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—¡Esperadme! —gritó Lucette.

(¡Torturar, pobre amor mío! Torturar, sí. Pero todo eso está ya acabado, hundido, muerto. Nota de Ada, bastante posterior.)

Formaban entre los tres un bonito cuadro arcádico cuando se dejaron caer sobre la hierba, al pie del gran sauce llorón cuyos aberrantes miembros abrían un baldaquino oriental (apuntalado en muletas salidas de su propia carne... como este libro) sobre dos cabezas negras y una tercera de un rojo dorado, como lo habían hecho antaño, en las noches cálidas y sombrías, cuando éramos unos niños felices y despreocupados.

Van, acostado de espaldas, ahito de recuerdos, cruzó las manos por detrás de la nuca y contempló, entornando los ojos, el azul libanes del cielo ensartado en la red del follaje. Lucette miraba con tierna admiración sus largas pestañas, y se compadecía de su fina piel, señalada por manchas rojas entre cuello y mandíbula, allí donde el afeitado es más difícil. Ada, inclinando su perfil de keepsakey dejando deslizar sobre su brazo pálido la melancólica cabellera de penitente (en correspondencia simpática con las sombras llorosas), examinaba con aire soñador la garganta amarilla de una eleborina, de un blanco de cera, que acababa de coger. Le detestaba, le adoraba. Era brutal, estaba indefensa.

Lucette, que nunca olvidaba su papel de camarada sensible y afectuosa, puso las palmas de las manos en el pecho velludo de Van y quiso saber por qué estaba enfadado.

Lucette le besó la mano, y empezó a hostigarle.

—¡Basta! —Lucette estaba restregándose contra su torso desnudo—. Estás muy fría y es desagradable.

—¡Mentiroso! Tengo calor, estoy ardiendo —replicó ella.

—Estás fría como dos mitades de melocotón en almíbar. Y ahora, quítate de ahí, anda, sé buena.

—¿Dos? ¿Por qué dos?

—Sí, por qué —gruñó Ada, con un estremecimiento de placer. E, inclinándose sobre él, le besó en la boca. Van trató de levantarse, pero las dos chicas le besaban, cada una por su lado, luego se besaban entre sí, después se ocupaban otra vez de él. Ada en un peligroso silencio, Lucette con pequeños maullidos de alegría. Yo no sé ya lo que decían o lo que hacían los «niños malditos» de la novela de Monparnasse —según creo, vivían en el castillo Bryant, y la cosa empezaba por un vuelo de murciélagos que salían uno a uno por la tronera de una torre e iban a perderse en el crepúsculo—; pero estasniñas (a las que la novelista no conocía verdaderamente, delicioso detalle) podrían también haber sido filmadas, con resultados bastante interesantes, si Kim el fisgón, el apasionado fotógrafo de la cocina, hubiese dispuesto del material preciso. Da horror hablar de estas cosas. Las descripciones escritas suelen resultar inconvenientes, estéticamente hablando. ¿Pero cómo no recordar, en el último crepúsculo (cuando los defectos artísticos de importancia secundaria son más leves que los tres murciélagos fugitivos en el desierto de un cielo anaranjado horro de insectos), que las modestas contribuciones de Lucette no atenuaban, sino al contrario, la invariable reacción de Van al más ligero contacto, real o imaginario, de la preferida. Ada, cuya melena sedosa barría las tetillas y el ombligo de Van, parecía complacerse efl hacer todo lo necesario para que —todavía hoy— mi pluma se sobresalte al escribirlo, y para que, en este pasado ridículamente lejano, su hermanita advirtiese y notase lo que escapaba a la voluntad de Van. Veinte dedos cosquilleantes apretaban alegremente la flor aplastada bajo el cinturón de goma de su bañador negro. El ornamento era de poco valor; el juego, inepto y peligroso. Van se desprendió bruscamente de sus bonitas atormentadoras y se alejó andando sobre las manos, con una máscara negra sobre su nariz de carnaval. En aquel momento entró en escena la institutriz, jadeante y vociferante. «Pero ¿qué te ha hecho tu primo?», preguntó varias veces, con voz inquieta, porque Lucette, derramando lágrimas inexplicables que en otra ocasión había derramado Ada, había corrido a refugiarse en los brazos de las alas malvas.

