—Como sucede con otras muchas flores —prosiguió Ada, con la sonrisa tranquila de un sabio loco—, el desdichado nombre francés de esa planta, souci d'eau, ha sido traducido, o será mejor decir transfigurado...
—O bien «desflorado» —aventuró Van, probando también su juego de palabras.
—¡Por favor, hijos míos! —interrumpió Marina, que había seguido la conversación con dificultad, temía ahora, por una incomprensión secundaria, que las metáforas se hiciesen demasiado libres.
—Por suerte —continuó Ada, sin dignarse aliviar la preocupación de su madre— esta misma mañana nuestra erudita institutriz, que fue también la tuya, Van, y que...
(Por primera vez ella pronunciaba su nombre... ¡en una lección de botánica!)
—...y que es bastante severa con los traductores-traidores de lengua inglesa y sus disparates —aunque yo supongo que su celo procede más de la patriotería que de la honradez— ha llamado mi atención, mi mariposeante atención, hacia algunas soberbias «desfloraciones», como tú las llamas, Van, cometidas por un tal Mr. Fowlie en la traducción sedicentemente literal (y calificada por Elsie de «sensible» —sensible! —en un reciente artículo elogioso) del poema de Rimbaud Mémoire, que afortunadamente, y como por presciencia, me hizo aprender de memoria (aunque supongo que ella prefiere a Musset o Coppée).
—... les robes vertes et déteintes des fillettes... —citó Van, triunfalmente.
—Eg-sactamente (imitación de Dan). Por otra parte, Mlle. Larivière sólo me permite leer a Rimbaud en la antología Feuilletin (la misma que tú tienes, sin duda). Pero me propongo procurarme en seguida las obras completas; y he dicho bien, en seguida, mucho antes de lo que creéis. Mademoiselle, dicho sea de paso, va a bajar en cuanto deje bien arropada a nuestra querida, pelirroja, que a estas horas ya debe haberse puesto su camisón verde...
— Angel moy—alegó Marina—, estoy segura de que Van no se interesa por los camisones de Lucette.
—...verde, como el verde de los sauces, y haber contado los borreguitos de su ciel de lit, que Fowlie traduce por «la cama del cielo», en vez de por «baldaquino», o «cielo de la cama». Pero volvamos a nuestra pobre flor. El falso louis d'or de esa antología de sucio francés, es la transformación de souci-d'eauen «preocupación del agua», a pesar de que Fowlie tenía a su disposición docenas de sinónimos, como mollyblob, marybud, maybubbley toda clase de sobrenombres asociados a las llamadas «fiestas de la fecundidad», sean éstas lo que sean.
—Y, al contrario —dijo Van—, es fácil imaginar una Miss River igualmente bilingüe cotejando con el original una versión francesa de, digamos, el Garden, de Marvell...
—¡Ah! —exclamó Ada—, yo puedo recitar Le jardinen mi transversión personal! A ver, un momento...
En vain on s'amuse à gagner
L'Oka, la Baie du Palmier...
—¡Oíd, niños! —interrumpió Marina, esta vez resueltamente, alzando ambas manos en un gesto pacificador—. Cuando yo tenía tu edad, Ada, y mi hermano tenía tuedad, Van, hablábamos de criquet, y de poneys, y de perritos, de la última fiesta infantil, del próximo pic-nic, y, ¡ah!, de un millón de cosas bonitas y normales; pero nunca, nunca, de viejos botánicos franceses o de Dios sabe qué más...
—Pero hace un momento nos has dicho que coleccionabas flores —dijo Ada.
—Ah, sólo fue una temporada, en un lugar de Suiza, no recuerdo bien cuándo. Eso ahora no importa.
El aludido era Ivan Durmanov, muerto de cáncer de pulmón, años atrás, en un sanatorio (en algún lugar de Suiza, no lejos de Ex, donde Van había nacido ocho años más tarde). Marina hablaba a menudo de su hermano, que fue un violinista famoso a la edad de dieciocho años; pero lo hacía sin ninguna particular muestra de emoción, así que a Ada le sorprendió advertir que en esta ocasión la espesa capa de maquillaje de su madre había comenzado a fundirse bajo un súbito torrente de lágrimas (quizás alguna alergia a las viejas flores disecadas y aplastadas, o un ataque de fiebre del heno, o una crisis de gencianitis, como permitiría determinarlo retrospectivamente un diagnóstico algo posterior). Marina se sonó las narices, con su habitual ruido de elefante, como ella misma decía; y en aquel momento mademoiselle Larivière bajó para tomar el café y evocar sus recuerdos de Van, aquel bambin angélique a neuf ansque adoraba (¡qué rico!) a Gilberte Swann y a la Lesbia de Catulo, y que había aprendido, él solo, a dar libre salida a su adoración en cuanto la lámpara de petróleo salía de la habitación de la mano de Ruby, su aya negra.
XI
Pocos días después de la llegada de Van, tío Dan se presentó en el tren matutino procedente de la ciudad, para pasar, como de costumbre, su fin de semana en familia.
Van, que no le esperaba, fue a dar de manos a boca con su tío cuando éste atravesaba el hall. El mayordomo tuvo la gentileza (según apreciación de Van) de hacer entender al señor quién era aquel muchacho tan alto al que él no reconocía. Primeramente alzó la mano izquierda en posición horizontal, a un metro del suelo, y la fue elevando gradualmente, pero aquel código altitudinal fue entendido únicamente por nuestro joven seis-pies. El pequeño caballero pelirrojo miró perplejo al viejo Bouteillan, el cual se apresuró a susurrar el nombre del irreconocido muchacho.
Mr. Daniel Veen tenía la curiosa costumbre, cuando se disponía a dar la bienvenida a un huésped, de hundir los cinco dedos de su mano extendida en el bolsillo de la chaqueta, en algo así como una operación purificadora, que duraba hasta el momento del apretón. Informó a su sobrino de que llovería dentro de algunos minutos, «porque había empezado a llover en Ladore y la lluvia tarda una media hora en llegar a Ardis». Van supuso que aquello era una agudeza, y sonrió cortésmente; pero tío Dan reasumió su aire de perplejidad y, fijando en Van sus pálidos ojos de; pez, le preguntó si ya se había familiarizado con los alrededores, cuántos idiomas conocía y si le gustaría comprar por algunos kopeks un billete de lotería de la Cruz Roja.
—No, gracias —contestó Van graciosamente—. Me basta con mis propias loterías.
Su tío le miró una vez más con aire sorprendido, pero ahora empezó a dirigir su atención hacia otras direcciones.
La familia se reunió a tomar el té en el salón. Todo el mundo tuvo más bien silencioso y desanimado. Tío Dan se retiró pronto a estudio, sacando de un bolsillo interior un periódico cuidadosamente doblado. Apenas había salido del salón cuando una ventana se abrió violentamente y un fuerte aguacero empezó a tamborilear sobre las hojas del tulipero y del imperialis. La conversación se hizo repentinamente general y ruidosa.
La lluvia no duró mucho, sino que prosiguió su ruta prevista hacia Raduga, o Ladoga, o Kaluga, o Luga, olvidándose sobre el cielo de Ardis un fragmento de arco iris.