Pilas de sandwiches descortezados (rectángulos perfectos, de quince por seis centímetros), el cadáver dorado de un pavo, pan negro ruso, latas de caviar «Perlas Grises», violetas confitadas, tartitas de frambuesa, medio galón de oporto blanco «Goodson», más otro de tinto, clarete rebajado con agua (para las niñas) en envases isotérmicos y el frío té azucarado de las infancias felices, todo lo cual resulta más fácil de imaginar que de describir. Era una cosa instructiva. (Así en el manuscrito. Nota del Editor.)
Y también resultaba instructivo colocar una junto a otra a Ada Veen y a Grace Erminin: la palidez de leche desnatada de la una y el encarnado ardiente de la buena salud en la otra; el cabello largo de bruja joven y la melenita castaña recortada; la mirada grave y aterciopelada de mi amor y el chillón brillo azul, tras los cristales de montura de carey, de las gafas de Grace; los muslos desnudos de aquélla y las largas medias rojas de ésta; la falda gitana y el traje marinero. Y todavía más instructivo, quizás, era observar cómo los rasgos sin atractivo de Greg volvían a encontrarse, uno por uno, en el aura gemela de su hermana, donde componían un bello semblante femenino (lo cual no hacía desaparecer en absoluto el exacto parecido entre el marinerito y la marinerita).
Los restos del pavo, las botellas de oporto, tocadas únicamente por las institutrices y los pedazos de un plato de Sèvres fueron prontamente recogidos por los criados. Un gato apareció bajo un matorral, agrandó los ojos por efecto de una intensa sorpresa (un coro de «mis, mis, mis») y se marchó por donde había venido.
Pronto, Mlle. Larivière expresó su deseo de que Ada la acompañase a un lugar retirado. Allí, cargada con todo su atuendo, la voluminosa dama (cuya amplia vestimenta, sin perder sus pliegues esculturales, pareció alargarse unos centímetros hasta ocultar sus zapatos), quedó plantada un momento sobre una invisible catarata, y, un instante después, recuperó su talla normal. En el camino de regreso, la bien intencionada pedagoga explicó a Ada que el duodécimo cumpleaños de una jovencita era una buena ocasión para discutir y prever una cosa que, según sus palabras, iba a hacer de Ada, cualquier día, «una chica mayor».
Ada, que ya había sido suficientemente instruida seis meses antes por una maestra de escuela, y que, por lo demás, había experimentado ya un par de veces el pequeño misterio, consternó a la pobre institutriz (la cual nunca podía seguir el paso de la aguda y extraña mente de su discípula) con la declaración de que todo eso sólo eran mitos y tonterías de monja; que aquello ya casi no les ocurría a las chicas normales, y, en cualquier caso, que ciertamente no le ocurriría a ella. Mademoiselle Larivière, persona notablemente estúpida (a pesar de, o quizás a causa de, su propensión a novelar), pasó revista retrospectiva a su propia experiencia y se preguntó, durante unos terribles minutos, si, mientras ella se consagraba al arte, la evolución de las ciencias habría influido en la de la naturaleza hasta el punto de cambiarla.
En su avance hacia el oeste, el sol de las primeras horas de la tarde penetraba en nuevos lugares hasta entonces frescos y caldeaba los que ya había ocupado antes. Tía Ruth dormitaba con la cabeza apoyada en una sencilla almohada, proporcionada por madame Forestier, mientras ésta se concentraba en la elaboración de un minúsculo jersey de punto destinado al futuro hermano consanguíneo de sus alumnos. Marina se decía que Lady Erminin, desde el azul profundo de su dichoso retiro, debía contemplar con su antigua melancolía y una nueva curiosidad infantil, a través de las aburridas brumas del post-suicidio, el cuadro de los reunidos, bajo el verde glorioso de los pinos. Los niños exhibían sus habilidades: Ada y Grace ejecutaron un baile ruso a los sones de una vieja caja de música (que se detenía obstinadamente, a medio compás, como recordando otras orillas, otras ondas... tal vez radiofónicas); Lucette, con un puño en la cadera, cantó un aire marinero de Saint-Malo; Greg se puso la falda azul, el sombrero y las gafas de su hermana, y quedó metamorfoseado en una Grace desgraciada; y Van caminó sobre las manos.
