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Una especie de enigma a la antigua. ( Los sofismas de Sofía, por mademoiselle Stopchin, en la Biblioteca Vieux, serie rosa): ¿la Granja Incendiada fue antes que la Buhardilla, o la Buhardilla fue antes que la Granja Incendiada? Veamos: hacía mucho tiempo que nos besábamos como primos cuando se incendió la granja. En efecto, hasta compraba en Ladore bálsamo de Chateau Baignet para aplicar a mis pobres labios agrietados. Y nos despertamos sobresaltados, tú y yo —cada uno en su cuarto—, cuando le oímos gritar «¡fuego!». ¿28 de julio? ¿4 de agosto?

¿Cuándo oímos a quién? ¿A Stopchin o a Larivière? ¡Vaya usted a saber! ¿Era Larivière quien gritaba que la granja estaba en llamas?

No, no. Larivière ardía como un leño, quiero decir, dormía como un leño. Yo sé bien quién fue, dijo Van; fue la doncella pintarrajeada, que usaba tu caja de acuarelas para pintarse los ojos, o eso decía Larivière, que las acusaba, a ella y a Blanche, de los pecados más fantásticos.

¡Pues claro! Pero no fue la pobre French, la doncella de Marina, sino Blanche, nuestra pequeña oca. Había atravesado el pasillo a toda carrera, y había perdido, en la escalera principal, una minúscula zapatilla con forro de piel blanca, como Cenicienta.

—¿Y recuerdas, Van, qué calor hacía aquella noche?

Eschchyo bil(¡Cómo iba a olvidarme!). Aquella noche, por culpa de los guiños...

Sí, aquella noche, por culpa de los guiños lejanos, pero inoportunos, de los relámpagos de calor que taladraban los corazones negros de su frondoso dormitorio, el arborícola Van había abandonado sus dos tuliperos y se había acostado en su habitación. El tumulto en el interior de la casa y los gritos de la doncella interrumpieron un sueño raro, brillante, dramático, cuyo tema no pudo recuperar, a pesar de que lo guardó encerrado en un joyero. Como de costumbre, había dormido desnudo: tuvo que decidir si se pondría unos calzoncillos o si se cubriría con su manta de viaje escocesa. Habiendo optado por la segunda posibilidad, sacudió una caja de cerillas para asegurarse de que no estaba vacía, encendió una vela, y salió con presteza de su habitación, dispuesto a socorrer a Ada y sus larvas. El corredor estaba sombrío; en alguna parte, Dack ladraba extáticamente Las exclamaciones, que iban decreciendo, hicieron saber a Van que ¿llamada «Granja del barón», una inmensa y cara construcción, a más de una legua de distancia, estaba ardiendo. Si el acontecimiento se hubiese producido más avanzada la estación, cincuenta vacas lecheras habrían qUe. dado privadas de su heno cotidiano, y Larivière de la crema para su café de mediodía. Van se sintió ofendido. «Se han marchado todos, y me han dejado solo», como dice gruñendo el viejo Firmus en la última escena de El jardín de los cerezos(Marina había estado aceptable en el papel de madame Ranevski).

Ceñido con su toga escocesa, Van acompañó a su negra sombra por la pequeña escalera de caracol que conducía a la biblioteca. Allí, apoyando la rodilla desnuda en el diván de terciopelo raído colocado bajo la ventana, apartó las pesadas cortinas rojas.

Tío Dan, con un puro entre los dientes, y Marina, que llevaba un pañuelo al cuello y a Dack entre sus brazos, estaban a punto de partir, entre manos tendidas y linternas oscilantes, en su deportivo, rojo como un coche de bomberos. Pero, apenas en marcha, fueron adelantados, en la curva de la avenida, por tres lacayos ingleses a caballo, con tres doncellas francesas a la grupa. Todo el personal de servicio parecía dirigirse a admirar el incendio (acontecimiento poco frecuente en nuestros climas húmedos y de escasos vientos), utilizando todos los medios de locomoción disponibles o imaginables: telesillas, botes de ruedas, biciclos tándems, e incluso carretillas mecánicas para el transporte de equipajes, que el jefe de estación proporcionaba gratis a la familia, en recuerdo de su inventor, Erasmus Veen. Solamente la institutriz continuaba durmiendo (de lo que Ada, aunque no Van, se había dado cuenta), roncando y silbando en la habitación contigua al antiguo cuarto de los niños, donde la pequeña Lucette estuvo despierta durante un minuto antes de echar a correr tras su sueño y saltar a la última camioneta de transporte de muebles.

