Su facultad de distribuir el espacio en filas y columnas de objetos «fuertes» y «débiles», según un esquema que parecía el dibujo de un papel de pared, siguió siendo un misterio hasta la tarde en que un estudiante investigador (E. R., porque desea guardar el anonimato), que tenía la intención de trazar ciertos gráficos relacionados con la metábasis de otro enfermo, dejó por azar al alcance de Muldoon una de esas largas cajas de lápices de colores, nuevos y sin afilar, cuya mera evocación (¡Dixon Pink Anadel!) hace que nuestra memoria hable el lenguaje del arco iris; los tonos de los bastoncitos pintados y barnizados estaban ordenados en su bello estuche de metal de acuerdo con las exigencias del espectro. El pobre Muldoon no podía haber retenido de su infancia nada parecido a aquel eco irisado, pero cuando sus dedos tanteantes abrieron la caja y palparon los lápices, una cierta expresión de delectación sensual apareció en su rostro de una palidez de pergamino. Habiendo observado que las cejas del cielo se alzaban ligeramente al tocar el rojo, un poco más en el anaranjado y todavía más en el grito estridente del amarillo, para volver a bajar al paso de los restantes colores del prisma, E. R. le indicó, como el que no quiere la cosa, que las maderas tenían distintos colores, «rojo», «anaranjado», «amarillo», etc., y Muldoon replicó, en tono casual, que también diferían al tacto.
En el curso de diversas pruebas efectuadas por E. R. y sus colegas, Muldoon explicó que al pasar la mano por todos los lápices sucesivamente percibía una gama de «aguijoneos», sensaciones particulares algo parecidas al hormigueo de la piel al entrar en contacto con los «pinchitos» de las ortigas (él se había criado en el campo, en algún lugar entre Ormagh y Armagh, y, en su azarosa infancia de pobre niño mal calzado, había rodado frecuentemente a fosas y hondonadas), y habló muy extrañamente del «fuerte» aguijoneo verde de un papel secante, y del «débil» aguijoneo rosa y mojado de la nariz sudorosa de Miss Langford, la enfermera, comprobando por sí mismo aquellos colores que los investigadores habían asignado a los lápices. Como resultado de aquellos tests hubo que admitir que los dedos del ciego podían hacer llegar a su cerebro «una transcripción táctil del prisma óptico», según escribió Paar en el detallado informe que mandó a Van.
Cuando llegó éste, Muldoon no había salido aún del todo de un estado de estupor más largo que cualquiera de los anteriores. Pensando en examinarle al día siguiente, Van pasó una jornada deliciosa discutiendo con un grupo de psicólogos apasionados y se divirtió al descubrir entre las enfermeras el estrabismo familiar de Elsie Langford, una chica descarnada, de tinte febril y dientes saledizos, que había estado oscuramente mezclada en un asunto de espiritismo en otra institución médica. Cenó con el viejo Paar en su apartamento de Chose, y le dijo que deseaba que le llevasen a Kingston a aquel pobre diablo, así como a Miss Langford, en cuanto fuese posible. El pobre diablo murió aquella misma noche durante el sueño, y dejó toda aquella historia suspendida en el aire, aureolada por un nimbo de brillante inconsecuencia.
