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—Es la primera vez que oigo hablar de eso. Yo creía que el viejo señor Nymphopopotus había sido mi único predecesor.

Algún tiempo antes, en primavera. Un viaje a la ciudad. Matinéefrancesa en el Teatro municipal. Mademoiselle había extraviado las entradas. El pobre chico se imaginaba probablemente que Tartufo era una tarta, o una bailarina de striptease.

Lo cual, en el fondo, no es ninguna tontería. Pero sigamos. En la escena de la Granja Incendiada...

—¿Sí, Van...?

—No, nada. Continúa.

—Ay, Van, aquella noche, mientras estábamos arrodillados el uno junto al otro a la luz de las velas, como los «Niños en oración» de un cuadro muy malo, enseñando las cuatro plantas de los pies (arborícolas y trepadoras todavía la víspera) no a la Mamá Buena que recibe su felicitación de Navidad, sino a la Serpiente sorprendida y encantada... ¡si supieras qué ganas sentía de pedirte una información puramente científica! Porque mi mirada, oblicuando un poco...

Ahora, no. Ahora mismo no es un espectáculo bonito. Y peor será dentro de un momento (respuesta de Van, más o menos exacta). No estaba seguro de si Ada era completamente ignorante y pura como el cielo estrellado (al que, por cierto, ya no coloreaba el resplandor del incendio), o si, por el contrario, enterada de todo, se complacía en jugar el juego de la inocencia. Por lo demás, eso no importaba gran cosa.

—Espera, ahora no —respondió, en un murmullo medio ahogado.

Ella insistió:

—Quiero saber. Quiero que me digas...

Él acariciaba y entreabría con sus partes carnosas ( parties très charnuesen el caso de nuestra apasionada parejita), la cortina suave y sedosa de su negra cabellera (cuando Ada echaba la cabeza atrás, los cabellos le llegaban más abajo de los ríñones) y trataba de abrirse camino hasta el esplenio, tibio aún del calor del lecho. (No hace falta, ni aquí ni en otras partes —ya he encontrado otro pasaje similar —echar a perder un estilo relativamente puro con el empleo de esos vagos términos anatómicos que el psiquiatra recuerda de sus años de estudiante. Nota escrita más tarde por Ada.)

—Quería preguntar... —repetía ella, mientras la boca golosa ele Van alcanzaba su cálido y pálido objetivo.

—Quería preguntarte —repitió, esta vez con gran claridad, y, sin embargo, ya algo fuera de sí, pues la mano viajera había vuelto a ascender por el brazo, y el pulgar, que acababa de posarse en un pezoncito, le producía un hormigueo en el paladar, eso que en las novelas georgianas se describe como «llamar a la doncella»... cosa naturalmente inconcebible cuando falta la elletricità...

(Protesto. No tienes derecho. Eso está prohibido, hasta en lituano y en latín. Nota de Ada.)

—Preguntarte...

—¡Pregunta —gritó Van—, pero no lo estropees todo! (es decir: no me impidas que me alimente de ti, que me retuerza contra ti).

—Bien. ¿Por qué? —preguntó, exigió, reclamó, mientras una llama crepitaba y un cojín iba a parar al parquet—. ¿Por qué te pones tan duro y tan gordo por ahí cuando...?

—¿Dónde? ¿Cuando qué?

Con el fin de explicarse mejor, con un tacto y un contacto exquisito, hizo danzar su vientre contra él, que seguía casi arrodillado, estorbada por la larga cabellera que se interponía, y con un ojo casi metido en la oreja del muchacho (sus posiciones recíprocas habían llegado a estar considerablemente embrolladas).

—¡Repítelo! —gritó Van, como si ella estuviese muy lejos, un mero reflejo en la ventana oscura.

—¡Vas a enseñármelo inmediatamente! —dijo Ada, con autoridad.

Van se despojó de su improvisado kilt. Y Ada cambió en seguida de tono.

—¡Dios mío! —murmuró, como un niño que habla a otro niño—. ¡Está todo desollado, en carne viva! ¿Te duele? ¿Te duele mucho?

Él suplico:

—¡Tócalo, pronto!

