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Ada, tumbada al borde de la piscina, hacía cuanto podía por convencer al tímido dackselde que se dirigiese hacia el objetivo fotográfico en una posición razonablemente vertical y decente, mientras que Philip Rack, un joven músico insignificante, pero bastante simpático, que en su bañador holgado parecía aún más torpe y lamentable que con el traje de terciopelo verde con el que solía presentarse para dar sus lecciones de piano a Lucette, trataba de reunir en una misma foto las mandíbulas babeantes del recalcitrante animalito y el escote de Ada, que su posición (la chica estaba más o menos acostada sobre el vientre) contribuía a poner de manifiesto en la abertura del bañador.

Si dirigimos ahora nuestra cámara hacia otro grupo, en pie y algo apartado bajo las guirnaldas violeta de la arcada del patio, podremos tomar un plano medio de la embarazada esposa del joven maestro, que lleva un vestido de lunares y vierte almendras saladas en las copas, y de nuestra distinguida novelista, resplandeciente con sus volantes malva, su sombrero; malva y sus zapatos malva, tratando de aprisionar en jersey acebrado el torso de Lucette... que se rebela y la replica con groserías aprendidas de una criada, pero pronunciadas en un tono de voz que apenas llegaba al umbral auditivo del algo duro oído de Mlle. Larivière.

Lucette no se puso el jersey. Su piel fresca y tersa tenía el color del jarabe de melocotón, su pequeña grupa se mecía graciosamente, moldeada por unos cortos pantalones verde sauce y el sol pulía sus cortos cabellos rojos y su torso gordezuelo, que sólo revelaba aún un imperceptible circunloquio de feminidad. Van, de un humor desabrido, recordaba, con una mezcla de sentimientos, cuánta ventaja había llevado en ese aspecto la hermana mayor cuando aún no tenía los doce años.

Había pasado la mayor parte del día durmiendo en su habitación y un largo sueño lúgubre y caótico le había hecho revivir, en una especie de parodia insípida, su agotadora noche «casanoviana» con Ada, y la conversación matutina, algo inquietante, que había tenido con ella. Al escribir estas líneas, después de tantos altibajos en el sendero del tiempo, encuentro cierta dificultad para no confundir nuestra conversación, transcrita de un modo inevitablemente estilizado, con la letanía de lamentaciones, a propósito de traiciones sórdidas, que obsesionó al joven Van en su sombría pesadilla ¿O era ahora cuando soñaba que había soñado? ¿ Les Enfants mauditsera realmente el título de una novela escrita por una institutriz grotesca? Una novela que iba a ser llevada a la pantalla por frívolos monigotes, ocupados ahora en discutir su adaptación, y que, por arte de éstos, se convertiría en algo aún más trivial y almibarado que El Libro de la Quincena. ¿Acaso detestaba a Ada como la había detestado en su sueño? ¡Pues sí!

A los quince años, Ada se había convertido en una enervante y desesperante belleza. Y bastante descuidada, además. Era excéntrica en sus maneras y en su aliño. Despreciaba los baños de sol y en la blancura descarada de sus miembros y de sus omoplatos descarnados no había ni el menor vestigio del bronceado que había californizado a Lucette.

Prima lejana y no hermana de Rene (ni siquiera su hermanastra, tan líricamente anatematizada por Monparnasse), Ada saltó sobre Van como podía haberlo hecho sobre el tocón de un árbol, y devolvió a su madre el confundido perro. El actor, que muy probablemente iba a encontrarse con el puño de alguien en una escena próxima, hizo una observación obscena en mal francés.

Du sollst nicht zuhoren (No debes escuchar)—murmuró Ada, junto a la oreja de Dack el Teutón antes de depositarlo en el halda de Marina, bajo los «niños malditos»—. No se habla así delante de un perro —añadió, sin dignarse mirar a Pedro, el cual, sin embargo, se levantó, se reajustó la entrepierna y se la adelantó, para darse una zambullida en la piscina, que ejecutó en un salto a lo Nurjinski.

