo, pero no todos lo comprenderán —dijo Marina.
Mientras tanto, herrRack, nadando otra vez, se acercó de nuevo a Ada, sobre el borde de la piscina. En el curso de su elevación anfibia estuvo a punto de perder su informe taparrabos.
—Iván, permítame que le sirva también un kokruso bien fresco —dijo Pedro, ciertamente un muchacho muy simpático, muy servicial y muy generoso.
—Mejor será que vaya a partir un coco —replicó el odioso Van, poniendo a prueba al desdichado fauno. Pero éste no consideró que hubiese ofensa alguna, y volvió a sentarse, riendo, en su estera. Claudio, al menos, no hacía la corte a Ofelia.
El melancólico joven alemán estaba de un humor filosófico próximo a la tentación de suicidio. Tenía que volver a Kalugano con su Elsie, la cual, según el pronóstico del doctor Ecksreher, «le haría papá de dres gemelos en dressemanas». Él detestaba Kalugano, su ciudad natal y la de su esposa, en la que, en un momento de ofuscación recíproca, la tonta de Elsie le había dado su flor sobre un banco público al salir de una alegre fiesta de la oficina, concelebrada en los «Muzakovski's Organs» donde el imbécil supersexuado tenía un buen empleo.
—¿Cuándo se marcha?
—El güeves, pasado mañana.
—Perfecto. Perfecto. Adiós pues, señor Rack.
El pobre Philip dobló el espinazo, sacudió su pesada cabeza, y, trazando con la punta del dedo desesperados nadas en la piedra mojada, dijo, con visibles contracciones de garganta:
—Uno siente... como si representase un papel y descubriese de pronto que ha olvidado la réplica siguiente.
—Eso le pasa a muchas personas —dijo Ada—. Debe ser un sentimiento furchtbar (terrible).
—Entonces... ¿nadie puede hacer algo por mí? ¿Ninguna esperanza, pues?
—Usted ya está muerto, señor Rack —dijo Ada.
Durante aquel horrible coloquio, Ada no había dejado de lanzar miradas de reojo. Vio al puro, al orgulloso Van, en pie a buena distancia, bajo el tulipanero, con una mano en la cadera y la cabeza echada hacia atrás, bebiendo cerveza directamente de la botella. Ella se alejó del borde de la piscina y de su cadáver, y se dirigió hacia el árbol, evitando, mediante un rodeo estratégico, primero a la novelista —la cual, ignorante del trato que estaba recibiendo su obra, dormitaba en una tumbona, de cuyos brazos caían, como dos racimos de champiñones rosa, sus regordetes dedos —y luego a la vedette, que estaba interrogándose con perplejidad sobre los matices de una escena de amor en la cual se mencionaba la «radiante belleza» de la joven castellana.
—Pero, ¿cómo se puede hacer eso de «radiante» en escena, y qué diablos significa «belleza radiante»?
—Belleza pálida —sugirió Pedro, elevando los ojos hacia Ada, que entonces pasaba ante ellos—, la belleza por la que tantos hombres estarían dispuestos a cortarse sus miembros.
— Okey—dijo Vronsky—. Acabemos con este maldito guión. Él abandona el patio de junto a la piscina, y, como nuestra intención es hacerlo en color...
Van abandonó el patio de junto a la piscina, y se alejó con paso rápido. Giró por una galería lateral que conducía a una parte del jardín plantada de arbustos, y que constituía una transición insensible con el parque. No tardó en darse cuenta de que Ada había apresurado el paso para seguirle. Ada levantó el brazo, dejando ver la estrella negra de su axila, se quitó el gorro de baño, y, con un brusco movimiento de cabeza, dejó en libertad al torrente de sus cabellos. Lucette, en colores, trotaba tras ella. Compadecido de los pies descalzos de las dos hermanas, Van dejó el sendero de gravilla y pasó a un cuadro de césped aterciopelado (reproduciendo, en sentido inverso, la maniobra del doctor Ero perseguido por el Albino Invisible de Wells en una de las más bellas novelas de la literatura inglesa). Las dos hermanas le dieron alcance en el Segundo Bosquecillo. Lucette recogió, al pasar, el gorro de baño y las gafas de sol de su hermana. ¡Qué vergüenza, tirar así unas gafas como éstas! Mi cuidadosa pequeña Lucette (nunca te olvidaré...) colocó ambos objetos en el tocón de un árbol, al lado de una botella de cerveza vacía, y prosiguió su trote, aunque luego regresó para examinar un puñado de champiñones rosa que colgaban del tocón, del cual salían extraños ronquidos. Doble hallazgo, doble sorpresa.
—¿Estás furioso porque...? —comenzó Ada, al llegar junto a él (había preparado una frase para explicarle que, después de todo, tenía que ser atenta con un afinador de pianos —prácticamente, un criado—, afectado de ciertas dolencias cardíacas y de una esposa vulgar y lamentable), pero Van la interrumpió.
—Hay dos cosas que me sublevan —la frase salió como un cohete—. Una morenita, hasta la más desaliñada de las morenitas, debe afeitarse las ingles antes de ponerlas al descubierto. Y una niña bien educada no permite a un lujurioso que le hurgue en las costillas, aunque no tenga más remedio que llevar un guiñapo comido de gusanos, maloliente y demasiado corto para cubrir sus encantos. ¡Ah! ¿Por qué diablos he vuelto a Ardis?
—Te prometo... te prometo ser menos descuidada a partir de ahora y no permitir a ese piojoso de Pedro que se acerque a mí —dijo Ada, acompañando su promesa de perentorias sacudidas de cabeza y de un glorioso suspiro de alivio (cuya causa tardaría aún mucho en torturar a Van).