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—Y tú quisiste estrangularme con esas rodillas de diablesa...

—Es que necesitaba algún punto de apoyo.)

Todo eso pudo muy bien ser verdad. Aunque, según una versión más reciente (considerablemente más reciente), estaban todavía en el árbol, con las mejillas acaloradas, cuando Van se sacó de entre los labios el hilo de seda de un nido de orugas mariposa, y comentó que la negligencia en el vestir llevada hasta ese extremo era una forma de histeria.

—En todo caso —dijo Ada, a horcajadas en su rama favorita—, Mlle. Larivière des Diamants (ahora, todos lo sabemos) no ve inconveniente alguno en que una jovencita histérica renuncia a su braga en el ardor de la canícula.

—Me niego a compartir con un manzano el ardor de tu pequeña canícula.

—Sin embargo, es el Árbol del Conocimiento... Un ejemplar de importación que nos han enviado hace ahora un año desde el Parque Nacional de Edén, donde el hijo del doctor Krolik es criador y director.

—Que ese joven críe y dirija lo que guste —dijo Van, a quien ya hacía tiempo que la historia natural de Ada le ponía nervioso—, pero te juro que no puede hacer que crezca un manzano en el Irak.

—Tienes razón. Pero nuestro manzano no es un manzano como los demás.

(«Tienes razón y no la tienes —comentó Ada, también mucho más tarde—. Sin duda, hemos debatido ya la cuestión, pero es muy cierto que entonces no habrías podido permitirte respuestas tan vulgares. ¡En un tiempo en que el más casto y raro de los azares te autorizaba todo lo más a "arrebatar", como suele decirse, un primer beso tímido! ¡Qué vergüenza! Y, además, no existía ningún Parque Nacional en Irak hace ochenta años.» «Es verdad —dijo Van—, y nunca encontré ni un solo nido de orugas en aquel árbol de nuestro vergel.» En aquella época, la Historia Natural se había convertido en Historia Antigua.)

Ada y Van escribían sus diarios. Poco tiempo después de haber gustado, como acabamos de ver, las primicias del conocimiento, fueron víctimas de un divertido error. Ada iba camino de la casa del doctor Krolik con una caja llena de mariposas recién salidas del capullo y debidamente cloroformizadas. Acababa de pasar el huerto de árboles frutales, cuando se detuvo bruscamente y lanzó un juramento (¡ chort!). En el mismo instante, Van, que había partido en dirección contraria para hacer prácticas de tiro en un pabellón vecino (provisto de una bolera y otras facilidades recreativas muy estimadas, en otros tiempos, por anteriores Veen), se detuvo con la misma súbita inquietud. Por una graciosa coincidencia, cada uno de ellos volvió corriendo a la casa, para ocultar el diario que temía haber dejado abierto en su habitación. Ada, que recelaba de la curiosidad de Lucette y de Blanche (de Larivière no había nada que temer, pues era una persona patológicamente desprovista de espíritu de observación), descubrió, aliviada, que se había inquietado inútilmente: el álbum, con su última anotación, estaba bien guardado. Van sabía que Ada era un poco curiosa, pero fue a Blanche a quien descubrió en su habitación, simulando hacerle la cama, que ya estaba hecha. El diario descansaba, abierto, en un taburete vecino. Van aplicó una benigna palmada en el trasero de Blanche, cerró las cubiertas de tafilete y llevó el objeto a un lugar más seguro. A continuación, Ada y Van se cruzaron en el pasillo: en un estadio menos avanzado de la Evolución de la Novela en la historia de la literatura, habría sido aquí donde intercambiaran su primer beso verdadero. Elegante apéndice del episodio del manzano. Pero en vez de eso cada uno se alejó por su lado, y Blanche, supongo, se fue a llorar a su torrecilla.

XVI

Sus primeras caricias francas y frenéticas fueron precedidas por un breve período de extrañas astucias, de disimulos solapados. El malhechor enmascarado era Van; pero Ada, al tolerar con pasividad sus aproximaciones, parecía reconocer tácitamente el carácter escandaloso, hasta monstruoso, de las mismas. Algunas semanas más tarde ambos consideraron aquella fase de estrategia amorosa con una indulgencia divertida. Pero, en su momento, la cobardía implícita que revelaba intrigaba a Ada y desolaba a Van (principalmente porque tenía conciencia de que la chica estaba desconcertada).

