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El cielo no era menos despiadado y negro, y el cuerpo de Lucette, su cabeza, y, sobre todo, aquel maldito pantalón, seguían atascados en el Océano Nox, ene, o, equis. Cada sorbo de sal amarga y helada le hacían repetir un sabor de anís nauseabundo, y su cuello y sus brazos estaban cada vez más humedecidos (no: entumecidos). Cuando empezaba a perder la estela de sí misma, pensó que convenía revelar a una serie de huidizas Lucettes (encargándoles que se pasasen la información de boca en boca, como en el espejismo de un palacio de cristal) que la muerte no era otra cosa que una reunión más completa de los infinitos fragmentos de la soledad.

No vio pasar ante ella, como en un relámpago, toda su existencia, según todos habíamos temido. El caucho rojo de una querida muñeca se quedó tranquilamente descompuesto entre los nomeolvides de un arroyo inanalizable. No obstante, mientras nadaba en redondo, como un Tobacoff amateur, en un círculo de pánico fugitivo y de insensibilidad misericordiosa, distinguió algunas imágenes singulares. Vio un par de zapatillas de piel de marta que Brigitte se había olvidado de poner en la maleta; vio a Van enjugarse los labios antes de contestar, dejar la servilleta sin decir nada, y levantarse de la mesa al mismo tiempo que ella; vio a una chica de largo pelo negro inclinándose ágilmente, al pasar, para acariciar a un dackel coronado de flores medio desechas.

El capitán hizo botar una motora potentemente iluminada. Van, el profesor de natación, y Toby, encapuchado con un chubasquero amarillo, estuvieron en la patrulla de rescate. Pero un gran trozo de mar había huido, y Lucette estaba demasiado fatigada para esperar. Luego la noche se llenó del traqueteo de un viejo y robusto helicóptero, pero su diligente haz de luz no encontró más que la negra cabeza de Van, el cual, precipitado al mar por un viraje de la canoa, gritaba interminablemente el nombre de la ahogada sobre las aguas negras surcadas de espuma laberíntica.

VI

Padre:

En este sobre encontrarás una carta cuyo objeto se explica por sí solo, y que tendrás la bondad de leer y transmitir a la señora Vinelander, cuya dirección ignoro, si no tienes inconveniente. Para tu propia edificación, te diré —aunque la cosa no tenga mayor importancia en el punto al que hemos llegado— que Lucette no ha sido nunca mi amante, contrariamente a lo que un repugnante imbécil cuyas huellas he perdido ha dado a entender en su informe sobre la tragedia.

Me han dicho que el mes próximo vuelves al Este. Di a tu actual secretaria que me llame a Kingston, si deseas verme.

Ada:

Deseo corregir y completar el relato de su muerte publicado aquí antes de mi regreso. No viajábamos «juntos». Embarcamos en dos puertos diferentes y yo ignoraba que ella estuviese a bordo. Nuestras relaciones siguieron siendo las mismas que habían sido siempre. Pasé con ella todo el día siguiente (4 de junio), salvo las dos horas de antes de la cena. Estuvimos tumbados al sol. Ella disfrutó de la brisa vivificante y del agua salada y clara de la piscina. Hacía todo lo posible por parecer despreocupada, pero pronto me di cuenta de que las cosas iban muy mal. La relación romántica a la que se abandonaba, el apasionamiento que cultivaba, no podían ser cortados por la lógica. Y, para colmo, una persona con la que le era imposible competir, entró inopinadamente en escena. Los Robinson, Robert y Rachel, los cuales sé que tenían la intención de enviarte una carta por intermedio de mi padre, fueron los penúltimos en hablar con Lucette aquella noche. El último fue un barman, a quien le extrañó lo anormal de su conducta: la siguió hasta el puente y la vio saltar, sin poder impedirlo.

Después de una pérdida semejante me parece inevitable que se quiera recoger el más mínimo detalle, cada uno de los cabos sueltos, cada jirón deshilachado del pasado inmediato. Yo había asistido con ella a la mayor parte de la proyección de una película titulada Castillos de España(o algo así), y el galán libertino estaba siendo conducido al último de ellos cuando me decidí a dejarla en manos de los Robinson, con los que nos habíamos encontrado en la sala. Me metí en la cama. Vinieron a llamarme hacia la una de la madrugada, hora marítima, pocos segundos después de que se precipitara por la borda. Los esfuerzos por encontrarla se prosiguieron de un modo razonablemente extenso, pero por fin, tras una hora de confusión y esperanza, el capitán hubo de tomar la horrible decisión de continuar la travesía. Si se hubiese dejado sobornar, seguiríamos dando vueltas al sitio fatal.

Como psicólogo, sé el poco sentido que tiene especular sobre si Ofelia no habría acabado por ahogarse, de todas maneras, sin la ayuda de una rama traidora, aunque se hubiese casado con su Voltemand. Considerando la cuestión impersonalmente, creo que, si V. la hubiese amado, ella habría muerto en su cama, con el pelo blanco y el alma serena. Pero, puesto que no amaba verdaderamente a la desdichada virgen, y puesto que ningún acopio de ternura carnal puede llegar a pasar por amor verdadero, y, sobre todo, puesto que aquella fatal muchacha andaluza que acababa de volver a entrar en escena era inolvidable, no tengo más remedio, querida Ada, querido Andrei, que llegar a esta conclusión: no había cosa alguna imaginable que hubiera podido impedir que ella pokonchila soboy(pusiese fin a su vida). Puede que en otros mundos más edificantes y moralmente más profundos que esta burbuja de fango existan restricciones, principios, consolaciones —incluso un cierto orgullo— que lleven a hacer feliz a una mujer a la que no se ama verdaderamente; pero, en este planeta, las Lucette están perdidas de antemano.

He tenido que destruir algunas pobres cositas que le pertenecían: una pitillera, un vestido de noche de tul, un libro francés abierto por la descripción de un pic-nic; porque no podía soportar su vista. Quedo vuestro seguro servidor.

Hijo mío:

He seguido al pie de la letra las instrucciones de tu carta. Tu estilo epistolar es tan retorcido que hubiera sospechado la presencia de un código cifrado de no saber que perteneces a la escuela de los decadentes, en compañía de ese viejo pícaro, Leo, y del tísico Antón. Me importa un bledo que te hayas acostado o no con Lucette, pero sé por Dorothy Vinelander que la pobre niña había estado enamorada de ti. La película de la que hablas no puede ser otra que La última locura de Don Juan, en la que Ada, efectivamente, hace (a la perfección) el papel de una muchacha española. La mala suerte persigue la carrera artística de la pobre niña. Howard Hool se quejó, después del estreno, de que le habían hecho representar un híbrido imposible de dos «Don»; que Yuzlik, el director, había concebido inicialmente su «fantasía» como una adaptación de la novela de Cervantes; que ciertos restos del guión original se quedaron pegados al nuevo tema como copos de lana sucia, y que, si se seguía atentamente la banda sonora, se podía oír en la escena de la taberna a un compañero de jarana llamar a Hool en dos ocasiones «Quicks». Hool pudo comprar y destruir cierto número de copias, y otras han sido confiscadas por los abogados de Osberg, el cual pretende que la escena de la gitanilla está plagiada de una de sus propias tramas. En consecuencia, es imposible comprar una bobina de esa película, que se desvanecerá como el humo del proverbio en cuanto haya acabado el circuito de cines de provincias. Ven a cenar conmigo el 10 de julio. Traje de etiqueta.

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