XXXIII

El día siguiente comenzó lloviznoso, pero después de la comida aclaró. Lucette tomó su primera lección de piano con el fúnebre herrRack. El monótono la-do-re llegó a los oídos de Van y de Ada durante una exsursión a un pasillo del segundo piso. Mlle. Larivière estaba en el jardín, Marina había hecho una escapada a Ladore y Van quiso aprovechar que Lucette estaba «audiblemente» ausente para refugiarse con Ada en un tocador de allá arriba.

Allí encontraron en un rincón el primer triciclo de Lucette. Un estante colgado sobre un diván con forro de cretona contenía alguno de los intocables tesoros de la niña, entre ellos la maltratada antología que Van le había regalado cuatro años antes. La puerta no cerraba con llave, pero Van no podía contenerse, y el concierto iba seguramente a resistir, firme como un baluarte, durante no menos de veinte minutos. Apenas había hundido la boca en la nuca de Ada cuando ésta se puso en tensión y elevó un índice admonitorío. Unos pies que se arrastraban con paso pesado subían la gran escalera. Ada murmuró: «Haz que se vaya.» « ¡Chort!(demonio)», juró Van. Se recompuso la ropa y salió al rellano de la escalera. Philip Rack subía jadeante, con la nuez animada de un movimiento de vaivén vertical, mal afeitado, lívido, enseñando las encías, con una mano en el pecho y la otra sosteniendo un rollo de papel rosa, mientras la música seguía oyéndose, como sí la produjese algún dispositivo mecánico.

—Hay uno abajo, en el vestíbulo —dijo Van, suponiendo, o fingiendo suponer, que el desgraciado tenía retortijones o náuseas. Pero herrRack sólo quería despedirse de Ivan Demonovich (lamentablemente acentuado en la segunda «o»), de la señorita Ada, de Mademoiselle Ida y, naturalmente, de la señora. ¡Ay, la prima y la tía de Van estaban en la ciudad! Pero Phil encontraría probablemente en la rosaleda a su querida Ida, con la pluma en la mano. ¿Estaba Van seguro? ¡Claro que lo estaba, hombre! Rack estrechó la mano de Van con un profundo suspiro, alzó los ojos, los bajó, dio unos golpéenos contra la balaustrada con su misterioso cilindro de papel rosa y descendió al salón de música, donde Mozart comenzaba a dar señales de cansancio. Van aguardó un instante, con el oído atento y una mueca en los labios, y volvió a Ada, que estaba sentada, con un libro abierto sobre las rodillas.

—Tengo que lavarme la mano derecha antes de tocar lo que sea —dijo Van—... antes de tocarte a ti.

Ada no leía de verdad. Hojeaba nerviosamente, con irritación, distraída, un pequeño volumen (el azar había querido que fuese aquella vieja antología); ella que, de ordinario, siempre que abría el primer libro que encontraba, se sumergía en él en cuerpo y alma, con el movimiento instintivo de una criatura acuática que entraba de nuevo en contacto con su elemento natural.

—En mi vida había estrechado un miembro anterior más húmedo, más flojo, más asqueroso —dijo Van.

Y, soltando maldiciones, se dirigió a los lavabos de los niños, donde había un grifo. Desde la ventana de aquel observatorio vio a Rack, que dejaba su cartera negra y cochambrosa en la cesta delantera de su bicicleta, y se alejaba zigzagueando, sin olvidarse de saludar, quitándose el sombrero, a un jardinero indiferente. El equilibrio del torpe ciclista no resistió aquel gesto inútil. Tocó de refilón en el seto que bordeaba el camino y fue a parar al verde macizo. Durante unos segundos, el señor Rack permaneció en comunión indisoluble con los aligustres y Van se preguntó si debería bajar a auxiliarle. El jardinero se había vuelto de espaldas al músico, ebrio o enfermo, el cual, gracias a Dios, salía ya del bosquecillo y volvía a colocar la cartera en la cesta. Reanudó su camino lentamente, y a Van le subió una sensación de oscuro asco y tuvo que escupir en el lavabo.

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