Contemplaron sin gran interés los objetos expuestos en una vitrina. Lucette desdeñó un bañador tejido en oro. La presencia de una fusta y un piolet intrigaron a Van. Media docena de ejemplares de Salzman con sus cubiertas satinadas formaban un montón impresionante entre un retrato del autor —bello, pensativo, hoy enteramente olvidado— y un ramillete de siemprevivas en un jarrón Mingo-Bingo.
Van agarró un cordón rojo, y entraron en el salón de tertulia.
—Bueno, ¿a quién se parecía... en laid et en lard —dijo Lucette.
—No sé —mintió Van—. ¿A quién?
—Dejémoslo. Esta noche eres mío. ¡Mío, mío, mío!
Citaba a Kipling. La misma frase que su hermana tenía costumbre de dirigir a Dack. Van buscaba a su alrededor cualquier fruslería en que demorarse a lo Procusto.
—Ten piedad de mí —dijo Lucette—. Estoy cansada de andar de un lado para otro, estoy débil, febril, odio la tempestad. ¡Vamos a acostarnos!
—¡Eh, mira! —exclamó Van, indicando un cartel—. Aquí ponen algo que se titula La última locura de don Juan. Aún sin estrenar y sólo para adultos. ¡Topical Tobakoff!
—Debe ser uno de esos «barbas-itúricos» —dijo Lucy (Colegio Houssaie, 1890). Pero ya Van había apartado la cortina de la entrada.
El documental acababa de empezar: un crucero por Groenlandia, mar picada en technicolor chillón. Era un viaje bastante fuera de lugar, porque el Tobakoff, no tenía prevista escala en Godhavn; por lo demás, la sala de proyección oscilaba a contra-ritmo de las láminas de cobalto y esmeralda que pasaban por la pantalla. No era raro que el lugar se encontrase emptovato, como observó Lucette, la cual añadió que los Robinson le habían salvado la vida cuando le dieron, la víspera, un tubo lleno de Píldoras Quietus.
—¿Quieres una? Una sola píldora no aleja al shah: Juego de palabras. Mastícala, están deliciosas.
—El nombre es simpático; pero no, gracias, mi deliciosa. Además, sólo te quedan cinco.
—No te preocupes, está todo previsto. Quizá tengamos para menos de cinco días.
—Al contrario, serán más días, pero no importa. Nuestras medidas del tiempo no quieren decir nada, y el reloj más exacto es una farsa. Ya leerás todo eso alguna vez. Paciencia.
—Quizá no. Quiero decir, que a lo mejor no tengo bastante paciencia. Quiero decir... la asistenta de Leonardo nunca pudo acabar de leer en sus manos. Puede que me duerma antes de llegar al final de tu próximo libro.
—Eso es una leyenda de clase de Historia del Arte.
—Ese es el último iceberg, lo reconozco por la música, Van, salgamos de aquí. ¿O es que quieres ver a Hool en el papel de Hooan?
En la oscuridad, los labios de Lucette se deslizaron por la mejilla de Van; ella le cogió la mano, le besó los dedos, y él, de pronto, se preguntó: después de todo, ¿por qué no? ¿Esta noche? Esta noche.
Le agradaba ver la impaciencia de Lucette, se dejaba emocionar por aquella impaciencia, el tonto, se permitía, el muy cretino, murmurar a su oído, como para prolongar la llama libre, nueva, amelocotonada, en la anticipación:
—Si eres buena, a medianoche tomaremos una copa en mi camarote.
La película larga ya había empezado. Los tres papeles principales —un Don Juan cadavérico, un Leporello panzudo montado en un burro, y una Doña Ana no demasiado irresistible y manifiestamente cuarentona —estaban representados por actores prestigiosos, cuyas siluetas desfilaban en imágenes casi inmóviles, o, como dicen algunos, «en transparencia», durante la presentación. Contrariamente a las previsiones, la película resultó muy buena.
