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Los chóferes de los socios solían estacionar en un aparcamiento especial cerca del pabellón de la conserjería donde había una agradable cantina para los criados, con bebidas no alcohólicas y algunas putas vulgares y baratas. Pero aquella noche varios grandes coches de policía ocupaban las plazas de aparcamiento y desbordaban alrededor de un árbol vecino. Van dijo a Kingsley que esperase un momento bajo las encinas, se puso su bauttay fue a investigar. Su sendero preferido pronto le condujo, entre dos muros, a uno de los amplios cuadros de césped que aterciopelaban las inmediaciones de la mansión. El parque estaba inundado por una luz lívida y tan frecuentado como Park Avenue, comparación que acudía con facilidad a la mente, porque los disfraces de los astutos sabuesos pertenecían a un tipo que recordó a Van su país natal. Incluso conocía de vista a alguno de aquellos hombres: eran los mismos que patrullaban ante el club de su padre, en Manhattan, cada vez que el bueno de Gamaliel (no reelegido después de su cuarto mandato) cenaba allí en su chochez informal. Asumían los papeles que estaban acostumbrados a asumir: vendedores de fruta, negros buhoneros ofreciendo bananas y banjos, obsoletos o —al menos— intempestivos chupatintas camino de inverosímiles oficinas, peripatéticos lectores de periódicos rusos que acortaban la marcha hasta pararse por completo y luego proseguir el paseo tras sus desplegadas Estotskiya Vesti.

Van se acordó de que Mr. Alexander Screepatch, el nuevo presidente de las Américas Unidas (un ruso pletórico), había venido a visitar al rey Victor, y dedujo, con razón, que ambos hombres debían estar ahora sumergidos en plena dolce vita. El aspecto cómico de la actitud de los detectives (quizás adecuada para el atrasado concepto que tenían de una acera americana, pero que no se adaptaba mucho a aquel laberinto misteriosamente iluminado de arboledas inglesas) moderó su decepción, mientras se estremecía ante la repugnante idea de compartir los retozos de personajes históricos o tener que conformarse con chiquillas de caritas audaces que ellos hubieran comenzado a utilizar para rechazar luego.

Fue entonces cuando una estatua envuelta en una sábana quiso interpelar a Van desde su pedestal de mármol, pero resbaló y aterrizó de espaldas sobre los helechos. Ignorando al dios allí expuesto, Van volvió hacia su Jolls-Joyce, cuyo motor seguía funcionando. El rubicundo Kingslev un viejo amigo bien probado, se ofreció a conducirle a otra casa, unos ciento cuarenta kilómetros más al norte. Pero Van rehusó por principio, y se hizo llevar otra vez al Albania.

V

El 3 de junio, a las cinco de la tarde, el paquebote partió de Le Hâvre-de-Grâce, y al anochecer de aquel mismo día Van embarcó en Old Hantsport. Desanimado y soñoliento (había pasado casi toda la tarde jugando al tenis con Delaurier, el famoso preparador negro), contemplaba el brasero del sol declinando en ocelos de un oro verdoso, a algunos largos de serpiente de mar a estribor, sobre la cara exterior del estrave. Decidió en seguida acostarse, bajó a la cubierta A, devoró algunas frutas de la naturaleza muerta que habían preparado para él en su saloncito, trató de leer en la cama las pruebas de un ensayo que había escrito para un Festschriftdedicado al 80° aniversario del profesor Counterstone, abandonó y se durmió. Hacia medianoche estalló una furiosa tempestad. Pero a pesar de los bamboleos y crujidos (el Tobakoffera un viejo barco cascarrabias), Van se las arregló para dormir profundamente y su única reacción subliminal a la tempestad fue la proyección en sueños de la imagen de un pavo real acuático hundiéndose lentamente, antes de dar una voltereta como un ánade que se sumerge junto a la orilla del lago que lleva su nombre en el antiguo reino de Arrowroot. Al recordar aquel sueño tan nítido atribuyó su origen a su reciente estancia en Armenia, donde había ido a cazar patos en compañía de Armborough y de la sobrina de aquel caballero, una joven tan cumplida como complaciente. Le dieron ganas de escribir unas notas sobre el asunto... y descubrió divertido que sus tres lápices no solamente habían abandonado la mesilla, sino que se habían alineado cuidadosamente en fila india a lo largo de la rendija inferior de la puerta exterior del salón contiguo tras haber franqueado en su escapada ininterrumpida un buen espacio de moqueta azul.

