En la sucesión de actos fatales que después de pasados sesenta años no consigo aún reducir a polvo de inexistencia, a no ser trabajando en una serie de palabras hasta encontrar el ritmo justo, yo, Van, llegué a mi cuarto de baño, cerré la puerta que volvió a abrirse de par en par y se cerró sola de nuevo, y, utilizando un expediente temporal mucho menos excesivo que el del padre Sergio (que en la célebre anécdota del conde Tolstoi corta el miembro que no debía), me liberé vigorosamente de la presión de la lubricidad, como había hecho por última vez diecisiete años antes. ¡Y qué triste y qué revelador!: la imagen que se proyectaba sobre aquel paroxismo (mientras la puerta recalcitrante se abría otra vez con el movimiento del sordo que se hace pabellón en la oreja con la mano) no era la imagen reciente y legítima de Lucette, sino la imborrable visión de un cuello desnudo que se inclina, de una entreabierta catarata de cabellos negros y de un pincel teñido de violeta.
Por razones de seguridad, repitió el acto vil y necesario.
Entonces consideró la situación con sangre fría. Se dijo que no podía hacer nada mejor que meterse en la cama y apagar la luz «éctrica» (aquel sucedáneo estaba recuperando discretamente el favor internacional). A medida que sus ojos se habituaban a la oscuridad, el fantasma azul de la habitación iba tomando forma poco a poco. Van se felicitba de su fuerza de voluntad. Dio la bienvenida al dolor sordo en su raíz desecada. Acogió con aprobación la idea —que le pareció de pronto tan absolutamente verdadera, tan nueva, tan lívidamente real como la rendija de la puerta del saloncito, que se ensanchaba lentamente— de que a la mañana siguiente (esa mañana siguiente de la que le separaban al menos, y en el mejor caso, setenta años) explicaría a Lucette, en su condición de filósofo y de ) hermano de otra hermana, que él sabía lo torturante y lo absurdo que era colocar toda su fortuna espiritual a la carta de un capricho de la carne, que ambos se encontraban en situaciones análogas, pero que él, a pesar de todo, se las arreglaba para vivir, para trabajar, para no languidecer, porque se negaba a destrozar la vida de Lucette arrastrándola a una aventura efímera, y porque Ada era todavía una niña. En aquel punto de su discurso interior, Van tuvo la confusa impresión de que una onda de sueño comenzaba a rizar la superficie de su lógica, pero el sonido del teléfono le devolvió a la plena conciencia. Entre dos llamadas, la máquina parlante parecía acurrucarse para tomar nuevas fuerzas. Al principio Van decidió dejarla sonar sola; pero su insistencia acabó por poder con sus nervios v descolgó el receptor.
No hay duda de que al invocar el primer pretexto que se le ocurrió para alejar a Lucette de su lecho, Van tenía moralmente razón. Pero, en tanto que artista y caballero, sabía que el agregado de palabras que salió de su boca era vulgar y cruel, y si Lucette le creyó fue exclusivamente porque no podía admitir que él fuese una cosa ni otra.
—¿Mozhno pridti teper (puedo ir ahora)? —preguntó Lucette.
—Ya ne odin (no estoy solo).
Siguió una pequeña pausa y, luego, ella colgó.
Cuando Van salió de la sala de cine, Lucette había quedado presa en la trampa de los sociables Robinson (Rachel, balanceando su grueso bolso, había pasado a ocupar la plaza dejada libre por Van, y Bob se había aproximado un asiento). Por una especie de pudor, Lucette no les reveló que la joven actriz (muy oscura y fugazmente designada con el nombre de Teresa Zegris en la lista «ascendente» de actores) que había representado el papel, breve pero no accesorio, de la gitana fatal no era otra que la pálida colegiala que ellos habían conocido en Ladore. Prosélitos de la abstinencia, invitaron a Lucette a ir a tomar una coca a su camarote, que era pequeño, ahogado y mal aislado; se oían las palabras y los lloros de dos niños acostados por una niñera silenciosa y nauseosa, tan tarde, tan tarde... ¿Dos niños? No, más bien dos recién casados, muy jóvenes, muy decepcionados, en su viaje de novios.