Dos años atrás, antes de comenzar su primer año de prisión en el colegio elegante y bárbaro en que otros Veen le habían precedido (desde los muy remotos días en que «las washingtonias se llamaban todavía wellingtonias»), Van había resuelto adiestrarse en algún ejercicio que fuese lo suficientemente acrobático para proporcionarle un prestigio inmediato y brillante entre sus compañeros. En consecuencia, y tras una conferencia celebrada con Demon, King Wing, el maestro de lucha de éste, enseñó al fuerte mocito el arte de caminar sobre las manos mediante un juego especial de los músculos deltoides, una habilidad cuya adquisición y perfeccionamiento no exigía nada menos que la desarticulación cariática.
¡Pero, qué placer! (así en el manuscrito). El placer de descubrir súbitamente el pequeño secreto de la locomoción antipódica es semejante al del niño que se inicia, al cabo de muchas caídas ignominiosas y torturantes, en el manejo de esos delicados planeadores llamados alfombras voladoras (y también «mirones») que se regalaban a los niños al cumplir los doce años, en los venturosos días anteriores a la Gran Reacción. ¡Y qué larga y emotiva caricia neural cuando uno se siente por primera vez un ser aèreo y se las arregla para deslizarse por encima de un almiar, un árbol, un riachuelo, un granero, mientras el abuelo, Dédalo Veen, con la cara elevada hacia el cielo, corre, bandera en mano, y se cae en el abrevadero!
Van se despojó de su camisa polo y se quitó los zapatos y los calcetines. La esbeltez de su torso, cuyo bronceado (ya que no su tejido) rivalizaba con el color tostado de sus estrechos pantalones cortos, contrastaba con sus anormalmente desarrollados deltoides, bíceps y tríceps. Cuatro años más tarde Van era capaz de abatir a un hombre de un solo codazo.
Con el cuerpo retorcido en una cruva graciosa, las piernas morenas izadas como una vela tarentina y los tobillos juntos dando bordadas, Van se agarraba con las manos extendidas a la frente misma de la gravedad, y se movía de un lado a otro, hacía virajes, andaba de costado, con la boca abierta al revés, y guiñando los ojos de una manera grotesca en aquella posición extraordinaria que metamorfosea el párpado superior en una perinola. Y aún más extraordinaria que la variedad y la velocidad de los movimientos con que imitaba los de las patas traseras de diversos animales, era la ausencia de esfuerzo y la sencillez con que se sostenía. King Wing le había advertido que el gran Vekchelo, profesional de Yukon, dejó, definitivamente, de estar en forma a la edad de veintidós años. Pero en aquella tarde de verano, sobre la arena sedosa del claro del pinar, en el corazón mágico de mi Ardis, ante los ojos azules de Lady Erminin, Van, con sus catorce años, nos regaló la más admirable demostración de marcha sobre las manos a que nunca hemos asistido. Ningún acaloramiento apareció sobre su rostro o su cuello! A intervalos, separaba de la tierra indulgente sus órganos de locomoción, y parecía batir las manos en el aire, en una milagrosa parodia de ballet; y entonces uno se preguntaba si la soñadora indolencia de aquel fenómeno de levitación no era el resultado de una benévola distracción de la tierra que dejaba momentáneamente en suspenso su gravedad tiránica. Señalemos de paso una curiosa consecuencia de las diversas alteraciones musculares y conexiones periostiales que el entrenamiento implacable impuesto por Wing a Van produjo a la larga en la organización de éste: algunos años más tarde era incapaz de encogerse de hombros.