—Puedo prestarte mi lengua —dijo la niña. Dicho y hecho.
Una gran fresa hervida, todavía muy caliente. Van la degustaba, se la tragaba todo lo dentro que ella se dejaba tragar, y luego, abrazando estrechamente a Ada, le lamía el paladar. Ambas barbillas se llenaban de saliva, «pañuelo», pidió la chica, y sin más preámbulo metió la mano en el bolsillo del pantalón de Van; pero la retiró al instante, y dijo a su compañero que le pasase el pañuelo él mismo. Huelgan comentarios.
(«Aprecié tu tacto», le dijo él un día que rememoraban, entre sonrisas y estremecimientos retrospectivos, aquellas delicias y aquellas dificultades. «Pero ¡cuánto tiempo perdimos!: ópalos irreparables.»)
Van se aprendió la cara de Ada. Nariz, mejilla, mentón, todo era de tal dulzura de contornos (asociaciones retrospectivas son nomeolvides, y flores en el cabello, y las cortesanas, terriblemente caras, de Wicklow), que un admirador extravagante habría evocado fácilmente en tomo a su perfil el pálido vello de una caña, hombre no pensante — pascaltrezza—, mientras que un dedo más infantil y más sensual se habría complacido —y se complacía, de hecho— en palpar aquella nariz, aquella mejilla y aquel mentón. Lo mismo que en Rembrandt, la rememoración es una fiesta en medio de las tinieblas. Los invitados al recuerdo se visten para las circunstancias, y se mantienen erguidos en sus asientos. La memoria es un estudio fotográfico de lujo en el infinito de una 5th Power Avenue. La cinta de terciopelo negro que sujetaba su cabellera aquel día (el día de la imagen mental) realzaba el lustre de su sien sedosa y la blancura de tiza de la raya de sus cabellos. La doble melena caía larga y lisa por el cuello, y se dividía a la altura de los hombros, de modo que entre las ondas de bronce negro se entreveía, en forma de elegante triángulo, la palidez mate de la piel.
Haciendo algo más respingona la nariz de Ada, se habría obtenido la nariz de Lucette. Algo menos respingona, habría sido la de un samoyedo. Ambas hermanas tenían los dientes un poco demasiado largos, y el labio inferior demasiado carnoso para los cánones de la belleza ideal, marmórea, de la muerte. Como llevaban siempre la nariz algo desatascada, las dos jovencitas, de perfil, tenían un aire un poco soñador o asustado (especialmente más tarde, a los quince y doce años). La blancura mate de la mayor (a los doce años, a los dieciséis, a los veinte, a los treinta y tres, etc.) era incomparablemente más rara que el encarnado dorado, de la pequeña (a los ocho años, a los doce, a los dieciséis, a los veinticinco... a los veinticinco, fin). Tanto en la una como en la otra, la línea larga y neta de la garganta, herencia directa de Marina, excitaban los sentidos con misteriosas e inefables promesas (que la madre no había mantenido).
Los ojos. Ada y sus ojos castaño oscuro. Pero, después de todo, ¿qué son los ojos? (pregunta Ada). Dos agujeros en la máscara de la vida. ¿Qué podrían significar (pregunta Ada) para un homúnculo venido de otro glóbulo, de otra Burbuja Láctea, y cuyo órgano de visión fuese (digamos) un parásito interno parecido a la forma escrita de la palabra «ojo»? ¿Qué representarían para ti dos ojos, dos bellos ojos (de hombre, de lemúrido, de lechuza) que encontraras abandonados en el asiento de un taxi? Aun así, Ada, es preciso que describa los tuyos. El iris castaño oscuro, casi negro, con pajitas o rayitos de ámbar dispuestos en torno a la pupila como un reloj de sol de horas idénticas. Los párpados: ornados de pequeños pliegues, v skladochku(la palabra rima en ruso con el diminutivo de su nombre, en caso acusativo). Forma del ojo: lánguido. La alcahueta de Wicklow, aquella noche satánica, de nieve negra y fangosa, que marca la hora más trágica, la hora casi fatal de mi existencia (Van, gracias a Dios, ahora, a los noventa años. De mano de Ada), insistía, con singular energía, en los «largos ojos» de su adorable, de su patética nietecita. ¡Con qué dolorosa tenacidad he buscado en todos los lupanares del mundo el signo y la huella de mi inolvidable amor!)