Van, en quien las flores rosas de los castaños de Chose despertaban siempre ardores amorosos, decidió despilfarrar aquella inesperada sobra de tiempo libre antes de su partida para América con una cura de veinticuatro horas en la más elegante y eficaz de todas las Villas Venus de Europa. Pero durante el viaje, algo largo, en la limusina antigua, aterciopelada, ligeramente perfumada (¿almizcle, tabaco turco?) que el Albania, su hotel de Londres, le procuraba habitualmente para sus desplazamientos en Inglaterra, otros sentimientos turbulentos vinieron a mezclarse, sin disiparlos, con sus deseos taciturnos. Muellemente mecido por la suspensión, con los pies, calzados de babuchas, apoyados en un escabel y un brazo pasado por una abrazadera, recordó su primer viaje en tren a Ardis y trató de hacer lo que él mismo recomendaba a veces a sus enfermos para ejercitar los «músculos de la conciencia»: volver a ponerse, no ya sólo en el estado de ánimo en que se encontraban antes de un cambio radical de su vida, sino en un estado de total ignorancia respecto a dicho cambio. Sabía que aquello no podía hacerse, pero que, a falta de su plena realización, era posible una tentativa tenaz, porque él no habría recordado el prefacio de Ada si la vida no hubiese dado vuelta a la página de modo que su radiante texto atravesara ahora como un relámpago todos los tiempos de su mente. Se preguntó si también podría rememorar en el futuro su actual e insignificante viaje. Una tardía primavera inglesa acompañada de reminiscencias literarias se demoraba en el aire de la tarde. El «canóreo» incorporado (un antiguo sistema músical que una comisión anglo-norteamericana había vuelto a autorizar recientemente) difundía una desgarradora canción italiana. ¿Qué era él? ¿Quién era él? ¿Por qué era él? Pensó en su flojedad, en su torpeza, en su pereza de espíritu. Pensó en su soledad sus pasiones y sus peligros. Vio a través del cristal de separación los pliegues gruesos, sanos y tranquilizadores de la nuca del chófer. Vanas imágenes hicieron cola ante los ojos de su alma... Edmund, Edmond, la simplicísima Córdula, la fantásticamente compleja Lucette, y, por una mecánica asociación de ideas, una depravada muchachita de Cannes, llamada Lisette, de senos que parecían bellos abscesos y cuyas frágiles gracias eran vendidas en una vieja caseta de baño por un apestoso hermano mayor.
Cerró el canóreo y tomó la botella de coñac disimulada tras un brazo abatible del asiento. Bebió en la misma botella, porque los tres vasos estaban sucios. Se sentía rodeado por grandes árboles a punto de desplomarse y por las monstruosas bestias de las tareas no realizadas, quizás irrealizables. Una de aquellas tareas era Ada, a la cual, él lo sabía, nunca podría renunciar; sería a ella a quien entregase los restos de su ser al primer toque de trompeta del destino. Otra era su obra filosófica, tan curiosamente obstaculizada por su propia virtud, por esa originalidad de estilo que constituye la única verdadera honradez del escritor. Tenía que hacer las cosas a su manera, pero el coñac era detestable, y la historia del pensamiento estaba erizada de clichés y era esa historia lo que debía superar.
Sabía que no era un auténtico sabio, sino un artista. Paradójica e inútilmente, habían sido su carrera académica, sus conferencias arrogantes v despreocupadas, sus trabajos de dirección de seminarios, los informes que había publicado sobre enfermos mentales, iniciados por una especie de prodigio antes de los veinte años, lo que le hacía gozar, a los treinta y uno, de «honores» y de una «situación» que muchos individuos increíblemente laboriosos no han alcanzado a los cincuenta. En sus momentos de tristeza, como el de ahora, atribuía al menos una parte de sus éxitos a su rango, a su fortuna, a las numerosas donaciones que (en una especie de prolongación de las propinas excesivas que prodigaba a los pedigüeños huraños que hacían las camas, manejaban los ascensores o sonreían en los pasillos de los hoteles) continuaba naciendo llover sobre las instituciones y sobre los estudiantes válidos. Tal vez Van Veen no se equivocase demasiado en su cínica suposición. Porque en nuestra Antiterra (lo mismo que en Terra, según sus propios escritos) una Administración insoportablemente rutinaria, cuando no está bajo la fuerte impresión de la súbita construcción de un inmueble o del relámpago de fondos torrenciales, prefiere los grises tranquilizadores de la mediocridad académica al brillo sospechoso de un V. V.
Los ruiseñores cantaban cuando él llegó a su innoble y fabuloso destino. Como de costumbre, sentía crecer en él una brusca exaltación en el momento en que el coche enfilaba un paseo de encinas entre dos hileras de estatuas falofóricas que presentaban armas. Como cliente que debía ser acogido con placer al cabo de quince años, Van no se había tomado el trabajo de «telefonear» (el nuevo término oficial). Un foco de luz fue a dar contra él. ¡Ay, había llegado en una noche de «gala»!