Lucette devoró con gratitud las pozharskiya kotleti: Van no la regañó por haberle salido de pronto al paso como una especie de polizón de naturaleza más trascendental, que trasatlántica. En su impaciencia por encontrarle se había olvidado de desayunar, después de haberse acostado sin cenar la noche anterior. Ella, que tanto gustaba de los senos y crestas de las olas cuando practicaba un deporte náutico, o los upsy los oopscuando viajaba por el aire, se había mareado ignominiosamente en el Tobakoff, su primer paquebote. Pero los Robinson le habían proporcionado un remedio milagroso, había dormido diez horas de un tirón, diez horas en brazos de Van, y ahora esperaba que los dos estuviesen más o menos despiertos, a pesar de un resto de vértigo que le había dejado el medicamento.
Muy gentilmente, Van le preguntó a dónde pensaba ir.
A Ardis, con él —la respuesta fue pronta—, para siempre jamás. El abuelo de Robinson había muerto en Arabia a la edad de ciento treinta y un años, de modo que Van tenía todavía un siglo ante él; ella haría construir varios pabellones en el parque, para que pudiese instalar sus sucesivos harenes e ir convirtiéndolos, uno tras otro, en hogares de jubilado para señoras ancianas, y, más tarde aún, en mausoleos. Le dijo también que había un cuadro de carreras de caballos, « Pale Fire with Tom Cox Up» sobre la cama de Tobak y la querida Córdula, en la suitelibre que había conseguido para ella en un minuto, y que se preguntaba en qué medida podía afectar aquella imagen a la vida amorosa de los Tobak durante sus viajes por mar. Van interrumpió la charla febril de Lucette y le preguntó si los grifos de su bañera llevaban las mismas inscripciones que los suyos, Hot Domestic, Cold Salt.
—¡Sí! —exclamó Lucette—. ¡Viejo Salado, Viejo Salzman, Ardiente Camarera, Comatoso Capitán!
Y se encontraron otra vez a la hora de la siesta.
La mayoría de los pasajeros de primera clase que se hallaban a bordo del Tobakoffen la tarde del 4 de junio de 1901, en medio del Atlántico (meridiano de Islandia, paralelo de Ardis) parecían poco dispuestos a los retozos al aire libre. El ardiente azul era cortado por soplos glaciales, y el desbordamiento rítmico de la antigua piscina lavaba incesantemente las baldosas verdes. Pero Lucette era una chica intrépida, no menos endurecida por el viento vivificante que por el detestable sol. La primavera en Fialta y un tórrido mes de mayo en Minataor (la más célebre de las islas artificiales) habían dado a sus miembros un tinte nectarino de melocotón; mojado, su cuerpo parecía de laca, pero en cuanto la brisa secaba su piel, recuperaba su aterciopelado natural. Sus pómulos encendidos y los rayos de bronce que escapaban a su gorro de goma, por la nuca y la frente, le daban un parecido al Ángel con casco de icono de Yukonsk, al que se atribuía el sobrenatural poder de convertir a las rubias vírgenes anémicas en konskie deti, adolescentes pelirrojos y pecosos, hijos del Caballo del Sol.
Después de nadar unos minutos volvió a la terraza en que Van estaba tumbado, y le dijo:
—No puedes imaginarte («yo puedo imaginarlo todo», corrigió él), O.K., puedesimaginarte qué océanos de lociones, qué ríos de cremas he tenido que emplear, en el secreto de mis balcones o en la soledad de las grutas marinas, antes de exponerme a los elementos. Estoy siempre balanceándome sobre la delicada frontera que separa la quemadura del bronceado, o el lobsterdel Obst, como escribe Herb, mi querido pintor (estoy leyendo su diario, publicado por su última duquesa, y escrito en tres lenguas mezcladas; es encantador, ya te lo prestaré). Mira, amor mío, me consideraría una urraca tramposa si la pequeña parte de mi cuerpo que oculto al público no fuese del mismo color que la que todo el mundo puede ver.
—Cuando te examiné en 1892 —dijo Van— me pareciste de un color arena de la cabeza a los pies.
—Es una chica enteramente nueva lo que tienes hoy ante ti —murmuró Lucette—. A happy new girl. Sola contigo, en un navio abandonado y cuando aún faltan al menos diez días para mi próxima regla. Te he enviado una cartita estúpida a Kingston, para el caso de que no nos hubiéramos visto.
Estaban ahora acostados en una estera de playa, cara a cara, en actitudes simétricas, Van con la cabeza apoyada en la mano derecha, Lucette sobre el codo izquierdo. El tirante de su sujetador verde le había resbalado por el delgado brazo, y descubría gotas e hilillos de agua en la base de un pezón. Un abismo de escasas pulgadas separaba el jersey de Van del vientre desnudo de Lucette, la lana negra del bañador de él de la máscara pubiana verde y mojada de ella. El sol le satinaba las caderas; un surco sombreado atraía los ojos hacia la cicatriz de una apendicectomía practicada cinco años antes. La mirada semivelada de la chica le espiaba con una opaca avidez. Y era verdad: estaban verdaderamente solos. Él había poseído a Marion Armborough ante las narices de su tío en circunstancias mucho más complicadas: el fuera-borda saltaba como un pez volador, y su anfitrión llevaba siempre un fusil al lado del volante. Sin alegría, sintió cómo se desperezaba pesadamente la sólida serpiente del deseo; con amargura, lamentó no haber agotado al demonio en Villa Venus.
No rechazó la mano ciega que subía lentamente a lo largo de su muslo, y maldijo a la naturaleza por haber plantado un árbol nudoso reventando de savia vil en la entrepierna de los varones. De pronto, Lucette se apartó, exclamando un distinguido «¡ merde!». El Edén estaba lleno de gente.
Dos niñas semidesnudas, con chillona alegría, llegaron corriendo al borde de la piscina. Una ama negra las perseguía, encolerizada, blandiendo sus minúsculos sostenes. Una cabeza calva salió del agua por un fenómeno de generación espontánea y resopló ruidosamente. El maestro de natación apareció en la puerta del vestuario. Al mismo tiempo, una alta y rozagante criatura, de elegantes tobillos y muslos repulsivamente carnosos pasó majestuosamente ante los Veen y estuvo a punto de poner el pie en la pitillera recamada de esmeraldas de Lucette. Salvo una cinta dorada y una melena oxigenada, su larga y morena espalda, llena de ondas de carne, estaba desnuda desde los hombros hasta el borde de las nalgas, que revelaban, en el movimiento de ritmo lento de su balanceo lúbrico, las protuberancias inferiores donde se tensaba el tejido de lame. Un instante antes de desaparecer tras una esquina, la ticianesca titanesa volvió a medías su cara morena y saludó a Van con un sonoro «¡ hullo!».
Lucette quiso saber kto siya pava(quién era aquella dama imponente).
—Creí que era a ti a quien saludaba —dijo Van—. No he podido distinguir su cara y no recuerdo ese trasero.
—Te ha dedicado una sonrisa selvática —replicó Lucette, reajustándose el gorro verde con movimientos de alas de una conmovedora gracia que aireaban, de un modo no menos conmovedor, el plumaje pelirrojo de sus axilas.
—¿Vienes conmigo? —propuso, mientras se levantaba.
Van sacudió la cabeza, y dijo, sin dejar de mirarla:
—Te elevas como la Aurora.
—Su primer cumplido —dijo Lucette, con una pequeña inclinación de cabeza, como si se dirigiera a un confidente invisible.