—Bueno, no estoy seguro. Hebreos, sí... pero no judíos entre comillas. Quiero decir, no eran personajes de comedia, u hombres de negocios cristianos. Se trasladaron de Tartaria a Inglaterra hace quinientos años. Pero debo decir que un abuelo de mi madre fue un marqués francés que, eso sí lo sé, era de religión católica y tenía pasión por la banca, la bolsa y las joyas. Supongo que por eso decía la gente que era un judío.
—De todas maneras —dijo Marina —no es una religión muy antigua... es decir, para tratarse de una religión. ¿Me equivoco, Van? (Se había vuelto hacia éste, con la vaga intención de que la charla derivase hacia la India, donde ella había sido bailarina mucho antes de que Moisés o cualquier otro naciese entre las aguas cubiertas de lotos.)
—¡Qué nos importa eso! —dijo Van.
—¿Y Belle? —así llamaba Lucette a su institutriz—. ¿Es también una cristiana «secesionista»?
—¿Qué nos importa a nosotros? —siguió Van—. ¿A quién le importan todos esos viejos mitos, de Júpiter o de Jehová, de stabat o de mastaba, de ascetas, anacoretas o bonzos de bronce, del Espíritu o los espíritus, de relicarios, rosarios o costillas de dromedarios blanqueando en el desierto? No son más que polvo y espejismos de la mentalidad colectiva.
—Me gustaría saber quién ha empezado esta conversación idiota —dijo Ada, mientras contemplaba a Dack, parcialmente adornado, y movía la cabeza apreciativamente.
— Mea culpa—confesó Mlle. Larivière, con tono de dignidad ofendida—. Todo lo que dije antes del pic-nic fue que Greg podía no querer bocadillos de jamón, porque los judíos y los tártaros no comen cerdo.
—Los romanos —dijo Greg—, los colonizadores romanos, que crucificaban a ios judíos cristianos, a los barabitas, y a otros desgraciados, tampoco comían cerdo. Pero yo lo como, y mis abuelos también.
Lucette había quedado perpleja ante un verbo que Greg acababa de emplear. Van se encargó de proporcionarle una definición ilustrada: juntó los tobillos, extendió los brazos horizontalmente y alzó los ojos al cielo.
—Cuando yo era niña —dijo Marina, con aire disgustado —nos enseñaban la historia de Mesopotamia, prácticamente desde la cuna.
—Pero no todas las niñas llegan a aprender todo lo que se les enseña —observó Ada.
—¿Nosotros somos mesopotámicos? —preguntó Lucette.
—Somos hipopotámicos —dijo Van—. Vamos, ven aquí. Hoy no hemos hecho el arado todavía.
Uno o dos días antes, Lucette le había pedido que la enseñase a caminar sobre las manos. Van la tomó por los tobillos, Lucette extendió sobre la hierba sus palmitas rojas y comenzó a avanzar, lentamente. De cuando en cuando daba en el suelo con la cara, o bien se detenía para coger con los labios una margarita. Dack ladraba sus estridentes protestas.
—Y, sin embargo —decía, crispando el rostro, la institutriz, de oído hipersensible—, yo he leído dos veces la adaptación, en forma de fábula, que ha hecho la Ségur de la obra de Shakespeare sobre el perverso usurero.
—También conoce —intervino Ada —el monólogo del rey loco, compuesto por él mismo y revisado por mí:
Ce beau jardin fleurit en mai,
mais en hiver
jamais, jamais, jamais, jamais, jamais
n'est vert, n'est vert, n'est vert, n'est vert,
n'est vert.
—¡Es estupendo! —exclamó Greg, con un verdadero sollozo de admiración.
—¡No tan energichno, niños! —gritó Marina, en dirección Van-Lucette.
— Elle devient pourpre, se está poniendo roja —comentó la institutriz—. Sostengo que esa gimnasia indecente no le hace ningún bien.
Con la sonrisa en los ojos, Van sostenía en sus manos suaves y fuertes las piernas de Lucette, color de sopa de zanahorias fría, y «labraba la tierra» con Lucette como arado. Los luminosos cabellos de la niña le caían por la cara y sus braguitas se veían bajo el dobladillo de la falda; pero pedía al labrador que prosiguiese su tarea.
—¡Bueno, ya está bien por hoy! —dijo Marina al equipo de laboreo.
Van depositó suavemente en el suelo las piernas de la niña y volvió a poner en buen estado su vestido. Lucette permaneció un momento tendida, jadeante por el esfuerzo realizado.
—Mira, Ada, te lo prestaré con mucho gusto, y todo el tiempo por que quieras. Además, yo tengo otro, negro también.
Pero Ada, obstinadamente, sacudía la cabeza, que mantenía inclinada mientras continuaba entrelazando y trenzando las margaritas.
—Bien —dijo Greg, levantándose—, tengo que irme. Hasta la vista a todos. Hasta la vista, Ada. Mira, me parece que allí está tu padre debajo de la encina.
—No, es un olmo —dijo Ada.
Van miró por encima del césped, y dijo, con aire soñador, quizá con un punto de vanidad infantil:
—Me gustaría echar un vistazo al periódico cuando mi tío lo termine. Tenía que haber jugado el partido de cricketde ayer, con mi colegio. Veen, enfermo y sin alinearse, derrota del Riverlane.
XV
Una tarde, Ada y Van trepaban por las ramas lisas de un manzano, al fondo del jardín. Ocultas por una cortina de arbustos, pero perfectamente al alcance de la voz, Lucette y Mlle. Larivière jugaban a los aros. Por encima de los arbustos, o en los claros de éstos, se veía ir y venir el aro que volaba de una varita a la otra. La primera cigarra de la estación afinaba, incansable, su instrumento. Un skybab, especie de ardilla de plata y arena, saboreaba un piñón sentado en el respaldo de un banco.
Van, en traje azul de gimnasia, había conseguido encaramarse a una horqueta del árbol, a un nivel más bajo que su ágil compañera (naturalmente, más habituada a la confusa topografía de las ramas); pero, como no podía verle la cara, mantenía con ella una conversación muda agarrándole el tobillo entre el pulgar y el índice, como ella habría hecho con una mariposa de alas plegadas. Ada iba descalza. De pronto, resbaló. Los dos jovencitos se encontraron ignominiosamente enredados entre las ramas, bajo una lluvia de drupas y hojas, con la respiración entrecortada y apretados el uno contra el otro Apenas necesitaron un instante para restablecer mejor o peor el equilibrio... Pero la cabeza de Van, con sus cabellos cortos y su cara impasible, quedó aprisionada entre las piernas de Ada. Un último fruto cayó con un sonido mate, como un signo de admiración invertido. Ada llevaba el reloj de pulsera de Van y un vestido de algodón.
(—¿Te acuerdas?
—¿Que si me acuerdo? Tú me besaste ahí, en el hueco...