De camino hacia el castillo perdido donde la austera dama, que él ha dejado viuda con su espada, le ha prometido, al fin, una larga noche de amor en su dormitorio casto y helado, el envejecido libertino vela por su virilidad desdeñando las proposiciones que le hacen sucesivas bellezas robustas. Una gitana predice al tenebroso caballero que no llegará al castillo sin antes haber sucumbido a la seducción de su hermana Dolores, la «bailaora» (plagio de la novela de Osberg, como se probaría a continuación). La gitana predijo también algo a Van, pues incluso antes de que Dolores saliera de la tienda del circo para dar de beber al caballo de Don Juan, Van sabía quién iba a ser.
A las luces mágicas del proyector, en el controlado delirio de su gracia de bailarina, diez años de su vida se habían evaporado y volvía a ser aquella braguillas qui n'en porte pas (según la broma que él gastó un día, para contrariar a Mlle. Larivière, fingiendo una mala traducción del francés): recuerdo de una trivialidad que patinaba sobre su actual emoción con la estupidez disonante de un extranjero ingenuo que pregunta el camino a un mirón al acecho en un dédalo de callejuelas innobles.
Lucette reconoció a Ada tres o cuatro segundos después, y su mano apretó el puño de Van.
—¡Qué desastre! Tenía que ocurrir. ¡Es ella! Vámonos, te lo suplico, vámonos de aquí. No puedes verla degradarse. Está terriblemente maquillada. Todos sus gestos son pueriles y falsos...
—Sólo un minuto...
¿Terrible? ¿Falsa? Estaba absolutamente perfecta, extraña y desesperantemente familiar. Por algún efecto del arte, por algún encantamiento del azar, las escenas breves que le habían confiado constituían una perfecta recapitulación de las Ada de 1884, de 1888, de 1892.
La gitanilla se inclina sobre la mesa viviente que le ofrece la espalda servil de Leporello, y traza en un pedazo de pergamino un mapa sumario del camino al castillo. El cuello revela su blancura bajo la larga cabellera negra entreabierta por el movimiento de los hombros. Ya no es la Dolores de otro hombre, sino la niña que moja su pincel de acuarelista en la sangre de Van... y el castillo de Doña Ana se convierte en una flor de los pantanos.
Don Juan pasa ante tres molinos de viento cuyas alas giran, negras, contra un ominoso crepúsculo, y salva a Dolores de la cólera del molinero el cual la acusa de haberle robado un puñado de harina y desgarra su ligera ropa. Todavía entero, aunque el aliento empieza a faltarle, Don Juan transporta a Dolores (que, con un acrobático pie descalzo le hace cosquillas en la cara) a la orilla opuesta de un riachuelo y la deja en el césped de un bosquecillo de olivos. Ambos quedan en pie, cara a cara. Ella toquetea voluptuosamente el enjoyado pomo de la espada, frota su vientre duro contra los pantalones bordados del señor, y, de pronto, un gesto de precoz espasmo crispa el rostro expresivo de éste, que se suelta con aspecto encolerizado y se aleja titubeando, en busca de su corcel.
Sin embargo, Van no comprendió hasta mucho más tarde (cuando vio, cuando tuvo que ver una vez, y otra, y otra, la película entera, hasta su epílogo melancólico y grotesco en el castillo de Doña Ana) que lo que al principio tomó por un abrazo accidental constituía en realidad la venganza del Cornudo de Piedra. Indescriptiblemente impresionado por aquellos escasos minutos de espectáculo, decidió marcharse, incluso antes de terminar la escena del bosquecillo de olivos. Justo en aquel momento, tres señoras de edad avanzada y cara de hielo expresaron su desaprobación por la película levantándose de sus asientos, contiguos al de Lucette (que era lo bastante menuda para permanecer sentada) y pasando a empujones ante Van (que se levantó). Éste observó, al mismo tiempo, a dos personas (los Robinson, largo tiempo perdidos), que hasta entonces habían estado separados de Lucette por las tres señoras y ahora se acercaban a ella. Radiantes, disolviéndose en sonrisas de simpatía y discreción, se embutieron en las butacas vecinas de Lucette, la cual se volvió hacia ellos con lo que fue su última, última, última generosa ofrenda de leal cortesía... más fuerte que el fracaso y que la muerte. Ya estiraban el cuello más allá de Lucette, con las arrugas radiantes y los dedos inquietos en dirección a Van, cuando éste aprovechó su intrusión para murmurar una excusa humorística— —«soy demasiado mal marinero» —y abandonar la sala a su oscuro balanceo.