El camarero le trajo un desayuno «continental», la gaceta de a bordo y la lista de los pasajeros de primera clase. Bajo el título «Turismo en Italia», Van leyó que un granjero de Domodossola había exhumado los huesos y jaeces de uno de los elefantes de Aníbal, y que dos psiquiatras americanos (cuyos nombres no se citaban) habían muerto en circunstancias extrañas en la cadena de Bocaletto: el de más edad había sufrido un fallo cardíaco, y su joven amigo se había suicidado. Después de especular durante unos instantes sobre el mórbido interés del Almirante por las montañas italianas, Van recortó la noticia y consultó la lista de pasajeros (simpáticamente ornamentada como el papel de cartas de Córdula) para ver si había alguna persona con quien no quisiera encontrarse en los próximos días. Descubrió los nombres de la pareja Robinson (Bob y Rachel), dos viejos pelmas de la familia (Bob se había retirado de los negocios después de haber dirigido durante largos años una de las oficinas del tío Dan). Saltó sobre el doctor Ivan Veen y se detuvo en el nombre siguiente. ¿Qué mano invisible le apretó el corazón? ¿Por qué se pasó la lengua por los gruesos labios? Fórmulas huecas, propias de los solemnes novelistas de otros tiempos que creían poder explicarlo todo.

La superficie oblicua del agua se inclinaba en su bañera al mismo ritmo del balanceo del mar, rutilando de azul, aborregándose de plata, en el ojo de buey de su camarote. Llamó a Miss Lucinda Veen, cuyo apartamento estaba en el primer puente, en el centro del barco, exactamente encima del suyo, pero no se encontraba allí. Se puso un polo de lana blanca, tomó sus gafas ahumadas y salió en su busca. Tampoco estaba en la cubierta de juegos, desde la que vio a otra pelirroja echada en una tumbona de lona, en el solario: escribía una carta, con mano rápida y apasionada, y Van se dijo que bastaba con dejarse ir de la grave facticidad a la ficción novelera para poner en el lugar que él ocupaba en aquel momento a un marido celoso, armado de anteojos, esforzándose en descifrar desde su altura aquella efusión de ternura ilícita.

Tampoco la encontró en la cubierta de paseo, donde gentes ancianas envueltas en mantas esperaban el caldo de las once con anticipados borborigmos, leyendo Salzman, el best-seller número uno. Van bajó al comedor y reservó una mesa para dos, después de lo cual se dirigió al bar, donde saludó cordialmente al grueso y calvo Toby, que había servido en el Queen Guinevereen 1889, en 1890 y en 1891, cuando ellano estaba aún casada y élera todavía un imbécil rencoroso. ¡Qué bien podrían haber huido entonces a Lopadusa, bajo el nombre de señor y señora Dairs o Sardi!

Encontró a su hermanastra en el castillo de proa, peligrosamente bonita con su vestido de gran escote, cuyas brillantes flores eran mecidas por el viento. Estaba hablando con los Robinson, bronceados, pero muy viejos. Se volvió hacia él, echándose atrás los cabellos que el viento la había arremolinado sobre la cara, con una mirada en la que se mezclaban el triunfo y el desconcierto, y no tardaron en desembarazarse de Rachel y Bob, que les vieron alejarse entre sonrisas y agitaciones de manos, simétricamente levantadas para saludar, a ella, a él, a la vida, a la muerte, a los felices días de antaño, cuando Demon pagaba todas las deudas de juego de su hijo antes de que éste encontrase la muerte en una colisión frontal de coches.

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