¿Era verdaderamente bonita? ¿Era, al menos, lo que se llama atractiva? Era exasperación, era tortura. La estúpida muchacha había reunido sus cabellos bajo un gorro de goma, lo que daba a su nuca un aire insólito y vagamente médico, con todo aquel deshilacliado de mechones negros revueltos y aplastados, como si hubiese obtenido un puesto de enfermera y no fuera a bailar nunca más. Su traje de baño, una sola pieza de un gris azulado, parecía demasiado corto para ser decente y cómodo. Tenía una mancha de grasa y un agujerito encima de la cadera, posible obra de un larva hambrienta de sebo. Olía a algodón húmedo, a pelo de axilas y a nenúfares, como la loca Ofelia. Ninguno de aquellos pequeños detalles habría enojado a Van si éste hubiera estado a solas con ella, pero la presencia del supermacho Pedro lo volvía todo obsceno, sucio, intolerable. Van recordó la charada que le había cuchicheado doce horas antes, en la oscuridad del cuartucho de herramientas: «Mi primera, es mucha agua; mi segunda y tercera, un animal muy aficionado al agua.» Volvamos a los bordes de la piscina.

Nuestro joven amigo, que por naturaleza era excepcionalmente brezgliv(delicado, propenso a sentir asco), no tenía la menor gana de compartir unos metros cúbicos de agua de azulete clorado («el azur su baño») con dos extraños. No tenía nada de japonés, y siempre recordaba con un estremecimiento de asco la piscina cubierta de la escuela preparatoria, las narices mocosas, los pechos granujientos, los contactos accidentales con la odiosa carne masculina, la burbuja sospechosa estallando como una pequeña bomba fétida, y, sobre todo, sobre todo, el infame, el cínico triunfador que, metido en el agua hasta los hombros, orinaba secretamente (y Dios sabe cómo había zurrado Van a aquel Veré de Veré, pese a que era tres años mayor que él). También ahora ponía el mayor cuidado en mantenerse fuera del alcance de las posibles salpicaduras de Pedro y de Phil, que resoplaban y hacían el tonto durante el baño. El pianista, flotando y exhibiendo sus horribles encías en una mueca servil, no tardó en intentar arrastrar a Ada, que estaba tumbada en las losas del borde, pero ella se puso a salvo, abrazando la gran pelota naranja que acababa de sacar del agua y valiéndose de la misma como de un escudo. Rechazado el asaltante, tiró la pelota en dirección a Van, quien la apartó con un revés de la mano, rechazando el gambito, eludiendo la cabriola y despreciando a la jugadora.

A su vez, el hirsuto Pedro se izó sobre el borde y emprendió un flirtcon la pobre chica (para la cual, las tonterías de Pedro eran la menor de sus preocupaciones).

—Su pequeño orificio debe ser arreglado —la dijo.

—¿Qué quiere usted decir, por el amor de Dios? —preguntó Ada, en vez de darle un bofetón.

El imbécil insistió:

—Permítame que toque su encantador penetralium—y posó un dedo mojado sobre el agujerito de su bañador.

—¡Ah, es eso! —Ada se encogió de hombros y subió el tirante que había sido desplazado por su movimiento—. No se preocupe de ello. La próxima vez quizás me ponga mi fabuloso bikini nuevo.

—La próxima vez, quizás nada de Pedro.

—¡Qué desgracia! Y ahora, vaya a traerme una coca-cola, como un perrito bueno.

—¿Y tú? —preguntó Pedro, al pasar junto a Marina—. ¿Otro vodka?

—Sí, querido, pero con pomelo, no con naranja. Y con un poco de azúcar. —Se volvió a Vronski—. No acierto a comprender por qué hablo en esta página como si tuviera cien años y en la siguiente como si tuviera quince. Porque, si se trata de un flashback—y supongo que se trata de un flashback(y cerraba las vocales, a la rusa)—, Renny, o René, no debería saber lo que parece saber.

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