No. Francamente, no. Ada no se acordaba de nada parecido. Por otra parte, eso habría sido imposible, porque a los once años de edad, por mucho que hubiera intentado encontrar entre todas las llaves de la casa la que pudiera abrir cierto armario en el que Walter Daniel Veen guardaba sus «estampas erot., Jap. e Ind.» (etiqueta perfectamente visible a través de la puerta vidriera), Ada tenía aún nociones relativamente nebulosas sobre el modo en que se apareaban los seres humanos (Van encontró aquella llave en un abrir y cerrar de ojos: estaba colgada en la parte posterior del frontón). Es verdad que no era precisamente espíritu de observación lo que faltaba a Ada. Había examinado de cerca diversos insectos in copula, pero, en la época de la que hablamos, los atributos claros y distintos del mamífero macho se habían ofrecido muy pocas veces a sus miradas, y de un modo perfectamente inconexo con cualquier idea de una posible función sexual (por ejemplo, aquel día de 1883 en que pudo contemplar el pico beige claro de un chiquillo, hijo del portero negro de su primer colegio, que venía a veces a orinar en los lavabos de las niñas).
Otros dos fenómenos observados por ella en una fecha anterior la habían inducido a error de una manera absurda. Tenía unos nueve años cuando aquel caballero más que maduro, aquel pintor eminente cuyo nombre no podía ni quería decir, vino varias veces a cenar a Ardis. La profesora de dibujo de las niñas, Miss Wintergreen, le tenía en gran estima, a pesar de que en 1888 (y también en 1958) las naturalezas muertas de Miss Wintergreen hubiesen conquistado una reputación infinitamente más alta que las del ilustre viejo verde, el cual representaba invariablemente sus diminutos desnudos vistos por detrás (pequeñas ninfas de nalgas de melocotón subiendo a una higuera para darse un atracón de fruta, exploradoras montañeras en pantalón corto ajustado hasta reventar, escalando rocas, etc.).
Van, interrumpiendo con ironía el discurso:
—Sé perfectamente a quién te refieres, y quiero hacer constar que, aunque su delicioso talento no esté hoy muy en gracia, yo reconozco retrospectivamente a Paul Gigment el absoluto derecho a representar a sus colegialas o bañistas de sol por el lado que más le gustara: Puedes continuar.
Ada volvía a tomar tranquilamente el hilo para decir que, a cada visita de Pig Pigment, ella temblaba en cuanto oía sus pisadas y resoplidos en la escalera. Se la aproximaba inexorablemente, como el Convidado de Piedra, inmemorial espectro de mármol, y la buscaba, y la llamaba con una voz aguda, débil y doliente, francamente impropiada para un mármol.
—Pobre hombre —suspiró Van.
Su método de contacto, ya que abordamos el tema— decía Ada —(y quede bien entendido que no intento hacer comparaciones hirientes), consistía en ofrecerse a la niña, con una furiosa insistencia, para ayudarla a alcanzar un objeto cualquiera: cualquier regalito que hubiera traído para ella, un paquete de caramelos o alguna muñeca vieja encontrada en el suelo del cuarto de los niños y colgaba por él en la pared, bien alta, o una vela rosa de un árbol de navidad que le pedía que apagase de un soplo. Y a pesar de las protestas de la pobre Ada, tomarla por los codos y elevarla, calmosamente, trabajosamente, dando ronquidos, diciendo «oh, cuánto pesa, oh, qué guapa es». Y aquellas maniobras proseguían hasta que sonaba el timbre que anunciaba la hora de la cena, o aparecía la institutriz con un vaso de zumo de frutas en la mano. ¡Qué alivio para cada uno de los interesados cuando, de vueltas de su fraudulenta ascensión, el pobre trasero de la niña patinaba al fin por la nieve resbaladiza de la almidonada pechera de la camisa, y él volvía a abrocharse el smoking! Y ella se acordaba...
«Ridículamente exagerado, y, supongo, coloreado a la luz artificial de acontecimientos ocurridos más tarde y revelados más tarde aún» (comentario de Van).
...Se acordaba del doloroso rubor que le subió a las mejillas al oír decir a alguien delante de ella que el pobre Pig tenía una mente enferma y padecía de un «endurecimiento de la arteria» o de algo parecido. Pero lo que sí sabía ya era que la arteria podía hacerse terriblemente larga: cierto día había sorprendido a Drongo, el caballo negro, en el espectáculo (que la dejó terriblemente confundida, tenía que reconocerlo) de la transformación experimentada en mitad de un prado, a la vista de todas sus margaritas. Ada había creído, decía (vaya usted a saber si era digna de fe), que aquel apéndice de caucho negro era la pata de un potrillo que salía del vientre de Drongo, porque no había comprendido aún que Drongo no era una yegua y no estaba equipado de bolsa marsupial como el canguro de cierta imagen que ella idolatraba. Después, su institutriz inglesa le explicó que Drongo era un caballo muy enfermo, y todo volvió a estar en orden.
—Muy bonito —dijo Van—, verdaderamente apasionante. Pero eso me ha hecho pensar en la primera vez que pudieras haber sospechado que vo también era un cerdo o un caballo «muy enfermo». Y me acuerdo de la mesa redonda, en el círculo de luz rosada, y de ti, arrodillada en una butaca, a mi lado. Yo estaba encaramado en el brazo redondo de la butaca. Tú hacías un castillo de naipes, y hasta el menor de tus movimientos se sublimizaba, como si estuvieses en trance —lentitud de sueño, pero también extrema atención—, y yo me embriagaba con el olor de niña que exhalaba tu brazo desnudo, y con el olor de tus cabellos, asesinado más tarde por algún perfume de moda. Sitúo ese episodio más o menos el diez de junio. Un anochecer lluvioso, menos de una semana después de mi llegada —mi primera llegada —a Ardis.
—Me acuerdo —dijo Ada —de las cartas, y de la luz rosada, y del ruido de la lluvia, y de tu chaleco de punto azul... Pero no recuerdo nada más, nada extraño ni escabroso. Eso vino después. Por otra parte, sólo en las novelas francesas hay des messieurs qui humenta las jovencitas.
—Bueno, pues eso es lo que yo hacía mientras tú te dedicabas a tu delicado trabajo. Magia táctil, paciencia infinita. Las yemas de los dedos al acecho de la gravedad. Las uñas terriblemente mordidas. Sé indulgente con estas notas. No sé expresar adecuadamente el malestar del pesado deseo, del deseo pegajoso. ¿Sabes lo que yo estaba esperando? Que en el momento en que se derrumbase tu castillo de naipes harías un gran gesto de abandono, al modo ruso y te sentarías sobre mi mano.
—No era un castillo. Era una casa de Pompeya, adornada por dentro con mosaicos y frescos, porque sólo empleaba las figuras de las barajas viejas del abuelo. Y bien, ¿me senté en esa mano dura y ardiente?
—Sobre mi palma abierta, querida. El relieve del paraíso. Te quedaste inmóvil un instante, amoldada a mi copa. Luego te rehiciste y te arrodillaste otra vez.
—Para recoger aprisa, aprisa, muy aprisa los naipes planos y brillantes, y ponerme otra vez a edificar, con la misma lentitud de antes. Éramos abominablemente depravados, ¿no crees?
—Todos los niños brillantes son depravados Veo que te acuerdas muy bien...
—No de esa ocasión determinada. Pero sí del manzano, y del día que me besaste en el cuello y de todo lo demás... Y luego... zdravstvuyte: apofeoz, ¡la Noche de la Granja Incendiada!
XIX