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Era la primera vez que sus cuerpos se tocaban y tanto uno como otro experimentaron cierta incomodidad. Ella se sentó de espaldas a Van, volvió a acomodarse tras la sacudida del coche al arrancar y se removió un poco más para colocar a su gusto su amplia falda con olor a pino, de modo que envolvió a Van como si de un peinador de barbero se tratase. Él la sujetaba por las caderas, sumido en un trance de incómoda beatitud. Brillantes gotas de sol se deslizaban por el jersey acebrado de la jovencita y por la parte posterior de sus brazos desnudos. Y a Van le parecía sentir que proseguían su viaje por los subterráneos de su propio cuerpo.

—¿Por qué has llorado? —le preguntó, respirando sus cabellos y la tibieza de su oreja rosa. Ella se volvió y le miró un momento desde muy cerca, en un silencio enigmático.

(«¿Había llorado yo? No lo sé. Estaba trastornada. No sabría explicar por qué, pero sentía que en todo aquello había algo terrible, brutal, tenebroso... En fin, terrible.» Nota añadida en una época posterior).

—Perdón —dijo Van, mientras ella volvía la cabeza—. No lo haré nunca más delante de ti.

En todas las fibras de su ser, lleno de un ardor a punto de desbordar, Van experimentaba, con delicia, la presión de aquel cuerpo joven que respondía a cada bache del camino entreabriéndose en dos tiernas mitades y aplastando con su peso la inflación de un deseo que Van creía deber contener, por miedo de que un escurrimiento accidental de savia relajada sorprendiera la inocencia de Ada. Aun así, se habría abandonado, disuelto en licencia animal, si la institutriz no hubiese salvado la situación al dirigirse a él. El pobre Van transbordó a su rodilla derecha el trasero de Ada y, mediante aquella maniobra, dio una holgura, siquiera pequeña, a lo que en la jerga de la Cámara de Tortura se solía llamar «el ángulo de la agonía».

La calesa atravesaba el caserío de Gamlet. En la triste pesadez del deseo no satisfecho. Van veía desfilar una fila de isbas.

—No —decía Mlle. Laparure—. Nunca podré acostumbrarme al contraste entre la opulencia de la naturaleza y la indigencia de la vida humana. ¡Mirad a ese viejo mujikdescarnado, con la camisa rota! ¡Ved su miserable cabaña! Y, ahora, ¡contemplad esa ágil golondrina! ¡Qué feliz es la naturaleza y cuán desgraciado el hombre! Ninguno de vosotros me ha dicho qué pensaba de mi novela... ¿verdad, Van?

—Es un buen cuento de hadas —contestó el muchacho.

—Es un cuento de hadas —dijo Ada, más circunspecta.

—Pero, ¿cómo? —exclamó Mlle. Larivière—. ¡Nada de eso! Todos los detalles son de lo más realista. Es todo el drama de la pequeña burguesía, con sus problemas de clase, sus sueños de clase, su orgullo de clase.

Tal podía haber sido el intento de Mademoiselle, pero la anécdota estaba falta de «realismo», justamente en el sentido que ella asignaba al término, porque un empleadillo detallista y acostumbrado a las economías se las habría arreglado, ante todo, y por no importa qué medio, incluso contándoselo todo a la viuda si era necesario, para conocer exactamente el valor del collar perdido. Ahí radicaba el defecto que destruía el patetismo de la obra. Pero por entonces el joven Van y la jovencísima Ada no podían poner el dedo en la llaga, aunque su instinto les advirtiese que toda la historia era tan falsa como el collar en cuestión.

Una ligera conmoción se produjo en el asiento del cochero. Lucette se volvió, y, dirigiéndose a su hermana, dijo:

—Quiero sentarme a tu lado. Mne tut neudobno, ot nego nehorosho pakhnet(aquí estoy incómoda, y además él no huele bien).

—Llegaremos en seguida —replicó Ada—. Poterpi(ten un poco de paciencia).

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Mlle. Larivière.

—Nada grave —respondió Ada—. Que el cochero apesta...

—¡Oh, Dios mío! A veces me pregunto si es verdad que estuvo al servicio de ese famoso rajá...

XIV

El día siguiente... o el otro. Toda la familia tomaba el té en el jardín. Ada, sentada en la hierba, trataba pacientemente de componer una diadema de margaritas para el perro. Lucette contemplaba su trabajo, masticando la pasta calentita y crujiente de un bollo tostado. Marina tendía a su esposo, por encima de la mesa del jardín, un sombrero de paja de Italia. Permaneció casi un minuto en aquella posición, sin decir palabra. Finalmente, Dan sacudió la cabeza, dirigió una mirada incendiaria al Sol, que se la devolvió generosamente, y se retiró, llevando su copa y el número del día del Enquêteur de Toulouseal asiento rústico situado del otro lado del césped, bajo la sombra de un inmenso olmo.

—Me pregunto quién puede ser eso—murmuró Mlle. Larivière desde detrás del samovar (sobre cuyos flancos pulimentados se reflejaban, en imágenes fantásticas y de un estilo primitivo, los fragmentos del universo que le rodeaba), mientras observaba, entornando los párpados, una parte del paseo principal, visible entre las pilastras de una galería descubierta. Van, que estaba leyendo, acostado boca abajo junto a Ada, levantó los ojos de Atala, el libro que ésta le había prestado.

Un jovencito alto y de piel rosada, equipado con unos pantalones de montar de lo más distinguido, desmontó de un poney negro.

—Es el bonito poney nuevo de Greg —dijo Ada.

Después de haber presentado a Marina sus excusas de niño bien educado, Greg le devolvió el encendedor de platino que tía Ruth había encontrado en su bolso.

—¡Válgame Dios, ni siquiera he tenido tiempo de echarlo de menos! Y ¿cómo está Ruth?

Greg dijo que tía Ruth y Grace estaban en la cama, con una fuerte indigestión. —Pero sus maravillosos bocadillos no tienen nada que ver —se apresuró a añadir—. Las culpables fueron las bayas que recogieron de los arbustos.

Marina se disponía a agitar una campanilla de bronce para pedir al lacayo que trajese alguna tostada más, pero Greg dijo que le esperaban en casa de la condesa de Prey.

—Se ha consolado un poco pronto ( skorovato) —observó Marina, aludiendo a la muerte del conde, ocurrida dos años antes, en un duelo a pistola, en el terreno comunal de Boston.

—Es una mujer muy alegre y muy bella —dijo Greg.

—Cuando se piensa que tiene diez años más que yo...

Pero Lucette reclamó para sí la atención de su madre.

—¿Qué son los judíos?

—Cristianos secesionistas —contestó Marina.

—¿Por qué es judío Greg?

—¡Por qué, por qué! Porque sus padres son judíos.

—¿Y sus abuelos? ¿Y sus bisabuelos?

—La verdad es que no lo sé, hija. ¿Eran judíos tus antepasados, Greg?

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