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Tío Dan, sentado en una mullida butaca, trataba de leer (con ayuda de uno de esos diccionarios-liliput destinados a turistas poco exigentes, del que se servía para descifrar los catálogos de arte extranjeros) un artículo, aparentemente consagrado al cultivo de ostras, en una revista ilustrada holandesa que alguien había abandonado en el asiento contiguo de su departamento del tren, cuando un espantoso tumulto se propagó de habitación en habitación, a través de toda la casa.

El juguetón Dack, con una oreja colgando y la otra vuelta hacia arriba, mostrando su interior rosa moteado de gris, movía nerviosamente sus cómicas patitas y patinaba sobre el parquet cada vez que hacía uno de sus bruscos virajes, entregado a la tarea de transportar a algún escondrijo adecuado, donde morderlo y sacudirlo a su gusto, un tampón de algodón empapado en sangre que había descubierto en algún lugar del piso de arriba. Ada, Marina y dos de las doncellas se habían lanzado en persecución del alegre animal, pero les era imposible arrinconarle entre todo aquel mobiliario barroco. Después de franquear como un ciclón innumerables puertas, el conjunto de la cacería pasó alrededor del asiento del tío Dan y se dirigió a otra parte.

—¡Dios mío! —exclamó Dan, al reparar en el sangrante trofeo—. Alguien se habrá cortado el pulgar!

Después, palpando los muslos y el asiento, buscó, y no tardó en encontrar bajo un escabel, su indispensable léxico de bolsillo y volvió a sumergirse en la lectura. Pero un segundo más tarde tenía que hojear el diccionario en busca de groote, la palabra que estaba buscando cuando se produjo la interrupción. Le contrarió comprobar la sencillez de la traducción: great, grande.

Dack escapó por una puerta vidriera llevándose tras él a sus perseguidores hasta el jardín. Allí, en el tercer cuadro de césped, Ada le ganó por velocidad, mediante la puesta en práctica de un salto tomado de la técnica del «fútbol americano», una especie de rugbypracticado en cierto tiempo por los cadetes de la escuela militar sobre los campos de húmedo césped de las orillas del Goodson. En aquel mismo instante, mademoiselle Larivière se levantó del banco del jardín en el que estaba cortando las uñas a Lucette, y, apuntando con las tijeras a Blanche, que llegaba corriendo con una bolsa de papel en la mano, acusó a la descuidada muchacha de una negligencia escandalosa: haber dejado caer en la camita de Lucette una horquilla de pelo («un chisme así de largo que pudo herir los muslos de la niña»). Pero Marina, que tenía ese miedo enfermizo a «ofender a un inferior» tan propio de una gran dama rusa, declaró zanjado el incidente.

Nehoroshaya, nehoroshaya sobaka—canturreaba Ada, acentuando los sonidos aspirados y sibilantes, mientras alzaba en brazos a su «perro malo», el cual, frustrado por la pérdida de su presa, no daba la menor muestra de vergüenza.

XII

Hamacas y miel. Ochenta años más tarde, Van recordaba aún, con el frescor punzante de la primera alegría, cómo se había enamorado de Ada. Memoria e imaginación confluían en un mismo punto de partida: la hamaca de sus amaneceres de adolescente. A los noventa y cuatro años seguía encontrando placer en rememorar aquel primer verano de amor no como un mero ensueño, sino como una recapitulación de la conciencia que le ayudaba a vivir en las horas grises que separaban su frágil sueño de la primera píldora cotidiana. Y ahora te toca a ti, querida, sigue tú un ratito. Sigue, Ada, ¿quieres?

