La hamaca de Van, nido oblongo y confortable, reticulaba su cuerpo desnudo, que se mecía bajo un cedro llorón cuyas ramas invadían el rincón de un parterre y proporcionaban cierto refugio durante un chaparrón, o que, en las noches serenas, colgaba entre dos tuliperos. (Allí, un huésped estival más antiguo, predecesor de Van, despertó en cierta ocasión con la camisa de dormir mojada y fría bajo la capa que le cubría, porque una bomba asfixiante había hecho explosión entre los violines del sueño, acabando con la sala de conciertos. Y, a la luz de una cerilla, tío Van había visto en su almohada una brillante mancha de sangre.
Las ventanas del castillo iban apagándose como en un tablero de ajedrez nocturno, con movimientos de torre, o de peón, o de caballo. El ocupante que más se demoraba en el WC del piso de arriba era mademoiselle Larivière, que se llevaba allí una lamparilla perfumada con esencia de rosas y su secante. En su hornacina que se había vuelto infinita, Van escuchaba la brisa entre las hojas: Venus brillaba en el cielo y se difuminaba en su carne.
Tal era el cuadro de las noches de Ardis poco antes de la invasión estacional de cierto mosquito de interesante primitivismo, cuya virulencia atribuían los poco amables miembros rusos de la población local a la dieta de los franceses de Ladore, viticultores y comedores de fresas de pantano. No obstante, incluso entonces, las fascinante luciérnagas, los multiplicados encantos del cosmos, de palideces lechosas que se filtraban entre el negro follaje, compensaban con nuevos tormentos el suplicio nocturno, el agotamiento de sudor y esperma producido por el calor sofocante de una habitación cerrada. Sin duda, a todo lo largo del siglo, o casi, que duró su vida, la noche fue siempre para Van una tortura (por muy somnoliento que pudiera sentirse, por muchos somníferos que se administrase cuando ya era un pobre viejo). Porque el genio no da solamente satisfacciones, ni siquiera al sublime William, con su barbita puntiaguda y su estilizada cúpula calva; ni siquiera al sombrío Proust, que se deleitaba en decapitar ratas cuando no tenía ganas de dormir; ni siquiera a este brillante y oscuro V. V. (o dejemos que juzguen los lectores, pobres gentes también, cualesquiera que sean sus riquezas). Pero, en Ardis, la intensa vida del cielo, con su hueste de fantasmas siderales, turbaba la noche del adolescente hasta el punto de que acababa por acoger con un sentimiento de gratitud el mal tiempo, o el aún peor mosquito (el kamargsky komarde nuestros mujiks, o moustique moscovite, según le llaman a su vez, vengativamente, los campesinos francófonos) que le obligaban a volver a su oscilante cama.
No estamos dispuestos a embrollar con digresiones metafísicas este sobrio relato de los precoces (demasiado precoces) amores de Van Veen y Ada Veen. Sin embargo, debe permitírsenos hacer una observación (mientras lucen y palpitan los luciferes voladores y ulula el búho, con un ritmo no menos regular, en un árbol del parque). Aunque todavía desconocedor del Terror de Terra (que, cuando analizaba los suplicios de su querida e inolvidable Aqua, atribuía vagamente a chifladuras perniciosas y supersticiones populares) Van reconocía, ya a los catorce años, que los antiguos mitos, al conceder una existencia bienhechora y propicia a un torbellino de mundos (independientemente de lo místicos o absurdos que pudieran ser), y al asignarles como morada la sustancia gris del cielo estrellado, contenían quizás una chispa de extraña verdad. Unas noches que pasó en la hamaca (donde aquel otro desventurado adolescente había maldecido su tos sanguinolenta y se había sumergido en oscuros sueños donde rodaban amenazantes espumas negras, con su choque de símbolos desencadenados en una orgía orquestal, según le sugirieron médicos de carrera) estaban plagadas de fantasmas, que no procedían tanto de los delirios de su deseo de Ada cuanto del espacio desprovisto de significado que se extendía sobre él, y por debajo de él, y por todas partes, en un contrapunto demoníaco del Tiempo Divino que vibraba en su torno y le traspasaba, como seguiría vibrando, con algo más de sentido, felizmente, en las últimas noches de una vida de la que no me arrepiento, amor mío.
Se dormía en el instante mismo en que acababa de decirse que nunca volvería a dormir. Y sus sueños eran sueños juveniles. Cuando la primera llama del día llegaba a su hamaca, se despertaban y se sentía otro hombre (muy hombre, hemos de decirlo). Ada, nuestros ardores, nuestros árboles ( Ada, our ardors and arbors), ese trímetro dactilico que sería la única contribución de Van Veen a la poesía angloamericana, le cantaba en el cerebro. ¡Malditas las Hespérides y benditas las estrellas del alba! Ya tenía catorce años y medio. Se sentía ardoroso y audaz. Algún día, ferozmente, la poseería.
Una de aquellas resurrecciones viriles quedó grabada en su memoria de un modo particularmente vívido. Acababa de ponerse el bañador y después de acomodar y ajustar al mismo la integridad del aparato múltiple, complejo recalcitrante, de su virilidad, se había dejado caer de su nido, con la intención de descubrir si las habitaciones de Ada presentaban ya signos de actividad. Y así era. Vio brillar un cristal, irradiar un color. Ada, a solas, tomaba su desayuno en su balcón particular. Van encontró sus sandalias —en una de ellas había un escarabajo, en la otra un pétalo de flor— y, por el cuarto de las herramientas, entró en la casa. Los niños del tipo de Ada son capaces de crear las más puras filosofías. Van fue considerado digno de ser iniciado en el pequeño sistema de sabiduría creado por Ada. Y en efecto lo fue, cuando apenas llevaba una semana en Ardis. Aquella filosofía presentaba la vida del ser humano como compuesta por cierto número de elementos, o «cosas», clasificadas y jerarquizadas: las «cosas-verdaderas», poco frecuentes, y de un valor inestimable; las simples «cosas», que formaban el tejido rutinario de la vida; y las «cosas-fantasmas», también llamadas «nieblas», como la fiebre, el dolor de muelas, las horribles decepciones, la muerte. Si tres o cuatro «cosas» acontecían simultáneamente, formaban una «torre», y, si se sucedían de manera inmediata, constituían un «puente». Las «torres verdaderas» y los «puentes verdaderos» integraban la sustancia gozosa de la vida, y cuando las torres se presentaban en serie uno llegaba a experimentar el éxtasis supremo; pero esto no sucedía casi nunca. En determinadas circunstancias, y a una cierta luz, una simple «cosa» podía parecer, e incluso llegar a ser, una «cosa-verdadera». Y también, al contrario, podía coagularse en «niebla» fétida. Cuando la alegría y la ausencia de alegría formaban una mezcla (bien simultáneamente, bien escalonada en la pendiente de la duración), el resultado era una «torre en ruinas» o un «puente roto».
Los detalles pictóricos y arquitectónicos de aquella metafísica hacían las noches de Ada menos penosas que las de Van. Y aquella mañana (como la mayor parte de las mañanas) éste tuvo la impresión de que llegaba de un país infinitamente más lejano y lúgubre que aquél del cual salían Ada y el Sol.
Ella sonreía, con labios carnosos, almibarados y brillantes.
(Siempre que te beso, ahí, —la decía algunos años más tarde—, me acuerdo de aquella mañana azul, en tu balcón, cuando comías una tartina de miel...)
La belleza clásica de la miel de trébol, fluida, dorada, translúcida, desprendiéndose suavemente de la cuchara, empapando de su oro líquido el pan con mantequilla de mi amor. Miga bañada en néctar.