Ada no se enfadaba con facilidad, y su delicadeza no era nada excesiva: «Estoy loca por todo lo que repta.» Van no había tenido nunca ocasión de notar en ella el menor sobresalto de repulsión virginal. Sin embargo, le bastaba rememorar dos o tres sueños horribles para imaginársela —en la vida real, o, al menos, en el orden íntimo de sus propias responsabilidades —retrocediendo, con una mirada ofendida, relegando al agresor al desierto de su deseo mientras ella iba a hablar del asunto a su institutriz, a su madre o incluso a un gigantesco lacayo (inexistente en la vivienda, pero sí en sueños, en los que podía ser perforado a placer, como una vejiga de sangre que es posible reventar con una suela llena de clavos); incidente que él sabía que iría seguido por la expulsión definitiva de Ardis...

(Comentario manuscrito de Ada: protesto indignada contra esa «delicadeza» que no tenía «nada de excesiva». Es algo vago en la forma y falso en el fondo. Hay que suprimirlo. Van, en el margen: lo siento muchísimo, pajarito; tiene que mantenerse.)

...Pero aunque quisiera burlarse de aquella imagen para expulsarla de su conciencia, Van no podía en ningún caso sentirse orgulloso de su conducta. Las cosas que hacía, el modo como las hacía, los deleites secretos que sacaba de ellas, todo eso le daba la sensación de que engañaba a Ada, que abusaba de su inocencia, que la ponía en el compromiso de disimularle, a él, el disimulador, que entendía muy bien lo que él le ocultaba.

Después del primer encuentro, mudo y levísimo, de sus labios tiernos de adolescente con la piel aún más tierna de ella, allá, en el manzano, sin más vecino que aquella ardillita extraviada que les espiaba entre el follaje, nada pareció cambiar, en cierto sentido, y, por otra parte, todo estaba perdido. Esa clase de contactos acaban por establecer un cierto vínculo. Una sensación táctil es un punctum coecum: simples siluetas que se tocan. Así, en la indolencia ordinaria de los días, en ciertos accesos recurrentes de locura contenida, una señal secreta se alzaba y una cortina caía entre ella y él...

(Ada: Prácticamente han desaparecido de Ardis. Van: ¿Quiénes? ¡Ah, ya veo!)

...y esa cortina no podía volver a abrirse hasta que Van se liberaba de aquello que la necesidad de disimulo rebajaba al nivel de una miserable comezón.

(¡Qué cosas eres capaz de decir, Van!)

Más tarde tuvo ocasión de hablar con ella de aquellas cosas feas y algo patéticas, pero le habría sido difícil afirmar si había temido verdaderamente que su avournine(como diría más tarde Blanche, en su extraño francés) reaccionase con una explosión de cólera, verdadera o fingida ante la exhibición desvergonzada de su deseo, o si sus intentos sombríos y solapados le había sido dictados por consideraciones de decencia y piedad hacia una niña casta, cuyo encanto era demasiado irresistible para no gozar de él en secreto, y demasiado sagrado para ser profanado abiertamente. Pero allí había algo reprochable, eso, al menos, no era dudoso. Los vagos lugares comunes de un vago pudor, tan terriblemente vigentes hace ochenta años, las insoportables naderías de un enamorado tímido agobiado de novelerías arcaicas, arcadianas, todas esas modas y modos estaban latentes tras el silencio de las emboscadas de él y las tolerancias de ella. No disponemos de ningún documento que nos informe de cuál fuera el preciso día del verano en que Van inauguró sus roces minuciosos, sus caricias precavidas. Pero desde que Ada se dio cuenta de que en ciertos momentos él permanecía de pie tras ella, demasiado próximo para que la decencia pudiera quedar a salvo, con el aliento ardiente y los labios en libación, la chica supo que aquellas aproximaciones silenciosas, exóticas, debían habet comenzado mucho tiempo antes, en un pasado indefinido, infinito, y que no podía seguir oponiéndose a ellas sin reconocer que hasta entonces había aceptado tácitamente su repetición convertida ya en habitual.

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