(Ella:) Millones, billones de muchachos. Escojamos un decenio no demasiado indecente. En el curso de ese decenio, billones de Bills, de gentiles, dulces, bien dotados y apasionados Bills, bien intencionados de espíritu y de cuerpo, han desnudado a sus jillones de Jills, no menos dulces y vivaces que ellos, en lugares y circunstancias que el investigador debería verificar y especificar, pues, de no hacerse así, existe un serio peligro de que la relación se pierda, en la maraña de las estadísticas y en las generalizaciones en que uno se extravía sin remedio. Poco provecho obtendríamos de nuestro trabajo si, por ejemplo, olvidásemos la pequeña cuestión de esos singulares prodigios de lucidez, de esos genios juveniles que, en algunos casos, convierten tal o cual caso particular en «un acontecimiento único e irrepetible» en el continuumde la vida, o, al menos, la antesis temática de esa categoría de acontecimientos en una obra de arte o en los artículos de un periodista indignado. El detalle que transparece como un nimbo o como una sombra, el follaje del lugar a través de una piel diáfana, el sol verde en el ojo húmedo y negro, todo eso ( vsyo eto), debe ser tenido en consideración. Y ahora prepárate a seguir tú (no, no, Ada, continúa, ya zasluchalsya, no me canso de escucharte)... si queremos poner de manifiesto el hecho, el hecho, el hecho... de que entre esos billones de parejas brillantes que es posible observar en un corte transversal de lo que, por las necesidades de mi razonamiento, me permitirás llamar el espacio-tiempo, se encuentra una pareja única, una pareja superimperial, sverimperatorskaya cheta, destinada a convertirse en objeto de investigaciones, a ser glorificada en cuadros y sinfonías, a los tormentos, a la tortura, incluso a la muerte (por poco que el decenio considerado arrastre tras de sí una cola de escorpión), a consecuencia de lo cual el modo particular de hacer el amor la mencionada pareja ejercerá una influencia única y peculiar sobre dos largas existencias, y sobre algunos de mis lectores, esas cañas pensantes pascalianas, así como sobre sus plumas o sus pinceles mentales. ¿Es eso Historia Natural? Al contrario, se trata de una historia de lo menos natural, puesto que esa exigente precisión de los sentidos y del sentido (significado) tiene que resultar desagradable y extraña al rústico, y puesto que aquí el detalle lo es todo: el canto de un reyezuelo en Toscana o el de un reyezuelo sitka en los cipreses de un cementerio, los efluvios de menta de la ajedrea de jardín o de la hierbabuena en una colina del litoral, la danza alada de un argiolo de Europa o del lago Echo, de California. Esoes lo que hay que oír, oler y ver a través de la transparencia de la muerte y de la belleza ardiente. Y, más difícil aún, la Belleza en Sí, percibida en el espacio y en el instante. Los machos de nuestra luciérnaga... (bueno, Van, ahora sí que te toca seguir).

Los machos de la luciérnaga, pequeños escarabajos luminosos, más parecidos a estrellas errantes que a insectos alados, hicieron su aparición en las primeras noches cálidas y negras de Ardis, uno a uno, acá y allá, y luego en enjambres fantasmagóricos, para volver a disminuir hasta ser sólo unos cuantos individuos, una vez que sus búsquedas habían alcanzado su fin natural. Van los contemplaba con el solemne temor respetuoso que había experimentado una noche de su infancia, cuando se encontraba perdido en el crepúsculo, al fondo de un paseo de cipreses, en el jardín de un hotel de Italia. Se había imaginado ver silfos dorados, o las quimeras errantes del alma del jardín... Volaban silenciosamente en la noche, cruzándose y recruzándose en las tinieblas que le rodeaban, y, a intervalos de unos cinco segundos, cada uno de ellos emitía un relámpago de color amarillo pálido que permitía que su hembra, moradora de las hierbas, le identificase mediante su ritmo específico (enteramente diferente al de otra especie parecida que, según Ada, volaba en compañía del Photinus ladorensisen Lugano y en Luga). La hembra, tras concederse un instante de reflexión para comprobar el tipo de código luminoso empleado por el macho, le respondía con una pulsación fosforescente. La presencia de aquellos admirables insectos, las delicadas iluminaciones producidas por su paso en el seno de la noche fragante, llenaban a Van de un júbilo sutil raras veces suscitado en él por la ciencia entomológica de Ada (quizás como un resultado de la envidia que el intelectual abstracto experimenta a veces ante el saber inmediato y concreto del naturalista).

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