Van, arrodillado ante la ventana panorámica, vio cómo el ojo inflamado del cigarro puro se alejaba y desaparecía en la noche. Aquella salida múltiple... Pero sigue tú ahora.

Aquella salida múltiple constituía verdaderamente un espectáculo maravilloso sobre el fondo del firmamento pálido, con polvo de estrellas, de la casi subtropical Ardis, y aquella lejana llamarada color rosa flamenco entre el negro de los árboles, donde ardía la granja. Para llegar allí había que contornear una gran extensión de agua, sobre la cual veía brillar, a lo lejos, escamas de luz, cada vez que un mozo de servicio o un palafrenero arriesgado la atravesaba en alguna máquina flotante, como esquís náuticos o balsas con típicas ondulaciones luminosas, como de dragones japoneses. Se podían seguir con ojos de artista los faros de los automóviles y sus luces posteriores, avanzando hacia el este según la dimensión AB de aquel lago rectangular y girando bruscamente en el ángulo B para ás& cribir la anchura del cuadrilátero y volver luego hacia el oeste, disminuidas, atenuadas, hasta un punto situado a la mitad de la orilla opuesta en el que viraban hacia el norte y desaparecían.

Mientras dos rezagados, el cocinero y el vigilante nocturno, corrían sobre el césped hacia un break o cabriolé al que no había sido enganchado el tiro, y que les saltidaba con sus limoneras levantadas (¿o era, después de todo, una rickshajaponesa? (tío Dan había tenido, en tiempos, un sirviente japonés que tiraba del cochecillo), Van descubrió con placer y emoción, muy cerca de allí, entre los arbustos negros como de tinta china, a Ada, en camisón, con una vela encendida en una mano y un zapato en la otra, como siguiendo a hurtadillas a los rezagados. Pero no era Ada entre los arbustos, sino su reflejo en el cristal de la ventana. Tiró el zapato, que se había encontrado en una papelera, y fue a reunirse con Van en el diván.

—¿Se ve algo, se ve algo? —repetía. Y sus miradas escrutadoras brillaban de extasiada curiosidad, y en sus ojos de ámbar negro ardían centenares de granjas. Van tomó la vela de sus manos y la colocó al lado de la suya, que era mucho más larga, en el alféizar—. Vas desnudo, estás horriblemente indecente —dijo la chica, sin mirarle y sin poner en su comentario insistencia ni reproche. Ramsés de Escocia se ciñó mejor la manta y Ada se arrodilló a su lado. Contemplaron un momento el romántico «efecto nocturno» enmarcado por la ventana. Trémulo, con la mirada perdida hacia delante, Van había empezado a acariciarla, siguiendo con mano de ciego, a través de la fina batista, el surco de su columna vertebral.

—¡Oh, mira! ¡Gitanos! —susurró la chica, indicando con el dedo tres siluetas negras (dos hombres, uno de los cuales llevaba una escalera, y un niño, o un enano) que cruzaban el césped con paso cauteloso y que, al descubrir la ventana iluminada por la doble llama, hicieron marcha atrás (el pequeño andando de espaldas, como si tomase fotografías).

—Me había quedado en casa con toda intención —dijo Ada, o pretendió, más tarde, haber dicho —porque esperaba que tú también te hubieses quedado. Una coincidencia provocada. —Mientras hablaba, Van continuaba acariciándole los largos cabellos, le estrujaba y arrugaba el camisón, sin osar todavía deslizarse por debajo, pero arriesgándose a acariciar sus nalguitas, hasta que, con un ligero silbido, ella se puso en cuclillas y se encontró sentada en la mano de él. En el mismo instante el castillo de naipes se hundió en las llamas. Ada se volvió hacia Van, que estaba ya besando su hombro desnudo y acercándose más a ella, como el soldado que avanza detrás en la fila.

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