Cuestiones a estudiar y debatir:
1) Cuando Van, puesto cabeza abajo, parecía saltar sobre las manos, ¿levantaba del suelo ambaspalmas?
2) La citada incapacidad que Van, adulto, tenía de encogerse de hombros para liberarse de una preocupación, ¿es un fenómeno puramente físico, o corresponde a alguna característica arquetípica de su yo subliminal?
3) ¿Por qué Ada se deshacía en lágrimas en el momento cumbre de la representación?
Finalmente, Mlle. Larivière leyó a los reunidos su Rivière de diamants, una novela que acababa de pasar a máquina y que destinaba a The Quebec Quarterly. La esposa exquisita y refinada de un raído oficinista toma prestado un collar de su amiga, la adinerada madame F. Lo pierde al volver de una fiesta del personal de la oficina, a la que había asistido con su esposo. Durante treinta o cuarenta penosos años, la infortunada pareja trabaja y ahorra céntimo a céntimo hasta liberarse de la deuda que ha contraído para comprar un collar de medio millón de francos, que reemplazó al perdido en el estuche devuelto a madame F. ¡Oh, cómo palpitaba el corazón de Mathilde! ¿Abriría el estuche Jeanne, la doncella? No, no lo abrió. Y pasó el tiempo. El día en que la pareja, decrépita pero triunfante, (él, casi paralítico por medio siglo de trabajos de plumífero en la mansarda conyugal, ella estropeada hasta lo irreconocible a fuerza de fregar suelos) va a hacer su confesión a madame M. (la cual no ha perdido su aire de juventud, a pesar de que sus cabellos se han vuelto blancos), es para oír, en la última frase de la narración, esta respuesta. «Pero, mi pobre Mathilde, si aquel collar era falso! Sólo costaba quinientos francos...»
La contribución de Marina a la fiesta fue más modesta, aunque no estuvo desprovista de encanto. Mostró a Van y Lucette (los demás estaban ya perfectamente enterados) el pino exacto y el lugar exacto sobre su tronco rojo y rugoso donde cierto día, en un remoto, muy remoto, pasado, anidaba un teléfono magnético en comunicación con Ardis Hall. Después de la prohibición de «corrientes y circuitos» (palabras algo indecentes, que pronunció muy deprisa, pero sin embarazo, con la desenvoltura propia de la actriz) (mientras que Lucette, un poco perdida, tiraba de la manga a su amigo Van, su Vanichka, que sabía explicarlo todo), la abuela de su esposo, ingeniero de insigne genio, «entubó» el arroyuelo de Redmont, que, procedente de una colina situada sobre Ardis, pasaba junto al claro del bosque, y, habiéndole domesticado, le confió la transmisión de los V.A.A.V.A.A.R. (Violeta— añil— azul— verde— amarillo— anaranjado— rojo) vibratorios (o pulsaciones del prisma) a través de un sistema de segmentos de platino. Evidentemente, aquel dispositivo no producía sino mensajes en sentido único, y como, de ese modo, la instalación y el entretenimiento de «tambores» (o «cilindros») habría costado, decía Marina, la fortuna de un judío, hubo que abandonar la idea, por muy interesante que pareciese la posibilidad de avisar a tal o cual Veen que estuviese de pic-nic de que la casa se había incendiado.
Como para confirmar la indignación que causaban a muchas personas las peripecias de la política nacional e internacional (el viejo Gamaliel estaba ya bastante gaga), el cochecito rojo volvió a Ardis Hall entre un ruido de explosiones que parecía una traca: Bouteillan traía un mensaje. El señor acababa de llegar con un regalo de cumpleaños para la señorita Ada, pero ninguno de los que se encontraban en la casa llegaba a comprender el funcionamiento de un objeto tan complicado y necesitaban la ayuda de la señora. El mayordomo colocó en una bandejita de bolsillo la carta de la que era portador y se la presentó a su señora.
