—¿«Cosa-verdadera?» —preguntó Van.
—«Torre» —contestó Ada.
Y la avispa.
La avispa exploraba su plato. Los segmentos del insecto palpitaban.
—Intentaremos comer alguna, más tarde —dijo Ada—; pero, para tener buen sabor, tiene que ser engullida. Y, evidentemente, no puede picarnos en la lengua. Ningún animal tocaría la lengua de una persona. Cuando un león ha acabado con su viajero, huesos y todo, siempre se deja la lengua tirada en el desierto.
—Me permito dudarlo.
—Pues se trata de un misterio bien conocido.
Su cabello estaba aquel día pulcramente cepillado (lo que no siempre sucedía), y su negro brillante contrastaba con la palidez mate de su cuello y sus brazos. Se había puesto un tee shirthrayado, el mismo que, en sus fantasías solitarias, más le gustaba a Van quitar de su torso cimbreante. El tejido impermeable formaba cuadritos azules y blancos.
—De acuerdo. ¿Y la tercera «cosa-verdadera»?
Ella le contempló largamente. Una gotita de color de fuego le contempló igualmente, suspendida de la comisura de sus labios. Y una violeta de terciopelo tricolor, que Ada había copiado la víspera de una acuarela, le contempló también, desde su copa de cristal.
Ada no dijo nada. Se pasó la lengua por los dedos abiertos, sin dejar de contemplarle.
Van, al no obtener respuesta, se alejó del balcón. Ada vio cómo su torre se derrumbaba suavemente en el silencio del sol.
XIII
El duodécimo cumpleaños de Ada y la cuadragésimo segunda fiesta onomástica de Ida se concelebraron con un gran pic-nic, para asistir al cual se permitió a la chica que se pusiera su lolita(nombre asignado en homenaje a la gitanilla andaluza de la novela de Osberg, y que debe pronunciarse, dicho sea de paso, con la t española y no con la nebulosa fonética inglesa), una falda negra, más bien larga, pero muy amplia, ligera y airosa, con amapolas o peonías rojas «desprovistas de realidad botánica»,) según la doctoral expresión de Ada, la cual ignoraba aún que realidad y ciencias naturales son sinónimos en el contexto de este sueño (y sólo en este).
(Tampoco tú lo sabías, sabio Van. Nota de Ada.)
Ésta se había puesto la falda encima de la piel, con las piernas todavía húmedas y con olor a resina (consecuencia inmediata de una fricción practicada con una toallita, pues, bajo el régimen de Mlle. Larivière, los baños matinales eran desconocidos), y se la subía con un vivaz contoneo! de caderas que provocó el acostumbrado reproche de la institutriz: «¡Pero no te muevas de esa manera cuando te pones la falda! Una chica bien educada...», etc. Por el contrario, la omisión de la braga era tácitamente tolerada por Ida Larivière, mujer pechugona, de notable y repulsiva belleza (en corsé y medias con ligas, a aquella hora matutina), y que, sin duda, no era tampoco incapaz de hacer concesiones secretas al calor sofocante. Pero, en el caso de la fresca y tierna Ada, aquella práctica tenía deplorables consecuencias. La pobre chica se esforzaba en mitigar las quemaduras de su delicada entrepierna (con todo su cortejo de sensaciones diversas, viscosidades y comezones, no enteramente desagradables) cuando cabalgaba a horcajadas sobre el fresco tronco de un manzana de Chattal, para gran disgusto de Van, como más de una vez habremos da decir. Además de su lolita, Ada llevaba un jersey de manga corta, blanco con rayas negras, una capelina informe (que le caía por la espalda sujeta a un elástico que le rodeaba el cuello), una cinta de terciopelo en la cabeza y unas sandalias viejas. Van pensó una vez más que ni la higiene ni el gusto refinado caracterizaban a los habitantes de Ardis.
Cuando ya todo el mundo estaba dispuesto a partir, Ada se dejó caer de su árbol, como una abubilla. Aprisa, aprisa, pajarito, ángel. Ben Wright, el cochero inglés, sólo se encontraba moderadamente bebido (todo lo que había tomado en el desayuno era una pinta de cerveza). Blanche, que había asistido al menos una vez a un gran pic-nic (el día en que la hicieron ir a toda prisa a Pineglen, para que desabrochase y desabotonase a mademoiselle, víctima de un desmayo), se encargaba ahora de una tarea menos prestigiosa: llevarse a su cuarto a un furioso Dack que se contorsionaba enseñando los dientes.
El gran coche de bancos para las excursiones había transportado ya a dos criados de menor rango, tres butacas y cierto número de cestas de provisiones, al lugar previsto para el pic-nic. La novelista, que llevaba un vestido de satén blanco (hecho por Vass, de Manhattan, para Marina, la cual había adelgazado últimamente sus buenos cinco kilos), hizo el viaje en calesa, con Ada a su lado. Lucette, très en beautécon su blanca blusita marinera, se había encaramado al lado del taciturno Wright. Van seguía más atrás, montado en una bicicleta de su tío, o de su tío abuelo. El camino del bosque era razonablemente llano, siempre que uno no se apartase de la pista central (todavía embarrada y ennegrecida a consecuencia de una llovizna mañanera, y flanqueada por los surcos de las ruedas, en los que se reflejaba el azul del cielo, con las imágenes de las mil hojas cuyas sombras corrían sobre la seda nacarada de la sombrilla abierta de mademoiselle Larivière y sobre el ala del sombrero blanco que Ada llevaba puesto con un aire bastante desenvuelto). De cuando en cuando, Lucette, a la sombra de la casaca azul de Ben, se volvía para mirar a Van y le hacía señales de prudencia, como había visto hacer a su madre cuando temía que la intrépida Ada precipitase su poney o su bicicleta contra la trasera de la calesa.
Marina hacía el viaje en un automóvil rojo, un antiguo modelo deportivo conducido por el mayordomo con tanta circunspección como si la palanca del cambio fuese un sacacorchos de fantasía. Marina llevaba un traje sastre de franela gris, de una elegancia inusitada: la palma de su mano enguantada reposaba en el puño de un bastón de caña jaspeada. El coche, algo tambaleante, se detuvo al borde mismo del escenario del pic-nic, un pintoresco claro en un antiguo bosque de pinos surcado por encantadoras hondonadas. De los árboles del fondo surgió una extraña mariposa pálida que tomó la ruta de Lugano; y tras ella apareció un lando, del que se apearon, con más o menos agilidad o torpeza, según su edad o estado, los mellizos Erminin, su joven tía encinta (personaje que será un considerable estorbo en nuestra narración) y madame Forestier, institutriz de cabello blanco, otrora condiscípula de Mathilde (la heroína de una historia de la que pronto se hablará).
Se esperaba, además, a tres caballeros adultos, que no llegaron: tío Dan, que había perdido el tren de la mañana, procedente de la ciudad; el coronel Erminin, viudo consolado, cuyo hígado, según explicó en su nota de excusa, estaba portándose como un pecheneg, y su médico (y contrincante en las partidas de ajedrez), el famoso doctor Krolik, que se autodenominaba joyero de la Corte de Ada y que no se olvidó de llevar a ésta, al día siguiente, a primera hora, su regalo de cumpleaños: tres crisálidas de exquisito relieve («joyas inestimables», exclamó Ada con voz gutural y una elevación de cejas) que iban a convertirse, a no tardar, en tres ejemplares de un decepcionante icneumón, que no era el esperado Kivo fritilario, curiosidad recién descubierta en el pico más alto del Kilimandjaro.