—¡Van, pobre Van! —siguió ella, con la vocecita que emplean las niñas buenas para hablar a los gatos, a las orugas, a los perritos—. Estoy segura de que eso te quema. ¿Crees que te aliviarías si te lo tocara?

—¿Que si lo creo? ¡Puedes apostar!

—Mapa en relieve: los ríos de África —dijo la pedantilla. Su índice remontó el Nilo Azul, hasta las selvas, y luego volvió a seguir la dirección de la corriente—. ¿Y esto? El sombrerete del champiñón rojo no es ni la mitad de suave. De veras (en un tono intrascendente), me recuerda una flor de geranio, o, mejor, de pelargonio.

—¡Dios mío, ya estás con la botánica!

—¡Ay, Van, Van, ese fruto me gusta! ¡Francamente, me gusta!

—¡Apriétalo entonces, tonta! ¿No ves que me muero?

Pero la ingenua botánica no tenía la menor idea de cómo manejar aquel objeto. Van, ya in extremis, lo oprimió contra el volante de su camisón y gimió, al disolverse en un charco de placer.

Ella observaba, consternada.

—No es lo que tú crees —comentó Van, calmoso—. No tiene nada que ver con el pipí. Es limpio, como la savia de una hierba. Bien. El curso del Nilo ya está precisado: telegrama del explorador Speke.

(Van, me pregunto por quéte esfuerzas tanto en transformar un pasado poético e inigualable en una farsa sucia. Honradamente, Van. ¡Pero si soy honrado, todo lo honrado que se puede ser! Fue así como pasaron las cosas. Yo no conocía bien el terreno en que me aventuraba, y de ahí las audacias y los fingimientos. Eso es cosa tuya. Por mi parte, querida, afirmo que esas famosas excursiones digitales desde tu África hasta el fin del mundo no comenzaron hasta mucho más tarde, cuando ya me sabía de memoria el itinerario. Lo lamento, pero te engañas. Y además, si las personas tuviesen iguales recuerdos, ¿cómo diablos iban a ser unos seres distintos? Fue-así-como-pasaron-las-cosas. ¡Pero nosotros no somos diferentes! En buen francés, pensar y soñar son sinónimos. Van, piensa en 'a dulzura... ¡Oh, ya pienso en ella, desde luego que pienso! Todo fue dulzura, mi niña, mi rima. Eso está mejor, dijo Ada.)

—Sigue tú, ¿quieres?

Van se tendió, desnudo, a la luz ahora inmóvil de la vela.

—Durmamos aquí —dijo—. No regresarán antes de que el alba cienda de nuevo el cigarro de mi tío.

—Tengo empapado el camisón —musitó Ada.

—Quítatelo. Esta manta puede taparnos a los dos.

—¡No mires, Van!

—Eso no vale —dijo éste, ayudándola a pasarse el camisón por los rebeldes cabellos. Sólo un ligero toque de carbón sombreaba el punto de misterio de su cuerpo blanco como la tiza. Entre dos costillas, un grano maligno le había dejado una cicatriz rosa. Van puso un beso en aquel lugar, y se acostó de espaldas, a reposar, con las manos cruzadas bajo la nuca. Ada, inclinada sobre su cuerpo moreno, contemplaba la caravana de pelos que subían desde el hormiguero hacia el oasis del ombligo. Para ser un muchacho tan joven, Van era notablemente hirsuto. Los juveniles pechos redondos de Ada estaban justo sobre la cara de él. En tanto que médico, y en tanto que artista, repruebo el uso pequeño burgués del cigarrillo después de hacer el amor. Reconozcamos sin embargo, en atención a la verdad, que Van no era indiferente a la presencia de una caja de cristal con «Traumatis» turcos, pero la consola en la que se encontraban estaba demasiado lejos para que pudiese alcanzarla con un indolente movimiento del brazo. El gran reloj dejó oír un cuarto de una hora anónima: Ada, con la mejilla apoyada en un puño, contemplaba ahora la inquietud emotiva, aunque extrañamente morosa, el lento y continuado desperezo, la erección finalmente poderosa del renacimiento viril.

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