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A
A

Mon enfant, ma soeur,

songe a l'épaisseur

du grand chéne a Tagne:

songe à la montagne,

songe a la douceur...

...de rascar, con las garras o las uñas, los lugares visitados por el insecto de velludas patas, caracterizado por su insaciable y temerario apetito de sangre de Ada y de Ardelia, de Lucette, Lucinda y Lucila (multiplicadas por sus comezones).

El monstruo aparecía y desaparecía con la misma brusquedad. Se posaba sobre un bracito, o sobre una piernecita desnuda, sin producir el menor zumbido, en un recogido silencio. Por el contrario, la penetración de su trompa, ingenio verdaderamente infernal, hacía el efecto de la explosión del bronce en una banda militar.

Cinco minutos después del ataque del crepúsculo, entre la escalinata del porche y el césped crepitante de grillos, comenzaba la irritación que. mante despreciada por el fuerte y flemático (que sabían que no duraría más de una horita), pero que hacía que el débil, el adorable, el voluptuoso, se propinase unas rascaduras de rechupete (jerga de cantina escolar). «¡ Sladko! (¡Exquisito!)», solía exclamar Pushkin, atacado en el Yukon por una especie diferente. Las uñas de la desventurada Ada permanecían teñidas de granate durante toda la semana que seguía a su aniversario. Se rascaba con transportes capaces de abolir en su alma la conciencia del mundo: después de una sesión extática hasta el exceso, la sangre chorreaba literalmente por sus pantorrillas mártires —una lástima, según musitaba, para sí, su acongojado admirador, pero, al mismo tiempo, un espectáculo escandalosamente fascinante (estamos visitando y explorando un universo muy, muy extraño, en verdad).

La piel lechosa de la jovencita, tan excitante en su delicadeza, a los ojos de Van, tan vulnerable al aguijón del monstruo, era al mismo tiempo sólida como un tejido de seda de Samarcanda, y resistía en general a las tentativas de autotomía de que era objeto cuando Ada, con la mirada velada como en el éxtasis amoroso (aquella mirada que Van empezaba a descubrir ya cuando se besaban inmoderadamente), los labios entreabiertos, los dientes brillantes de saliva, rascaba a cinco uñas los habones rosas producidos por la picadura del raro insecto (pues verdaderamente es un raro y notable insecto aquel mosquito, dos veces descrito, no exactamente al mismo tiempo, por dos viejos malhumorados —el segundo fue Braun, dipterólogo de Filadelfia, mucho más estimable en su campo que el Brown de Boston—), y ¡qué raro objeto de entusiasmo, aquella imagen de la amada tratando de calmar los ardores de su preciosa piel, trazando ferozmente sobre su pierna hechicera surcos primero color de perla, luego color de rubí, hasta alcanzar, en breve tiempo, una especie de bienaventurada embriaguez en la que el furor del prurito se precipitaba como en el vacío con renovada energía!

—Escúchame bien —dijo Van—, voy a contar hasta tres. Si no te detienes inmediatamente, abro mi navaja (la abrió) y me corto la pierna, para que hagamos juego. Te lo suplico, vuelve a morderte las uñas. Todo antes que esto.

Tal vez porque el río de la vida corría ya demasiado amargo por las venas de Van (incluso en aquella época feliz), el mosquito de Chateaubriand nunca se interesó mucho por él. Hoy la especie parece estar a punto de extinguirse. Sin duda hay que acusar de ello al enfriamiento del clima y a la estúpida desecación de los encantadores pantanos, pululantes de vida, que abundaban en otro tiempo en la región de Ladore y en las inmediaciones de Kaluga, Conn., y de Lugano, Pa. (Me dicen que un pequeño número de ejemplares —hembras exclusivamente, repletas de la sangre de su afortunado cazador— han sido recientemente recogidas en un habitat secreto, muy alejado de las tres estaciones susodichas. Nota de Ada.)

XVIII

No solamente en la edad de la trompetilla acústica (la edad que él llamaba su cho-chochez), sino todavía más en su adolescencia (verano de 1888), Van y Ada encontraban placeres de erudito en el estudio del proceso evolutivo de su amor (verano de 1884), de las fases iniciales de su revelación y de las caprichosas divergencias de sus cronologías con lagunas. Ada había releído su diario: el tono del mismo le había parecido melindroso y falso; por eso no conservó más que algunas páginas, aquéllas cuya materia principal era suministrada por la botánica y la entomología. Van había destruido totalmente el suyo, tanto por la torpeza de su estilo de escolar como por la insinceridad de su cinismo desenvuelto. No tenían, pues, más remedio que apoyarse en la tradición oral y en las mutuas rectificaciones que hacían a sus recuerdos comunes. La frase «Y recuerdas... et tu te rappelles, a ty pomnish...» (siempre con la apoyatura temática del «y», anunciando la perla recuperada que va a reinsertarse en el collar roto) llegó a ser, en sus conversaciones, la fórmula consagrada con que comenzaban casi cada réplica. Discutían las fechas del calendario, revisaban y reencadenaban ciertas sucesiones de acontecimientos, comparaban las anotaciones sentimentales, analizaban apasionadamente vacilaciones y decisiones. Si, de vez en cuando, los recuerdos de uno y otro no concordaban con mucha exactitud, había que imputarlo más a la diferencia de sexos que a la de caracteres. A los dos les divertían los tanteos juveniles del destino; a los dos les entristecía la sabiduría del tiempo. Ada tendía a considerar la fase inicial de su amor como un desarrollo difuso e imperceptible, tal vez anormal, probablemente único, pero puramente delicioso, gracias a su evolución uniforme, que hacía imposible toda impulsión bestial, todo estigma vergonzoso. Van, por el contrario, no podía evitar que sus recuerdos amorosos evocasen episodios precisos, decisivamente marcados por seísmos carnales súbitos, intensos, a veces lamentables. Ada se imaginaba que los goces inagotables a que había accedido —por sorpresa, y sin haberlos llamado —no se habían revelado a Van hasta el momento en que ella misma los había descubierto, al cabo de varias semanas de caricias acumulativas. En cuanto a sus primeras reacciones fisiológicas, estimaba conveniente apartarlas de su pensamiento, y las creía más o menos equiparables a las maniobras infantiles que en otro tiempo se había complacido en practicar, y que tenían muy escasa relación con el esplendor y el sabor de la felicidad individual. Van por el contrario, conocía el repertorio de todos los espasmos marginales que le había disimulado antes de convertirse en su amante, y distinguía categóricamente, desde un doble punto de vista filosófico y moral, entre el frenesí del onanismo y la dulzura irresistible de un amor confesado y compartido.

Al rememorar nuestro pasado nos encontramos siempre con ese pequeño personaje de larga sombra, visitante incierto y tardío, detenido en el umbral luminoso, al fondo de un corredor oscuro que va estrechándose en una perspectiva impecable. Ada se veía como una niña perdida, de ojos maravillados, que llevaba en la mano un ramillete ajado. Van se veía bajo los rasgos de un sátiro pequeño y feo, torpemente instalado sobre sus cascos hendidos y provisto de una flauta equívoca. «¡Bueno, yo sólo tenía doce años!», exclamaba Ada ante el recuerdo de un detalle algo escabroso. «Y yo tenía catorce», contestaba Van, con melancolía.

Y ¿recordaba la señorita —preguntaba él, sacándose metafóricamente las notas del bolsillo— cuándo se dio cuenta por primera vez de que el tímido «primo» (su parentesco oficial) estaba físicamente excitado por su presencia, aunque decentemente aislado mediante diversos espesores de algodón y lana, y privado de todo contacto inmediato con ella?

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