Van descubrió sus manos (olvidemos esas historias de uñas mordidas). El patetismo del carpo, la gracia de las falanges, que exigían genuflexiones rendidas, miradas nubladas por lágrimas desbordantes, suplicios de adoración irreductible. Él la tomaba el pulso como un médico moribundo. Le acariciaba —loco pacífico —las estrías paralelas de delicado vello que sombreaban su antebrazo. Después regresaba a las regiones metacarpianas. Tus dedos, por favor.
Ada: «Soy una sentimental. Podría disecar un koala, pero no a su cachorro. Me gustan las palabras damisela, eglantina, elegante. Me encanta que beses mi larga y blanca mano.»
Tenía en el dorso de la mano izquierda la misma manchita oscura que había en la derecha de Van. Fuese que quisiese hacerlo creer, fuese hablar por hablar, afirmaba que aquella mancha era el vestigio de un antojo que Marina había hecho extirpar con el bisturí algunos años antes, porque estaba enamorada de un sinvergüenza que encontraba que «aquello parecía una chinche».
En los atardeceres silenciosos se podía oír el repetido pitido, pit-pit, del tren entrando en el túnel, desde lo alto de la colina en que se intercambiaban estas réplicas:
Van:
—Un poco exagerado, eso de «sinvergüenza».
Ada:
—Es un término amistoso.
Él:
—Aun así. Creo que conozco al tipo. Tiene menos corazón que ingenio, eso es seguro.
Mientras él la mira, la palma de la gitanilla que pide una limosna se convierte en la de la dadivosa que expresa sus buenos deseos (¿cuándo alcanzarán los cineastas el nivel que ya hemos alcanzado nosotros?). Deslumbrada por el sol verde que atravesaba el ramaje de un abedul, Ada explicaba, entornando los ojos, a su adivinador de buenaventura, que los jaspeados circulares que ella compartía con la Katya de Turgenev (otra chiquilla inocente) eran llamados «valses» en California («porque la señoritava a estar toda la noche bailando»).
El 21 de julio de 1884, el día de su duodécimo aniversario, Ada había dejado de morderse las uñas (las de las manos, quiero decir; las otras tendrán su tiempo). Toda una proeza (como lo sería, veinte años más tarde, la renuncia a los cigarrillos). Para ser completamente honrados, reconozcamos que se permitió ciertas excepciones —como una recaída en el delicioso pecado en las navidades en que no vuela el Culex ChateaubriandiBrown—. Renovó su voto, esta vez de modo definitivo, la noche de fin de año, luego que Mlle. Larivière la amenazase con llenarle los dedos de mostaza y cubrírselos con caperucitas rosa, roja, naranja, amarilla y verde (el índice amarillo fue todo un hallazgo).
Poco tiempo después del pic-nic de cumpleaños, cuando el deseo de besar las manos de su pequeña enamorada se había convertido para Van en la más tierna de las obsesiones, las uñas de sus manos, librándose poco a poco de su forma cuadrangular, habían adquirido suficiente resistencia para enfrentarse con las lacerantes comezones que atormentaban a la mocedad del lugar en el centro del verano.
Durante la primera semana de julio, con diabólica puntualidad, aparecía la hembra del mosquito de Chateaubriand. Este Chateaubriand (Charles), que fue el primero, no ya en ser picado por el mosquito, sino en capturarle en su frasco de caza, y en hacerlo llegar, con clamores de exultante vindicación, al profesor Brown, el cual redactó una «Descripción Original» del insecto algo chapucera («pequeños palpos negros... alas transparentes... que amarillean a ciertas luces... las cuales deberán apagarse si uno tiene abiertas las bentanen [¡el impresor es alemán!]... El entomólogo de Boston, años de 1840, número de agosto, compuesto con muchas prisas, en todo caso), Chateaubriand (Charles) no tenía el menor lazo de parentesco con el gran poeta y memorialista nacido entre París y Tagne (o Rimatagne, según Ada, que tan aficionada era a cruzar orquídeas).