—Nos damos cuenta —dijo Robert Robinson aproximándose a su nevera portátil, para volver a servirse—, nos damos perfecta cuenta de qug el doctor Veen está enteramente absorbido por sus interesantes trabajos —yo a veces lamento haberme retirado—. Pero, ¿cree usted, Lucy (¡a su salud!), que aceptaría cenar mañana con nosotros, y con usted, y quizá con Otra Pareja, que seguramente le encantará conocer? ¿Deberá mandarle una invitación en regla la señora Robinson? ¿Y la firmaría usted también?
—No sé, estoy muy cansada —dijo Lucette—. Y este rock and roll empeora. Creo que voy a subir a mi conejera para tomar una de sus Quietus. De todos modos, cenemos todos juntos mañana. Realmente, necesitaba una bebida fresca. Estaba deliciosa...
Cuando dejó el receptor nacarado Lucette se cambió de ropa. Se puso un pantalón negro y una camisa limón (que tenía previsto ponerse a la mañana siguiente), buscó en vano una hoja de papel de cartas sin membrete ni ornamento, arrancó una hoja en blanco del Diario de Herb, y trató de encontrar algo divertido, chispeante y anodino para redactar un parte de suicidio. Pero había pensado en todo salvo en aquella nota, de modo que partió en dos pedazos su vida en blanco y los tiró al W.C. Se sirvió otro vaso de agua de una botella sujeta por una cadenita, se tragó una tras otra cuatro píldoras verdes, y, chupando la quinta, se dirigió al ascensor, que, en un abrir y cerrar de ojos, la transportó de su suite triple a la alfombra roja del bar de la cubierta de paseo. Dos jóvenes del género babosa estaban deslizándose de los rojos hongos de sus taburetes, y cuando se dirigían a la salida el mayor dijo al más joven:
—Tú puedes burlarte de tu lord, pequeño, pero yo... ¡oh, no! Lucette bebió un «poney cosaco» de vodka Klass, bebida detestable, pero eficaz, tomó otro, y fue apenas capaz de tragarse un tercero, porque un vértigo loco la invadió. ¡Nada como loco y escapa de los tiburones, Tobakovich!
No llevaba el bolso consigo, y estuvo a punto de caerse del asiento ridículamente convexo al meter la mano en el bolsillo en busca de un billete perdido.
— Beddy dee—dijo Toby, el barman, con una sonrisa paternal que ella tomó por una insinuación picaresca—. Es hora de dormir, señorita —añadió, dándole unos golpecitos en la mano. Lucette retrocedió, indignada, y se esforzó en contestar con altivez, y con voz clara:
—Mi primo Mr. Veen le pagará a usted mañana y le partirá los dientes de paso.
Seis, siete, no, aún más, una decena de escalones para llegar arriba. Diez escalones. Hay que ayudarse con los brazos. Dimanche. Déjeuner sur l'berbe. Tout le monde pue. Ma belle-mère avale son rátelier. Sa petite chienne?después de mucho correr, da un par de arcadas y vomita tranquilamente un puddingrosa en la nappe del pic-nic. Aprés quoise aleja, balanceándose como un ánade al andar. Estos escalones son algo serio. Para izarse hasta el puente Lucette hubo de colgarse de la barandilla. Subía en zigzag, como una lisiada. Al alcanzar su meta sintió el impacto sólido de la noche negra y la movilidad de la morada fortuita que estaba a punto de abandonar.
Aunque nunca hasta entonces se hubiera Lucette sumergido en la muerte —no, en el «mar», Violeta— desde una altura parecida y en medio de un tal desorden de sombras y reflejos serpentiformes, entró casi sin ninguna salpicadura en la ola que se encorvó para darle la bienvenida. Aquel final perfecto fue echado a perder por el gesto instintivo que le llevó inmediatamente de nuevo a la superficie, cuando ella, durante su última noche en tierra, había decidido abandonarse a la ola en la lasitud del narcótico, en caso de tener que llegar a tal extremo. La muy simple no se había ejercitado en la técnica del suicidio como lo hace a diario, por ejemplo, el paracaidista en caída libre en el elemento de un futuro capítulo. El tumulto de las aguas y la indecisión de Lucette que no sabía a dónde volver sus miradas en medio de las tinieblas, la espuma pulverizada y la opacidad de los tentáculos de sus propios cabellos, hicieron que no pudiese distinguir las luces del paquebote, que hemos de imaginar como una masa de tinieblas con mil ojos, alejándose poderosamente en un triunfo despiadado. Y, miren por dónde, he perdido la nota siguiente. Ya la he encontrado.