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A partir de entonces su educación sentimental se aceleró. A la mañana siguiente la sorprendió lavándose la cara y los brazos en una jofaina antigua encajada en una mesa rococó, con los cabellos atados en moño en lo alto de la cabeza, el camisón enroscado al talle, como una corola mal trazada de la que brotaba la delgada espalda que dejaba ver la forma de las costillas. Una gruesa serpiente de porcelana se retorcía alrededor de la jofaina. Y mientras ambos, el reptil y el muchacho, contemplaban inmóviles a Eva y el suave perfil tembloroso de sus senos apenas en flor, un gran pedazo de jabón de color morado resbaló entre sus manos, y su pie, enfundado en un calcetín negro, cerró la puerta, con un chasquido que era el eco del jabón al chocar en el mármol más bien que un signo de púdico desagrado.

X

Comida de mediodía en Ardis Hall, un día cualquiera. Lucette, entre Marina y la institutriz; Van, entre Marina y Ada; Dack, la comadreja de color castaño dorado, bajo la mesa, o bien entre Ada y Mlle. Larivière, o bien entre Lucette y Marina. (A Van le disgustaban en secreto los perros, pero especialmente durante las comidas, y más aún aquel aborto pequeñajo y alargado, de aliento maloliente.) Grandilocuente y resabidilla, Ada podía contar un sueño, describir una curiosidad de Historia Natural, comentar los sabios artificios literarios de tal o cual autor —como el monologue intérieurde Paul Bourget, copiado del viejo León—, o denunciar algún desatino grotesco de la última crónica de Elsie de Nord, una vulgar literata demimondaineque creía que Lyovin iba por Moscú con un nagol'niy tulup, «un gabán de mujikde piel de carnero, con el cuero al descubierto por la parte de fuera y forrado por dentro», según la definición de un diccionario que apareció en manos de nuestra comentarista como el conejo en las del prestidigitador; un diccionario que las Elsie no saben nunca procurarse.

La maestría espectacular que desplegaba Ada en el manejo de las oraciones subordinadas, sus digresiones entre paréntesis, la tensión sensual que sabía imprimir a los monosílabos contiguos (« Idiot Elsie simplyCAN'T READ»), todo eso acababa de un modo u otro por producir en Van el efecto de exóticas caricias —suplicio que le sacudían hacia la izquierda la parte excitada —una sensación que al mismo tiempo le irritaba y le causaba un deleite perverso.

Su madre la llamaba «tesoro mío», y punteaba sus discursos con breves exclamaciones: «¡Terriblemente divertido!», o «¡Adorable!». Pero no por ello dejaba de permitirse observaciones más críticas, como «¡siéntate un poco más derecha!», o «¡pero come, preciosa! (subrayando el «come» con un acento de incitación maternal muy diferente de los sarcasmos con ritmo de espondeo de su maliciosa hija).

Ada, unas veces sentada en su silla en posición bien erguida, con la flexible espalda bien adaptada al respaldo, y otras veces, cuando sus pensamientos o la aventura que estaba contando alcanzaban un grado de suprema intensidad, inclinándose sobre el plato (es decir, no: para entonces su plato ya había sido retirado por el previsor Price) e invadiendo la mesa, con los codos por delante, para volver luego a su posición anterior, haciendo gestos extravagantes. Había dicho «largo, largo, larguísimo», alzando a la vez las dos manos arriba, muy arriba, para apoyar la palabra con la mímica.

—Pero, tesoro, no has probado la... Price, ¿quiere usted traer la...?

¿La qué? ¿La cuerda que escala, en el ardiente azur, el niño del trasero al aire, ayudante del fakir?

—Era una especie de largo, largo... bueno, quiero decir... (una pequeña pausa) una especie de tentáculo... no, voy a ver si acierto... (sacudía la cabeza y contraía los rasgos, como en un intento de desenredar una madeja a tirones).

No. Enormes ciruelas de color rosa purpúreo, una de las cuales se había abierto de puro madura y exhibía el amarillo de su entraña.

—Y yo estaba allí... (los cabellos le caen sobre la cara, la mano vuela hacia las sienes, esbozando, sin acabarlo, el gesto de apartar el pelo; y luego, bruscamente, un estallido de risa ronca, terminado en una tosecilla húmeda).

—No, en serio, mamá, trata de imaginarte a tu pobre hija incapaz de pronunciar una palabra, pero gritando, gritando sin hablar, porque por fin comprende...

A la tercera o cuarta comida, también Van comprendió algo: lejos de corresponder a las exhibiciones de una criatura brillante que trata de deslumbrar al recién llegado, el comportamiento de Ada debía interpretarse como una tentativa desesperada, y bastante inteligente, de impedir que Marina se apropiase de la conversación y la convirtiese en una conferencia sobre el teatro. Marina, por su parte, mientras acechaba su oportunidad de poner en marcha su hobby, experimentaba un cierto placer profesional al representar el papel bien trillado de la tierna madre orgullosa del encanto y el ingenio de su hija, y que a su vez da expresión a su propio encanto y a su propio ingenio en la indulgencia con que tolera la frondosa verbosidad de la niña. ¡ Marinaera quien estaba exhibiéndose, y no Ada! Y una vez que Van hubo comprendido la verdadera situación, aprendió a aprovechar una pausa (cuando Marina se aprestaba a rellenarla con algunas Stanislavskianas selectas) para lanzar a Ada a las revueltas aguas de la Bahía de la Botánica, un viaje que en otros momentos le había dado miedo, pero que en la sobremesa familiar resultaba ser el modo más seguro y más sencillo de echar una mano a su Ada. La táctica era especialmente importante a la hora de la cena, ya que Lucette y su institutriz cenaban antes en su habitación y entonces no era posible contar con mademoiselle Larivière para que relevase a Ada, en el momento crítico, con las pintorescas referencias a sus trabajos literarios (ahora estaba dando los últimos toques a su famoso Collar de Diamantes) o a sus recuerdos de la primera infancia de Van, como aquéllos, eminentemente gratos, en los que figuraba su amado preceptor ruso, que la cortejaba amablemente, que escribía en ruso versos «decadentes» de ritmos «libres» y bebía a la rusa en la soledad de su habitación.

Van: «Esa flor amarilla de ahí (indicando la florecilla delicadamente pintada en un plato de Eckercrown), ¿es un ranúnculo?»

Ada: «No. Esa flor amarilla es la vulgar "maravilla de los pantanos", la Caltha palustris. En nuestros campos, los campesinos la llaman impropiamente cowslip("primavera"); pero, como todo el mundo sabe, la verdadera primavera, la Primula veris, es una planta completamente distinta.»

—Entiendo —dijo Van.

Marina (tomando la palabra):

—Sí, así es. Cuando yo hacía el papel de Ofelia, el hecho de haber coleccionado en otro tiempo flores...

Ada: «Te ayudaba, sin duda. Y el nombre ruso de esa Caltha es kuroslep(que los mujiks de Tartaria, pobres esclavos, aplican equivocadamente al ranúnculo) o también kalujnitsa, como se dice, correctamente, en Kaluga, USA.

—Entiendo —volvió a decir Van.

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