No estamos en condiciones de reproducir literalmente ese escrito, pero sí podemos indicar su sentido: el considerable regalo que Dan Veen había tenido la delicada atención de traer a Ada, y que le había costado muy caro, era una inmensa y espléndida muñeca... infortunada y extrañamente, más o menos desnuda. Y, lo que era aún más extraño, tenía la pierna derecha sujeta por un aparato ortopédico, el brazo izquierdo cubierto por un vendaje y, en lugar de los acostumbrados vestidos y adornos, su único ajuar consistía en una caja que contenía un surtido de gasas escayoladas y accesorios de goma. El folleto explicativo (¿en ruso, o en búlgaro?) no aclaraba nada, porque no estaba escrito en caracteres latinos, sino cirílicos antiguos, un alfabeto de pesadilla que Dan nunca había conseguido aprender. Se rogaba a Marina que regresase sin demora a dar las órdenes oportunas para la elaboración de convenientes vestidos de muñeca con algunos retales de bella seda que su doncella guardaba en un cajón recién descubierto por el propio Dan, y para que rehiciese el paquete en algún papel de regalo que estuviera en buenas condiciones.
Ada, que había ido leyendo la nota por encima del hombro de su madre, hizo un mohín de disgusto, y dijo:
—Dile que coja unas tenazas y lleve todo eso al cubo de la basura de la clínica.
— Bednyachok: pobre, pobre hombrecillo —exclamó Marina, con los ojos desbordantes de piedad—. Desde luego que iré. Tu dureza, Ada, tiene a veces algo, no sé... algo satánico.
Con la cara contraída por una determinación violenta, Marina se dirigió al vehículo, haciendo «caminar» su bastón con presteza. El coche se puso en marcha, viró para esquivar la calesa estacionada, y, al hacerlo así, atropello una botella vacía, mientras uno de los guardabarros se abría paso entre el follaje de un encrespado arbusto silvestre de bayas encarnadas.
La cólera que acababa de vibrar en el aire no tardó en apaciguarse. Ada pidió papel y lápices a su institutriz. Van, acostado boca abajo y con la mejilla apoyada en un puño, contemplaba el cuello inclinado de su amor, que jugaba a los anagramas con Grace. Ésta había propuesto, inocentemente, la palabra «insecto».
—«Ticenos» —dijo Ada, procediendo a escribir su hallazgo.
—¡No vale! —gritó Grace.
—Sí que vale. Es una palabra bien formada, «partidarios de Tico», un astrónomo renacentista que también sabía mucho de insectos.
Grace meditó, tamborileando en su estudiosa frente con la gomita adherida al extremo de su lápiz.
—«¡Cientos!»
Ada no tardó un segundo en consumir su nuevo turno:
—«Incesto.»
—Abandono —dijo Grace—. Necesitaríamos un diccionario para comprobar tus pequeñas invenciones.
Pero el bochorno de la tarde había alcanzado su fase más opresiva. El primer mal mosquito de la estación fue abatido de una palmada en la pierna de Ada por la vigilante Lucette. El coche de bancos había partido otra vez, llevándose las butacas, las cestas y a los tres lacayos, Essex, Middlesex y Somerset, que todavía masticaban. Y ya la señorita Larivière y la señora Forestier intercambiaron adioses melodiosos. Las manos se agitaron, y el landó se alejó con los mellizos, su vieja institutriz y su joven tía somnolienta. Una mariposa les seguía, pálida y diáfana, con el cuerpo de un negro intenso. Ada gritó: «¡Mirad!», e informó a sus acompañantes de lo que se trataba: una especie emparentada por la Parnasiana japonesa. Mlle. Larivière declaró de pronto que adoptaría un seudónimo cuando su novela conociera los honores de la imprenta. Dicho eso, se dirigió a la calesa con sus dos jóvenes alumnas, y encontró a Ben Wright escandalosamente dormido en la trasera del coche, bajo los festones colgantes del follaje. Mademoiselle Larivière golpeó sin contemplaciones con la punta de su sombrilla el grueso cuello enrojecido del cochero. Ada echó su sombrero en el halda de Ida y corrió a donde estaba Van. El profano, ignorando aún el itinerario del sol y de las sombras en el claro de los pic-nics, había dejado su bicicleta expuesta durante un mínimo de tres horas a los rayos incendiarios. Ada montó en la máquina, lanzó un grito de dolor, creyó que iba a caerse, se tambaleó, se recobró y el neumático posterior estalló con un cómico ruido. La bicicleta descompuesta fue abandonada bajo un arbusto, en espera de que Bouteillan hijo, otro miembro del personal de la casa, se encargase de reintegrarla a la misma. Lucette se negó a renunciar a su pescante (aunque aceptando con un movimiento de cabeza los consejos del bebido Ben, a quien se vio poner sobre las rodillas desnudas de la pequeña su gruesa zarpa amistosa). Como no había asiento plegable, Ada tuvo que contentarse con las duras rodillas de Van.